El poder, la gloria y las rebeldías
El rock fue una música –tal vez lo siga siendo–. O por lo menos eso entendieron algunos. El rock fue una actitud, una manera de ver la vida, una gestualidad, casi una religión. O eso creyeron otros. Y el pop, tal como se lo entendió en la Argentina (en el resto del mundo la palabra es simplemente una abreviatura de popular) fue el tío necesario pero no necesariamente querido. The Beatles y The Rolling Stones fueron dos grupos que abrevaron en (casi) las mismas fuentes, comenzaron (casi) al mismo tiempo y tuvieron (casi) la misma conformación. Ambos fueron, poco a poco, incorporando canciones propias, hasta que estas ocuparon la totalidad del repertorio. El mercado creó una rivalidad inexistente pero, como en una especie de Guerra Fría, la existencia de un adversario los obligó a ser mejores.
La historia es, por supuesto, mucho más compleja. Pero lo que importa en este caso es lo que el sentido común encontró, para explicarse a si mismo, en la Idea Beatle y en la Idea Stone. Algo que alguna vez el escritor Rodrigo Fresán resumió de manera tan irónica como brillante. ¿Cuándo fue que la Argentina dejó de ser un país Beatle y se convirtió en un país Stone? Por supuesto, los Stones no fueron siempre iguales. La muerte de Brian Jones los cambió un poco y la muerte de The Beatles los cambió del todo (de hecho abandonaron por completo esa pátina de vanguardismo y psicodelia que había estado presente entre Aftermath y Beggar’s Banquet). Y en The Beatles la rivalidad interna, que los había constituido –y también los había llevado a ser mejores– acabó implosionando. Lo cierto es que hacia el futuro y hacia las lecturas que los otros hicieron de ellos, el mundo Beatle y el Mundo Stone acabaron representando la opción por la opción abstracta, cercana al ideal de música pura que había predominado en la música artística de tradición académica, por sobre el gesto, en el caso del primero, y lo contrario –gesto puro– en el del segundo.
The Beatles, en un momento dado, dejaron de tocar en vivo. Una actitud en sintonía con la del pianista Glenn Gould, que convirtió su primera versión de las Variaciones Goldberg de Bach, que grabó en 1955, en las tablas del mandamiento “moderno” de la música absoluta y que, como luego el grupo de Liverpool, renunció a presentarse en conciertos y afirmó que el lugar de la música debía ser sólo el disco –sin distracciones visuales; escucha con ojos cerrados–.
Pero en el caso del cuarteto esa decisión fue aún más allá. No se trató solo de convertirse en un grupo de escucha pura –y en alguna medida de abdicación al pop– sino de la comprensión de que aquello que realizaban en el estudio de grabación no se trataba de un “arreglo”. Esa palabra indica sin lugar a dudas una exterioridad. Algo así como una vestimenta, algo más cercano a la decoración que a la composición.
Las músicas artísticas de tradición popular, a lo largo del siglo XX, lo desmienten –¿o es que La cumparista de Firpo es la misma que la de Astor Piazzolla y que “My Funny Valentine” es la misma obra en la versión de la comedia musical Babes in Arms que tocada por Chet Baker o por Keith Jarrett o cantada por Frank Sinatra?– pero, de hecho, a los arregladores aún no se les ha reconocido ningún derecho de autoría y quienes cobran son los herederos de Matos Rodríguez o de Lorenz y Hart. Y lo que The Beatles ponen en escena, al salir de escena, es que lo que hacen no se trata de arreglos. Que es esencial. Que es lo que constituye la obra y, por lo tanto, no hay adaptación posible para hacerlo en vivo. “Strawberry Fields Forever”, “A Day in the Life”, “Martha my Dear” o todo el segundo lado de Abbey Road no son sus demos ni las piezas con las que fueron construidos. La canción, eventualmente, dejó de ser para ellos el objetivo y se convirtió en material de composición.
Si The Beatles hicieron música de laboratorio, hasta el punto de no poder –y no querer– hacerla en vivo, Los Stones devinieron en un grupo que solo actuaba en vivo, incluso en sus discos. Y, en algún punto, aquellas dos versiones del pop inglés de mediados de los sesenta, una sustentada en sus comienzos en los grupos vocales afronorteamericanos, principalmente femeninos y la otra en el blues y el rhythm & blues más cercano a lo rural, que hasta cierto punto habían sido complementarios, acabaron antagónicas. Y, por lo menos en el plano simbólico, fundantes de dos hechos culturales trascendentales sucedidos hace exactamente cincuenta años: la formación y el debut del grupo Ramones –un paradójico homenaje a Paul McCartney, que usaba el nombre Paul Ramon para registrase de incógnito en los hoteles– y la edición del disco The Power and the Glory de Gentle Giant. Gesto puro, sin música, podría decirse, o, mejor, con una música que era su gesto, y música pura, sin gesto en absoluto o, mejor, con un gesto que explicitaba la negación del gesto.
