Literatura y Paz: dos Premios Nobel 2024 asiáticos y contrastantes
Para sorpresa de nadie, todos aplaudieron a la novelista Han Kang cuando anunció que “mientras la gente muere en las guerras” ella no celebrará el Premio Nobel que este 22 de octubre le otorgó la Academia Sueca. Por primera vez desde 1901 había tocado el Premio literario anual mejor pago del mundo a la Literatura en lengua coreana. La premiada hizo saber su voluntad de abstenerse de festejos como una especie de ventrílocua. Le sirvió de portavoz su padre, Han Seung-won. “Me dijo que con la guerra arreciando y gente muriendo cada día, ¿cómo podemos tener una celebración o dar una rueda de prensa?”, comunicó el octogenario mensajero en la rueda de prensa que su ilustre hija lo envió a cancelar.
Todos los años, cuando alguien recibe de la Academia Sueca el condenado Premio Nobel de Literatura –que el poeta inglés Robert Graves llamaba “el beso de la muerte”– tiene la oportunidad única de decir algo que será escuchado en el mundo entero.
¡Tiene razón, la Nobel! El lenguaje puede ser tan violento… baste pensar en expresiones como limpieza étnica, genocidio o apartheid. Por algo existen las generalizaciones –“gente que muere en guerras”–, los eufemismos y, mejor aún, el silencio. ¿Cómo pensar en ruedas de prensa con tanto que denunciar? No seamos insensibles. Hay que aplaudir a Han Kang. Ya era hora de que alguien se pronunciara contra la interminable sucesión de conflictos bélicos en todas las sociedades desde el mesolítico y contra la finitud de la existencia humana. La imaginamos permanentemente enlutada. ¡Siempre hay hambrunas, pestes, miseria, siempre muere gente en guerras! ¿Hasta cuándo? ¡La gente sigue muriendo desde hace milenios cada día! De hecho, para ser coherentes, no deberíamos celebrar nada nunca.
Tras la Literatura coreana, la Paz japonesa
Al día siguiente del anuncio del Premio Nobel de Literatura surcoreano fue anunciado el segundo Premio Nobel extremo-oriental 2024: el Premio Nobel de la Paz japonés.
Las palabras del hibakusha Toshiyuki Mimaki, copresidente del grupo Nihon Hidankyo, al recibirlo en nombre de los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, no podrían haber diferido más de las declaraciones de Han Kang.
Toshiyuki Mimaki estaba jugando delante de su casa el 6 de agosto de 1945 –año 20 de la era Showa–, cuando, por orden del presidente demócrata norteamericano Harry Truman, la muerte nuclear fue arrojada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima.
El hibakusha premiado Nobel 2024 me hace pensar en otro hibakusha, el mangaka Keiji Nakazawa que murió de cáncer en 2012. Pienso en Hadashi no Gen, su magnum opus, en cuyas páginas vemos cómo Hiroshima se congela en negativo durante un minuto interminable, mientras por sus calles destruidas pasa el macabro desfile de los zombis, cubiertos con guiñapos de su propia piel, los ojos colgando de las cuencas vacías, derretida la cara, perdida el habla, capaces ya solo de repetir agua o balbucear sonidos inarticulados.
El Premiado vio un destello repentino en el cielo. El niño Toshiyuki Mimaki solo tenía tres años y medio de edad, pero hay cosas que jamás se olvidan. Todos conocemos algo de ese siniestro episodio de la historia reciente. Los gritos de los carbonizados, atrapados entre escombros en llamas. Pienso en otro hibakusha, el mangaka Keiji Nakazawa que murió de cáncer en 2012. Pienso en Hadashi no Gen, su magnum opus, en cuyas páginas vemos cómo Hiroshima se congela en negativo durante un minuto interminable, mientras por sus calles destruidas pasa el macabro desfile de los zombis, cubiertos con guiñapos de su propia piel, los ojos colgando de las cuencas vacías, derretida la cara, perdida el habla, capaces ya solo de repetir agua o balbucear sonidos inarticulados.
La voces del silencio y las lenguas que hablan
Algunos medios citan in extenso el anuncio de no-celebración de Han Kang, la Nobel doliente: “con las guerras que se libran entre Rusia y Ucrania, Israel y Palestina, con muertes que se registran todos los días, no podía celebrar una conferencia de prensa”. En mi supina ignorancia, ¡yo hubiera creído todo lo contrario! ¿No es gracioso? Espero que los lectores no sean tan ilusos como esta servidora. Menos mal que a mí nunca me darían el Nobel de Literatura. No me lo darían, en primer lugar, porque nadie me conoce; pero si me conocieran, menos: la Academia Sueca nunca mete la pata.
