La Iglesia Católica y el Golpe de Estado en Bolivia
“Ipso facto, ahorrando formalismos”. Esas son las palabras que se usaron el 12 de noviembre de 2019 para consumar el golpe de Estado contra Evo Morales. Así lo confesó monseñor Ricardo Centellas, a nombre de la Conferencia Episcopal boliviana, en un comunicado leído el viernes 19 de marzo. La frase es simple y brutal a la hora de entender por qué una vicepresidenta segunda del Senado, representante de una fuerza política minoritaria en Bolivia, con un largo prontuario de posiciones racistas contra a la mayoritaria población indígena del país, fue investida con la banda presidencial en un oscuro cuarto del Palacio Quemado -el viejo palacio de gobierno que había caído en desuso en 2018-, y de la mano de un general en uniforme de combate.
Esos “formalismos” escamoteados a los que se refiere despectivamente el Monseñor son los de la Constitución Política del Estado (CPE), madre de todo el ordenamiento normativo del país, que en su artículo 169, de manera innegociable, que en democracia, y para garantizar la democracia, establece que el orden de sucesión presidencial recae exclusivamente del Presidente al Vicepresidente; a falta de éste, en el presidente de la Cámara de Senadores; y a falta de este en el presidente de la Cámara de Diputados. Se trata de una estructura de transmisión de mando constitucional cerrada a cualquier tipo de interpretación y sin ninguna ambigüedad, precisamente para garantizar el respeto al voto mayoritario de la población y a su representación numérica expresado en la elección de sus principales autoridades
No es un “formalismo” más, con el cual limpiarse la nariz como lo hace la jerarquía católica, a no ser que precisamente se esté ante una conjura violenta contra el ordenamiento democrático del país. Claro, la lógica de la Asamblea Constituyente del 2008, al redactar esta norma fue que el mando del país, ante cualquier eventualidad, siempre recaiga en autoridades portadoras del voto mayoritario de los electores. El artículo impide imperativamente el pervertido manejo político de décadas anteriores, cuando las minorías políticas, por componendas entre las fuerzas que habían perdido la elección, llegaban sin embargo a gobernar: así Jaime Paz Zamora, candidato del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), que en las elecciones de 1989 había salido tercero, llegó a la presidencia gracias al apoyo en el Congreso del ex dictador Hugo Banzer (1971-1978). Según la nueva CEP, a la organización política que obtenga la mayoría del apoyo electoral, le corresponderá directamente la Presidencia y Vicepresidencia del Estado; a la organización que tenga mayor número de senadores elegidos por departamento, la presidencia del Senado, y a la organización que obtenga mayor número de diputados por circunscripción uninominal y plurinominal, la presidencia de la Cámara de Diputados. Y cuando tenga que proceder la sucesión constitucional, el mando democrático siempre recaerá obligatoriamente sobre la fuerza política con mayor votación y representantes en uno de los tres niveles de la jerarquía estatal. De ahí que, “ahorrarse” ese “formalismo”, era simplemente asesinar a la democracia.
Esta lógica del ordenamiento normativo que garantiza el gobierno democrático del país a las mayorías a través de sus representantes nacionales y territoriales electos, continúa en el Reglamento de la Cámara de Senadores, en su artículo 35 establece que la Presidencia del Senado y la primera Vicepresidencia corresponden al bloque de mayorías, es decir a los que obtuvieron mayor número de senadores en el país; la segunda Vicepresidencia, el lugar que ocupaba Jeanine Áñez, al bloque de minorías. En el marco de la Constitución y la democracia era metafísicamente imposible que la segunda vicepresidenta del Senado, lugar de las minorías, pueda ocupar el lugar de las mayorías, esto es, la presidencia del Senado. A no ser, claro, que de por medio estén la espada y la biblia para “ahorrar formalismos”, es decir, dar un golpe de Estado.