Un año más tarde, después de haber tocado setenta y cuatro veces su show de exactamente 70 minutos en el Club CBGB, Ramones fue contratado para grabar su primer disco. Legs McNeill, cofundador de una nueva revista llamada Punk, decía: “Todos llevan estas camperas de cuero negro. Y tocan esta canción... y es sólo esta pared de ruido... Se ven absolutamente impresionantes. Estos tipos no son hippies. Esto es algo completamente nuevo.” En 1975, en Inglaterra, Gentle Giant publicaba un disco, Free Hand, donde había una canción, “On reflection”, en la que un canon perfectamente diseñado iba apareciendo a capella y con distintas instrumentaciones, incluyendo una bien identificable con el rock pesado, y alternaba con una versión del mismo tema pero convertido en pieza isabelina, para desembocar en una pequeña fantasía polirrítmica y atonal. A comienzos de1976 Ramones grabó su primer disco, llamado igual que ellos, y Gentle Giant comenzaba a desaparecer con Interview, el octavo de sus álbumes y el primero en que el grupo se imitaba a sí mismo.
En un sentido podría leerse como el final de una época y el comienzo de otra. Pero lo cierto es que ambas coexistieron y si se piensa en las principales encarnaciones argentinas, ambos modelos podían situarse en canciones contiguas –por ejemplo “Me gusta ese tajo” y “Credulidad”, en el single de Pescado Rabioso publicado en 1973–.
Uno de los aspectos interesantes es que Ramones, el arquetipo del salvajismo, obedeció a un proyecto bastante consciente de jóvenes vecinos de un barrio neoyorquino de clase media, Forest Hills –en Queens–, y Gentle Giant, en cambio, a un error. Los tres hermanos Shulman, hijos de un trompetista judío y escocés que les enseñó a tocar infinidad de instrumentos, incluyendo violín, cello, xilofón, flauta y, obviamente, guitarra y bajo, ya habían tenido cierto éxito con un grupo llamado Simon Dupree and the Big Sound. Y éxito –o esa clase de éxito– era exactamente lo que no querían. Disolvieron el grupo y grabaron un single como The Moles que acabó siendo el centro de otro mito Beatle. Se decía se trataba de un disco secreto del cuarteto de Liverpool, con Ringo Starr como cantante.
Pero lo que deseaban los hermanos era tener una banda de blues y para eso buscaban un organista. Lo encontraron en una fiesta. Kerry Minnear acababa de recibirse en la carrera de composición del Royal College of Music, tocaba teclados –y muchos otros instrumentos– y les aseguró que amaba el rock, aunque casi no había escuchado nada: apenas los primeros discos de King Crimson y de Yes. Lo citaron para un ensayo y él llegó con un montón de partituras. Canciones compuestas especialmente para el grupo, como si fueran piezas clásicas. Y lo extraño fue que quienes querían ser un grupo de blues se entusiasmaron. Y, mezclando vanguardia, alusiones a Rabelais y al surrealismo, rock pesado y psicodelia, más una lista de 48 instrumentos posibles en su conformación, en la que además, cinco de sus seis miembros cantaban, Gentle Giant grabó su primer disco, con su nombre como título, en 1970. Y su segundo disco, Acquiring the Taste, del año siguiente, formulaba, en las notas de la contratapa, una declaración de principios: “Expandir las fronteras de la música popular contemporánea con el riesgo de volvernos muy impopulares”.
The Power and the Glory, el ying –o el yang, vaya a saberse– de Ramones, con su título tomado de una novela de Graham Greene, remite, en todas sus canciones, a la política, los gobiernos y la corrupción. Lo intrincado del entretejido polifónico puede sintetizarse con las dos voces de la sección media de “Cogs & Cogs”, una escrita en un compás de 6/4 y la otra en uno de 15/8. Allí, como en los últimos Beatles –si se descuenta Get Back– la complejidad es un valor y se confía en oyentes capaces de disfrutar con ella. En Ramones, el valor es una aparente negación de lo complejo y su correspondiente anatemización. No obstante el punk, como lo demostró con Patti Smith o The Clash, también tuvo sus complejidades. Pero, como hubiera dicho Sheherazade, esa es ya otra historia.
Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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