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OPINIÓN
El horror no transforma: por qué nos movilizamos este 8 de marzo
¿Dónde poner el énfasis en esta fecha de conmemoración y reflexión sobre las mujeres y nuestras muy diversas condiciones de vida? ¿Dónde posar la mirada? ¿En los avances o en los retrocesos? ¿En los derechos que se conquistan o en las demoras para transformar de manera concreta las vidas de tantas niñas, adolescentes, mujeres?
Ninguna conquista es definitiva: con largos años de lucha se transformó de manera profunda el reconocimiento de nuestros derechos por parte del Estado que comenzó a saldar la deuda de ciudadanía primero con las mujeres y de manera mucho más reciente con las personas trans y travestis excluidas de las condiciones más básicas de igualdad. Pero el mismo avance se pone en riesgo cuando recibe el constante desafío de las experiencias cotidianas, condicionadas por la ineficacia de los esfuerzos del Estado para dar respuestas frente a las reiteradas vulneraciones de derechos.
El mismo avance se pone en riesgo cuando recibe el constante desafío de las experiencias cotidianas, condicionadas por la ineficacia de los esfuerzos del Estado para dar respuestas frente a las reiteradas vulneraciones de derechos.
Es importante detenerse en las conquistas y celebrar la construcción colectiva; valorar los esfuerzos genuinos de instituciones y personas que mueven las barreras en el mundo público y privado; que aceptan el desafío de gestionar en el marco de la inercia de la burocracia estatal, en todos los poderes del Estado y en todos los niveles de gobierno. Pero es imprescindible cuestionar las resistencias, denunciar las falencias, superar la indiferencia y resistir la resignación.
Llegamos a este 8 de marzo con una cantidad de femicidios que no cede, con denuncias de violencias por razones de género que no encuentra respuestas suficientes de la justicia ni de las políticas públicas en distintos puntos del país; con un impacto de la desocupación y la informalidad en el empleo que golpea especialmente a las mujeres y a los hogares monomarentales empobreciendo a la niñez y condicionando su desarrollo. Llegamos con un acceso dispar al cuidado de la salud, a los derechos sexuales y reproductivos; con instituciones que se resisten no solo a incluir una agenda de igualdad sino también a incorporar a mujeres en los espacios de decisión desafiando obligaciones concretas de aplicar acciones afirmativas.
Las resistencias no son de forma: son de fondo. Es la resistencia a cumplir con sus obligaciones pero también a mirarse críticamente hacia adentro (en sus responsabilidades públicas pero también seguramente en sus vidas privadas, porque lo privado también es político). Los cambios, para ser duraderos, tienen que ser profundamente honestos.
Hace pocos días nos conmovimos como sociedad ante el horror de una violación sexual perpetrada en grupo contra una joven, con una pretensión de impunidad tal que les permitió creer que se podía hacer a la luz del día y en la vía pública. La reacción de las personas que vieron el hecho lograron detenerlo, buscaron proteger a la joven y retener a los agresores hasta la llegada de las fuerzas de seguridad. Pero el horror colectivo que sentimos no alcanza para transformar las condiciones que permiten que esas situaciones sigan pasando. Tan públicas y evidentes como esa, pero también tan privadas y esquivas a la protección del Estado como las que viven a reiteración niñas, adolescentes, mujeres, trans y travestis en todo el país.
El desafío y la gran cuenta pendiente es fortalecer las condiciones para el ejercicio de la autonomía. Para eso, es preciso impulsar cambios estructurales, normativos, culturales y de distribución de recursos.
Mientras la distribución del tiempo y las horas que las mujeres dedican al cuidado de todos los integrantes de sus familias siga siendo tan desbalanceada se mantendrán sus limitaciones para insertarse de manera más sostenida en el mercado de trabajo formal, que les seguirá reservando las ocupaciones más precarias, intermitentes y desprotegidas. Eso tiene un impacto no solo en sus condiciones de vida actuales sino también futuras, ante la vejez y la enfermedad. Por eso se debe garantizar una distribución de recursos públicos equitativa, con perspectiva de género que se ejecute de manera transparente y que contribuya a transformar estas desigualdades. Para lograrlo, la participación social, política y económica de las mujeres en toda su diversidad es una precondición necesaria, aunque sabemos que no suficiente. Lo que sí sabemos es que con decisores políticos tan homogéneos, tan parecidos a sí mismos, tan poco representativos de los intereses y las experiencias de vida de la ciudadanía que deben representar, difícilmente se logre el objetivo.
Compartamos el horror ante la vulneración extrema de los derechos de nuestras compañeras, nuestras familias, nuestras congéneres. Y al mismo tiempo que nos miramos hacia adentro, que cuestionamos nuestros propios espacios de influencia, reclamemos con fuerza sostenida las responsabilidades que el Estado, en todo su conjunto, todavía debe abordar.
La autora es abogada, Directora Ejecutiva d ELA - Equipo Latinoamericano de Justicia y Género.
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