Salvo excepciones, claro. Como cuando en 1964, sesenta años atrás este octubre, le otorgaron el Premio a Jean-Paul Sartre, y el dramaturgo y novelista francés autor de Las moscas y La náusea lo rechazó.
O, peor, como se lo otorgaron a Harold Pinter, que lo aceptó. Porque lo de Sartre fue un bofetón, pero quedó como una caricia al lado del Discurso de aceptación del dramaturgo inglés oído en Estocolmo en 2005. Y es que, lejos de callar como Han, Pinter habló. Y dijo, entre otras cosas:
“Como bien sabe cada uno de los presentes, la justificación para invadir Iraq fue que Saddam Hussein poseía armamento sumamente peligroso de destrucción masiva, gran parte del cual podía accionarse en cuarenta y cinco minutos para causar una devastación sin límites. Nos aseguraron que ésa era la verdad y no era verdad. Nos dijeron que Iraq tenía relación con Al Quaeda y que era corresponsable de las atrocidades del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Nos aseguraron que ésa era la verdad y no era verdad. Nos dijeron que Iraq amenazaba la seguridad del mundo. Nos aseguraron que ésa era la verdad y no era verdad”.
En su Discurso de Estocolmo, el dramaturgo inglés Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura de 2005, dijo entre otras cosas: “Aquel hombre en extremo valiente, el arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba misa en la capilla de un hospital. Se estima que murieron setenta y cinco mil personas. ¿Por qué las mataron? Porque creían que era posible vivir de una mejor manera y que podían lograrlo”,
Pinter continuó hablando de la “enorme trama de mentiras que nos rodea” y de los crímenes –los llamó así, crímenes– perpetrados por el gobierno EEUU alrededor del mundo. “Aquel hombre en extremo valiente, el arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba misa en la capilla de un hospital. Se estima que murieron 75 mil personas. ¿Por qué las mataron? Porque creían que era posible vivir de una mejor manera y que podían lograrlo”. La invasión de Irak fue un acto de terrorismo de Estado para consolidar el control militar y económico de EEUU en Medio Oriente, acto responsable de la muerte y mutilación de miles de inocentes, prosiguió Pinter. “¿Cuántas personas hay que matar para alcanzar la clasificación de genocida y criminal de guerra?”, preguntaba el dramaturgo.
La literatura que libera las palabras de la gran trama de las mentiras
El discurso de Estocolmo de Harold Pinter está completo en línea. Ser escritor, como sabía este Premiado modelo 2005, es liberar las palabras de la “gran trama de mentiras”, volverlas reveladoras en lugar de encubridoras. Las generalizaciones vacías y los eufemismos están bien para los políticos y los abogados.
Cuando un escritor recibe de la Academia Sueca el condenado Premio Nobel de Literatura –que Robert Graves llamaba “el beso de la muerte” (porque quien lo acepta, según el poeta inglés, nunca vuelve a escribir nada valioso)–, tiene la oportunidad de decir algo que será escuchado en el mundo entero. Al hablar de asuntos tan graves como los que, según declara ella misma, abruman a Han Kang, conviene evitar imprecisiones. Una guerra entre dos bandos requiere dos ejércitos; si uno de los dos no lo tiene, es una masacre, o un genocidio. Y, en ese caso, la gente no muere: es asesinada. Etcétera, etcétera.
Todos sabemos que es difícil llamar a las cosas por su nombre, pero una Nobel de Literatura podría hacer un esfuerzo.
Al recibir la noticia de que les habían otorgado el Premio Nobel de la Paz 2024 a una asociación militante anti-nuclear de sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki de la que es co-presidente, el hibakusha Toshiyuki Mimaki pareció extrañado, casi decepcionado. Pero habló. “Es la gente de Gaza la que merece este reconocimiento”, opinó, modestamente. Las imágenes de los niños en Gaza, cubiertos de sangre, en brazos de sus padres, me recuerdan a Japón hace ochenta años, dijo, y se le quebró la voz. Enojó al Embajador de Israel en Tokio: lo acusó de distorsionar los hechos históricos y deshonrar la memoria de las víctimas de la bomba atómica. Pero todos hemos visto a Shaaban al-Dalou arder hasta la muerte, envuelto en llamas, atrapado entre carpas incendiadas alrededor del Hospital Al-Aqsa y sabemos que el hibakusha no miente. Muchas gracias, Toshiyuki Mimaki, por la humanidad y la nobleza. Honor al que habla.
AGB
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