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OPINIÓN

Indignaciones

Indignarse

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Las redes sociales son -aunque no son sólo eso- una vitrina perfecta para exponer y exponernos, para narrar y narrarnos -como suele analizar Ingrid Sarchman con precisión-, para actuar y sobreactuar. Si bien cada una pareciera tener una lógica distinta, lo cierto es que hay cuestiones que se derraman y avanzan como lava ardiente: tomándolo todo. En ese sentido, ciertas cosas pasan no sólo en las redes sociales, sino que su modo ha desbordado hacia “afuera”. Y hasta se podría decir que ya casi no hay afuera de las redes sociales: han producido una nueva subjetividad. La escena pública se tensiona y se crispa y son muchas las veces en las que nos sentimos conminados a opinar, a decir, a expresar y a reaccionar. En ese contexto no hay tiempo para pensar, ni para desbrozar las distintas capas de complejidad con las que algunos asuntos están tramados.

En el fervor y en la urgencia de los asuntos, en las redes sociales, día a día se configuran temas alrededor de los cuales se congrega una masa apasionada, una masa hinchada, explosiva y dispuesta a una de las pasiones más tristes: la indignación. De hecho, hay un chiste que surge cada tanto en tuiter en forma de pregunta: “¿con qué hay que indignarse hoy?”. Efectivamente: es tan pero tan rápida la ola de indignación, que termina por ser efímera. Viene, arrasa, aplasta, se lleva puesto todo y se va. Hasta que llega la siguiente. Un mar picado en el que es muy peligroso meterse. No hay brazada, ni forma de mantenerse a flote. Si se entra ahí es para ahogarse o para naufragar. A veces es muy difícil mantenerse al margen, incluso aunque no se participe activamente de esa masificación.

Más allá de las estridencias de las redes, me interesa la figura de la indignación: ese sentimiento siempre a mano. En tiempos de exaltación del Yo, de infatuación -ese delirio de la pretensión de ser-, de imposturas y de mostración constante, la indignación está a la orden del día. Pulula por todos lados y se encarna en el gesto del dedo levantado: siempre hacia allá, hacia el otro, hacia el objeto. Es un gesto doble: señala al objeto indigno y se preserva a sí mismo como sujeto digno. Uno de los principales problemas es que el dedo levantado hace sombra sobre lo que de indigno poseemos nosotros mismos. No se trata de contradicciones, esas que todos tenemos, sino, muchas veces, de hipocresía y de negación. De deshonestidad y de ponerse caretas. Eso cuando se actúa, cuando se sobreactúa. Cuando alguien decide narrarse a sí mismo en la esfera pública editándose, eligiendo adrede sus causas. Pronunciándose con indignación sobre algún hecho. Mostrando solamente su lado A, su frente limpia, su vitrina impecable. Una foto editada, pasada por el filtro del bien, en la que no se van a ver los muertos del placard, ni la suciedad de la habitación. Es un modo de silenciar todo eso que nos hace ruido de nosotros mismos. Un dispositivo que sirve solamente para adormecerse, tranquilizarse y anestesiarse. Un dispositivo que impide ver más acá del dedo. Una práctica que termina por redundar y reforzar el individualismo y que nada tiene que ver con lo común. Una manera de desentenderse de la escena, de creerse siempre a salvo. Una manera de propiciar, por qué no, que la escena siga igual, con esa distribución: el indigno siempre es el otro.

Es la clase de indignación que suele mencionar Daniel Molina cada tanto, citando a McLuhan: “La indignación moral es la estrategia del imbécil para parecer digno".

Esa indignación reduce y recorta el mundo, lo degrada y lo empequeñece. Le quita matices y dobleces, le quita la opacidad, pero también lo luminoso. La indignación es un trapo lleno de lavandina que se pasa a sí mismo el indignado para mantenerse limpio y sin contaminaciones. Responde a una pretensión necia y dicotómica de que el mal y el bien podrían delimitarse quirúrgicamente. Es un tipo de indignación vacua en sí misma, pero que también vacía el espacio público y termina por despolitizarlo todo. Esa clase de indignación sirve a un alma bella: esa que, parafraseando a Lacan, se desentiende de su lugar en eso que denuncia (“He subrayado desde hace mucho tiempo el procedimiento hegeliano de esa inversión de las posiciones del «alma bella» en cuanto a la realidad a la que acusa. No se trata de adaptarla a ella, sino de mostrarle que está demasiado bien adaptada, puesto que concurre a su fabricación”, dice Lacan). Esa posición del que se autopercibe afuera y, entonces, no tiene nada que hacer. Es una posición que lleva a que todo siga igual. Nada de lo denunciado es tocado, ni revisado, ni modificado. Ese señalamiento conlleva pasividad a la hora de revisar las propias prácticas, porque creer que uno es siempre digno, resulta narcotizante. Se trata, como dice Florencia Angilletta, de “buenas maneras de decir”, pero que después no se condicen con las formas de hacer -alguien denuncia indignadamente la opresión sobre el género, pero “no advierte” que no le ha pagado los aportes a la empleada que trabaja en su casa, etc.-. Es la clase de indignación que suele mencionar Daniel Molina cada tanto, citando a McLuhan: “La indignación moral es la estrategia del imbécil para parecer digno”. Una indignación así sólo refuerza el cinismo, la hipocresía y la negación. Cuando el indignado advierte que él no está muy lejos del indigno al que denunció de esa manera, emerge la ira, la que aparece cuando, como dice Lacan, las clavijas no encajan en los agujeritos.

