¿Qué festejamos?
Luciano Olivera, 16 años. Lucas González, 17. Alejandro Martínez, 35. Fabián Agustín Méndez, 14. Joaquín González, 18. Ángel Ariztimuño, 37. Tomás Ramos, 22. Guido Segura, 33. La mayor parte de ellos terminaron muertos, víctimas de la violencia institucional, y solo durante el último mes.
Por donde se lo mire, el número es tan abrumador como angustiante. Mucho más si lo proyectamos en el tiempo y añadimos las historias que no tienen rostros, las que se pierden entre el olvido y la impunidad. ¿Qué es lo que festejamos hoy cuando hablamos de derechos humanos en la Argentina? Por supuesto que las grandes victorias de estos tiempos y del pasado nos enorgullecen, pero mucho más nos preocupan estas derrotas interminables.
El viernes 10 de diciembre, día en el que nuestro país conmemora el Día de la Democracia en simultáneo con la jornada internacional por los Derechos Humanos, el gobierno realizó un acto político con toda su liturgia. La democracia se debe vivir y celebrar con plenitud aunque jamás darse por completa pues es también una construcción cotidiana con acciones y, sobre todo, respuestas.
¿Qué se le dice a una madre o un padre que ha perdido aquello que más ama en manos del Estado por un accionar abusivo bajo toda regla? ¿Cómo se explican que estos episodios se repitan y acumulen en el tiempo, la mayor parte del tiempo sin rendición de cuentas, hasta volverse sistemáticos? No son casos aislados: la violencia institucional es un problema estructural en nuestro país. Y no hay un solo gobierno que haya podido resolverlo.
En su discurso en el Museo del Bicentenario de Casa Rosada, durante la entrega de los premios Azucena Villaflor 2021, el presidente Alberto Fernández no hizo mención alguna a estos hechos. En cambio, se explayó sobre una democracia “asediada por posiciones extremas, intolerantes, xenófobas y homofóbicas” que, sin dudas, lesionan el espíritu de convivencia y tolerancia, acordamos. Recordó también, aquellos crímenes aberrantes de la dictadura que, desde la presidencia de Néstor Kirchner, se ha buscado enjuiciar y castigar. Y como esa conducta le abrió las puertas a la Argentina a presidir el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Estamos de acuerdo que esta presidencia es el resultado, entre otras cuestiones, de la historia de nuestro país en materia de derechos humanos, de tener leyes como, la ley migratoria (2003), la educación sexual integral (2006), el reconocimiento territorial a los pueblos originarios (2006), el matrimonio igualitario (2010), la identidad de género (2012) y el derecho a un aborto legal, seguro y gratuito (2020), normativa que con sus avances y demoras, forman parte de un camino sin retorno para nuestra sociedad. Incluso se pueden rastrear antecedentes que se remontan hasta la ley de salud reproductiva (2002) y el divorcio vincular (1987) si vamos más allá en el tiempo.
Todo ello preconfigura la identidad de un estado amplio en su concepción de los derechos humanos. Pero, a la vez, a lo largo de todo este tiempo, la violencia institucional persistió como mal endémico, resabio de nuestra historia más oscura. Si pretendemos guiar a otros con este nuevo rol es preciso hacerlo con el ejemplo. Uno que no se condice con los muertos en las calles de nuestras ciudades por abusos institucionales ni con las torturas y vejaciones que se cometen en la soledad de los calabozos.
Mientras ello no cambie, en la Argentina no tenemos nada que celebrar. Porque la regla con la que debemos medirnos no es con lo que hicimos y conquistamos sino con lo que no estamos haciendo. Esta deuda no recae de forma exclusiva sobre los hombros del gobierno nacional porque las responsabilidades institucionales por la violencia y arbitrariedad cotidiana en el accionar de las fuerzas policiales en Argentina corta transversalmente a toda la dirigencia política y la respuesta debe ser equivalente, tanto en las Provincias como en la Ciudad de Buenos Aires. Acá no hay grieta que valga.
Frente a los reiterados casos de violencia en el accionar de las fuerzas de seguridad contra la población principalmente joven y en situación de vulnerabilidad social, vale recordar a nuestros gobernantes que el cumplimiento de la labor de control y seguridad, por parte de los agentes encargados de hacer cumplir la ley, no puede considerarse como un cheque en blanco. Por el contrario, las facultades delegadas exigen, por parte del Estado, un control riguroso y exhaustivo de su desempeño.
Lo hemos dicho infinitas veces, el uso arbitrario o abusivo de la fuerza por parte de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley debe castigarse como delito, a la vez que el control y la rendición de cuentas es un requisito indispensable para evaluar la conducta de las fuerzas de seguridad y desalentar la institucionalización de los abusos y la impunidad. Todo esto demanda un compromiso absoluto e incondicional de nuestras autoridades con los derechos humanos porque no son propiedad de ningún gobierno sino de la gente.
La autora es directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina
MB
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