Contra el resto del mundo
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Opinión
Jueces de internet
De chiquita, acompañaba a la peluquería a mi mamá con bastante frecuencia. Era una típica peluquería de barrio con una comparsa de clientas tan fija como el staff de peluqueros que atendían. Me parecía un plan embriagador: a los vahos provenientes de secadores y sprays se sumaba el cotilleo de mujeres que no se privaban de todas las guarangadas que en casa se escatimaban. Divorcios, amoríos, cuernos, problemas de trabajo, dietas, moda, best sellers, precios de paquetes vacacionales, astrología, cosmética, comida y de nuevo divorcios, cuernos y amoríos. Pese a que mi compresión de las tramas era limitadísima, resultaba claro que mucho de lo que se hablaba tenía que ver con personas que no estaban.
Las oraciones que arrancaban con un “ella es” o un “él es” casi siempre terminaban en una definición peyorativa. Los y las ausentes eran juzgados sin piedad ni vergüenza con esos insultos tan caros a mis ávidos oídos infantiles. No sé si por darme un buen ejemplo o porque hablar mal de otros le parecía, de corazón, una pedorrada, mamá no se enganchaba más que con lo de las dietas, la ropa, las vacaciones y los problemas de trabajo.
Una tarde, mientras miraba a una de las clientas afanada en hablar mal de alguien, sintió la obligación de darme una explicación o sermón, o las dos cosas. Dijo que la maledicencia (palabra desconocida para mí en aquel momento) podía ser divertida, pero era, sobre todo, cobarde e inútil.
No me importó. Seguí gozando de cada visita a la peluquería hasta que crecí un poco, dejé de acompañarla y gocé mucho más de quedarme sola en casa probándome su ropa sin permiso. Pero la maledicencia no era patrimonio exclusivo de las clientas de aquella peluquería y en los ámbitos a los que acompañaba a papá, generalmente asados, también se estilaba. Eran unos señores bastantes elegantes y pudorosos que no puteaban frente a mí, ni consignaban romances (tal vez sí, separaciones), pero se despachaban a gusto defenestrando políticos, analistas políticos, periodistas, intelectuales, jefes y compañeros de trabajo. Aunque los temas podían parecer menos chatos que los de la peluquería, eso del juicio negativo sobre alguien que no está, en mi percepción, equiparaba los dos escenarios. Los terceros aludidos mediante burlas y agravios me parecían presencias fantasmagóricas, inhabilitadas para la réplica, calladas a su pesar.
De lo analógico, a lo digital
Cuando a los ocho o nueve vi a papá bajarse del auto dispuesto a agarrase a trompadas en con otro conductor pensé, quizás por primera vez, en el terror que puede traer poner el cuerpo en una situación de conflicto. Cuando a los diez vi a mamá ganar con argumentos muy sólidos una trifulca con una funcionaria pública que pretendía cobrarle algo injustamente, entendí mejor lo de la cobardía y la inutilidad de eludir el cara a cara con lo que había insistido en el sermón de la peluquería. Como pasa con las memorias de infancia, es difícil ahora distinguir cuánto hay de construcción posterior en lo que recuerdo, al tiempo que es muy fácil ver como muchos de estos procedimientos sociales fueron pasando a la vida virtual, haciéndose visibles para una platea mucho mayor que la de un asado o una peluquería.
Amparados por la distancia y los likes de quienes disfrutan, como yo en la infancia, del cotilleo y la calumnia, cientos de miles de usuarios gastan sus horas en dar opiniones negativas sobre personas o grupos de personas que a veces ni siquiera se enteran y, a veces, salen muy perjudicadas, como con los escraches.
“En las redes son todos jueces, yo prefiero ver el crimen” es una de las tantas metáforas con las que Diego Capusotto (que no usa redes) reflexiona sobre este problema en el marco de unas entrevistas en vivo que venimos haciendo desde que aflojaron las restricciones de la pandemia el año pasado. Y fue justamente durante la pandemia que tuvo enclaustrados frente a sus dispositivos a todos los que tenemos dispositivos y lugar donde enclaustrarnos, cuando más abusamos de emitir sentencias o, como dice mamá, de “tirar mierda” bajo distintos pretextos. Surgieron cientos de miles de peleas sobre sanitarismo, editadas y seguidas de bloqueos imposibles de ejecutar en la vida física. Los mandatos covideanos explotaron en nuevos juicios, prejuicios y agresiones consumados en un limbo de tuits y posteos. Se estigmatizó a quienes no los cumplieron con sumisión y, del otro lado, a quienes cumplieron rigurosamente. Nuevas jergas aparecieron de un lado y del otro (runners, antivacunas, rebaño, covidiotas, etc) como buscando normalizar aún más los linchamientos virtuales que sólo un tiempo atrás se daban a partir de otros temas como el aborto, o las teorías de género. La polarización repitiéndose en cada ítem de una agenda impuesta desde los medios masivos, en cada acontecimiento importante como una peste o una guerra o en la trillada pero vigente grieta. Votantes, candidatos, funcionarios, operadores, militantes, activistas, opinólogos, gurúes, traficantes de chismes, chupamedias, comunicadores, periodistas e influencers hablando mal de rivales concretos o imaginarios, montados en las propias palabras, girando en falso, sin otra vocación aparente que confrontar. Ni los tribunales ad-hoc traccionados a fuerza de capturas de pantalla, ni los debates cargados de veredictos ad-hominen alcanzan para bajar la fiebre del bardeo on-line. Al contrario.
Magnificados a una escala inverosímil en los años de mi infancia, la maledicencia, el debate estéril y el prejuicio están en un apogeo gracias al esfuerzo constante de los jueces de Internet en los que parecemos amar transfigurarnos. Apenas ponemos el cuerpo en un ámbito que no sea propio ni nos arriesgamos a la espontaneidad, pero nos precipitamos a tipear los pocos caracteres con los que definimos en qué se equivocan los otros, y cuánto. Tal vez aspiremos a fundirnos con el celular o la computadora, como androides con birrete.
NG
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