Por si no fuera suficiente esta integralidad del orden jerárquico del Estado asentado en la lógica de gobierno de mayorías, el artículo 75 del citado Reglamento señala que, para convocar a una sesión de la Cámara de Senadores, el quórum obligatorio para instalar la sesión es el de la mayoría absoluta de sus miembros, es decir 19 senadores sobre un total de 36. Los partidos opositores apenas tenían 11 senadores -9 del Movimiento Demócrata Social (UD) y 2 del Partido Demócrata Cristiano (PDC)-, por lo que no importaba cuántas invocaciones se hicieran al cielo, era imposible convertir 11 senadores en los 19 que la cámara necesitaba para sesionar. Y si sesionaba con el quórum la única ruta democrática y constitucional que había era elegir a un nuevo o nueva presidenta del Senado del bloque de mayorías, en este caso del Movimiento al Socialismo (MAS) que tenía 25 senadores, para que luego, inmediatamente asumiera la Presidencia del Estado. Pero esto significaba echar por la borda el financiamiento de paramilitares que quemaron Órganos Electorales departamentales, olvidarse de los jugosos sobornos empresariales a los comandantes de las FFAA y la Policía, desoír los inmorales rezos delante las puertas de los cuarteles y atragantarse los relatos de fraude con el que los opositores, tras la caída en las encuestas en enero de 2019, habían encubierto su insuperable condición de minorías derrotadas.
“Pero para qué tanta Constitución, democracia, leyes y lógica de mayorías”, exclamó alguno de los conjurados de la “católica” ese fatídico 12 de noviembre. Allí estaban los dirigentes opositores Samuel Doria Medina, Carlos Mesa, Jorge Quiroga y otros. Y a falta de inteligencia y convicción democrática sobraba odio racial y revanchismo violento. Así que “ipso facto, ahorrando formalismos” según el Monseñor, 11 senadores opositores ahora serán más que 19, y las minorías serán declaradas, Dios mediante, “mayorías”, gracias al poder de las armas y los rezos emperifollados.
Ciertamente este “milagro” no resiste la prueba de consistencia aritmética de los sumerios ni mucho menos tiene un átomo de democrático o constitucional. Pero así sucedió; sobre el poder de las bayonetas, Áñez, que por voto popular y norma constitucional solo podía leer la correspondencia de la Cámara, ahora entraba por la ventana al Palacio de Gobierno para recibir una espuria banda presidencial y ser escoltada por una cofradía de uniformados desleales a su institución y a la democracia. Los que nunca pudieron ganar elecciones nacionales, ahora eran gobierno; los eternos derrotados por el voto popular, ahora ganaban parapetados detrás de tanquetas. Al día siguiente, “ipso facto, ahorrando formalismos”, el odio y el racismo se enseñoreaban para cobrar venganza de unos indios alzados que se habían atrevido a ser gobierno. A falta del indio presidente para ser linchado, se quemaban wiphalas en La Paz y Santa Cruz, en tanto que en Cochabamba, los nietos de los hacendados se encargaban de expulsar cholas de la ciudad. Se iniciaba el año infame.
Hay, empero, que ser justos; el método “ipso facto” no es un invento enjundioso de Monseñor. Ya lo empleó Torquemada en 1485 para deshacerse de conversos y de bibliotecas “peligrosas”. La economía de “formalismos” políticos los practicó también con notable eficiencia Fray Vicente, doctrinero de Pizarro, que a decir de Waman Puma, en su magistral Nueva corónica y buen gobierno, dio la señal para que las tropas españolas, “ipso facto”, se lanzaran a “matar indios como hormigas” en Cajamarca, en 1532; y todo porque supuestamente “estaban en contra de la fe” católica.
“Ipso facto, ahorrando formalismos”, fue también el ideario que guió a Himmler para instaurar campos de exterminio que, con métodos “expeditos” y sin ataduras legales mataron a más de 12 millones de judíos y comunistas durante la Segunda Guerra Mundial.
En fin, este desprecio por los “formalismos” de la democracia, la dignidad de la vida, de la tolerancia y el respeto a la voluntad de las mayorías sociales, es propio del fanatismo ideológico, el racismo político y el fascismo. Pero, aún queda pendiente la pregunta sobre por qué una jerarquía de una institución religiosa tan importante haya avalado una brutal violación de la democracia y la lógica constitución de mayorías, cuando muchos de sus párrocos de base, que si comparten el dolor del feligrés, han luchado por la democracia y la igualdad. Y quizá la respuesta la tenga otro Monseñor que fue delegado a la Constituyente, como los viejos cruzados de Urbano II en el siglo XI, para hacer retroceder a los constituyentes “impíos” que querían separar la iglesia del Estado. La laicidad del Estado que al final resultó, les pareció una afrenta tan diabólica como aquella implementada por el mariscal Antonio José de Sucre al expropiar los bienes de la Iglesia. “Si para ustedes es patria o muerte –señaló ahora el Monseñor- para nosotros es Iglesia o muerte”. Y ciertamente lo fue. El 14 de noviembre, “ipso facto, economizando formalismos”, la biblia de Fray Vicente entraba a palacio con su estela de muerte de indios y de democracia por igual.
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