Pero a veces la indignación no es algo voluntario, según entiendo, ni actuado ni sobreactuado. Lo embarga a uno aunque uno no quiera. Lo agarra, lo aprieta, lo entumece y lo fija, lo rodea y lo ahoga, lo paraliza y lo mete en una máquina infernal. La indignación también se padece, es una pasión -triste pero pasión al fin-. Esa, quizás, es la que puede tener consecuencias más interesantes en la medida en que intentemos hacerla jugar de otro modo. En el plano de lo particular, cuando en un análisis intentamos desentrañarla, desbrozarla, pensar de qué está hecha. Cuando en un análisis advertimos que nuestra indignación con otro tiene que ver con que algo de ese otro tocó algo nuestro, que no era tan ajeno como creíamos. Lo que hacemos en un análisis funciona, muchas veces, contrarrestando las indignaciones y poniendo a jugar otra cosa. Un análisis nos encauza en otra dirección más vital, mucho menos mortífera e impotente que la que nos mete la indignación.

A su vez, esa dimensión particular tiene consecuencias en lo común. No está apartada de la comunidad, no es individual, ni es en soledad. Un análisis tiene consecuencias en la polis porque no está fuera de ella. Y tiene consecuencias también, pienso ahora, de esta forma en la que lo concibe Merleau-Ponty: “El psicoanálisis no está hecho para darnos, como las Ciencias Naturales, relaciones necesarias de causa y efecto, sino para indicar las relaciones de motivación que simplemente son posibles” (gracias a Juan José Martínez Olguín por la referencia y por la traducción). Y además porque, como dice Lacan, “la posición del psicoanalista no deja escapatoria, puesto que excluye la ternura del «alma bella»”. Es por eso que hay una amalgama, ahora, en esto que estoy pensando, entre ese modo de tratar la indignación en lo particular y la posible forma que puede cobrar la indignación en lo social. Quiero decir: en ambos lugares se trata de hacer de la indignación otra cosa que impotencia, otra cosa que algo mortífero, otra cosa que inacción, otra cosa que enojo, otra cosa que infierno y pasión triste. La indignación puede resultar en algo transformador, que modifique las condiciones y posibilite algo. Que nos despierte y saque los cuerpos del entumecimiento. Pero no puede producirse sin una articulación común, sin una articulación de lo común.

Nicolás Freibrun escribió en El malestar en la democracia: “Si la vitalidad democrática supone la dimensión performativa de los lenguajes políticos, una esfera pública saturada, donde ya no importan el contenido de lo dicho, ni los límites de lo decible, ni la legitimidad entre verdad y mentira (cuestión que interesó a Hannah Arendt y a Jacques Derrida tiempo antes de que aparecieran las fake news), se degrada. La queja, el resentimiento, el odio o la apatía son nociones de baja densidad política que, sin embargo, hoy pueden articular algún sentido político. Son el signo de un malestar en la democracia que, si no se lo contiene política e institucionalmente, tienden a proyectar sus pulsiones más destructivas sobre la sociedad”. A esas nociones que el autor nombra, podríamos agregar la indignación (pensemos, por caso, en el movimiento de los indignados de España). Se trata de hacer algo que no vaya en dirección del aniquilamiento de la voz del otro -vía la denuncia indignada y vacía y efímera de las redes-. Como dice Angilletta: “Estamos en un momento del mundo y de nuestro país tan problemático que requiere y amerita seguir pensando y no taponar los debates”.

Entre indignación e indignación, pasó la pandemia. Pero sus efectos, por más que queramos no verlos, están acá. Entre muchos de sus efectos, está sucediendo el vaciamiento de ciertos espacios públicos -universidades, oficinas públicas, etc-. Como si la formación de un estudiante, por ejemplo, no pasara también, y sobre todo por la presencia en las aulas, los viajes ida y vuelta a la facultad -aunque sea lejos-, los encuentros, la fatiga, la incomodidad, el compañerismo, el lazo con otros, los pasillos. Por eso me gustó mucho lo que escribió Camila Muiños: “habrá que ver de qué acción de lucha colectiva es capaz esta vez nuestra generación de trabajadores, tan desarticulada, que cursa virtual y hace home office”. Creo que ahí radica la cuestión, la pregunta que hay que tratar de sostener, cómo podremos hacer de la indignación -después de la pandemia- otra cosa que un Alma bella, cómo podremos hacer de la indignación un asunto con consecuencias.

AK

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