De luces y centauros
Ya internado, le aplicaron el suero equino. Horacio se dirigió a Liliana como afirmando y preguntando a la vez: “pero me voy a transformar en un centauro…”. La humorada borró de un plumazo a los equinos más mortales, reservándose para sí un destino mitológico que a su vez expandía una trama simbólica sobre la que uno podría detenerse un rato.
No habría de mutar en uno de los típicos centauros irascibles creados por los dioses para descargar violencias desde su mitad brutal. Más bien nos traería de vuelta a Quirón, aquel que por destino divino sería la excepción, el único centauro bueno entre sus pares bestiales.
Escribo y siento la mínima estatura de quien intenta explayarse sobre una idea, una palabra, un gesto.
Porque esa artesanía del pensamiento fue especialidad de González. Desde la pronunciación de un término cualquiera nos hizo recorrer siglos, geografías, banderas, anécdotas de reyes y plebeyos, de personajes y pueblos que sacaba del olvido con un toque de magia. Leyendas, imaginerías y verdades, luces y sombras del devenir de toda historia.
Por mencionar al buenazo de Quirón, recuerdo al Horacio manso que tuvo el coraje de pedir una mirada sobre la violencia política que desatara la Libertadora proscriptiva, y que llegara a su vértice más dramático hacia los 70. Ese pedido de objetividad incluía una certeza: allí donde hubo una bandera, una lucha y vidas entregadas y sesgadas, debiera haber también la nobleza de admitir el reconocimiento a un compromiso histórico.
Obviamente, al centauro manso le endilgaron apología de la violencia los centauros bestiales que están al acecho para seguir reprimiendo, para seguir con la misión que pareciera también mitológica de eliminar a quien persiste en su fidelidad a los destinos de un pueblo, de una Patria, de ciertas tres banderas que no se bajan. Ni siquiera pudieron activar su mitad humana para reconocer en Horacio al no violento que exhibía sus argumentos en los tiempos más álgidos de aquella violencia política.
La nobleza que Horacio pedía para considerar el paso por la historia de su generación, invita a otras noblezas, como las que de algún modo aparecen en quienes, desde un eterno disenso, tienen la dignidad de lamentar su partida y reconocer su luz.
Y el coraje de Horacio para ejercer el disenso entre sus pares, pinta al que piensa desde una estatura moral que no especula.
El martes me acerqué a su escritorio. No lo había hecho antes en recurrentes visitas. Vi un hermoso cuadro de Yupanqui, aquel señor que decía que siempre es mejor alumbrar que deslumbrar. Curiosamente, es un Yupanqui dibujado en negro, con ese rostro preocupado porque es el rostro de angustias milenarias y originarias.
Pensé en ese tono sombrío para quien alababa la luz y cuestionaba el destello. Y volví a Horacio, a su luz que no solo despejaba nuestras conciencias, sino que le daba claridad al amor por la Patria.
Recordé al Horacio criticado por los centauros bestiales, al que transitaba aturdido el período macrista, al que había abrazado un movimiento popular medio siglo atrás, al del exilio que nos hacía más fácil añorar la tierra desde la lejanía y, sobre todo, al de los ojos húmedos preguntándose y preguntándonos: ¿qué está pasando con la Patria?
La ausencia es una gran presencia cuando el que se va deja tanto.
Era entrar y verlo allá en el fondo del pasillo, sentado, callado, elucubrando. Y uno respetando ese mirar para adentro, pisando despacito hasta agarrar la guitarra sabiendo que el hombre reconcentrado habría de escuchar, como escuchaba el canto diario de la compañera, el de la gente que entraba con la misma sutileza para no interrumpir vaya a saber qué luz por salir a la luz.
Y si no estaba, no me acercaba a su lugar. No sé qué de algo misterioso, sagrado, encerraba ese escritorio que pedía una distancia respetuosa. Como si uno fuese a contaminar la sacralidad de un habitáculo que fuera para uno y nada más que uno y nada menos que ese uno tan ensimismado y tan plural.
El martes me acerqué. Aproveché su partida. Vano intento de ocupar su lugar, de apropiarme fugazmente de ese rincón imaginando su propia perspectiva. Su llavero, la billetera, los libros y fotos de gente entrañable. Vano pero amoroso intento de estar en su lugar, ser un efímero Horacio que ya no está en su sitio.
Me llamó la atención que tenía a mano un libro de Kierkegaard: El concepto de la angustia.
Hay que saber de las angustias, melancolías y dolores de un Horacio sensible. Un intelectual cuyo pedestal es su propio patriotismo. Porque supongo que en un patriota el amor y el llanto son inseparables de la batalla. Tiene que dolerte la tierra y esperanzarte su destino. Hay que tener las células más sensibles del alma abiertas a una canción, a un gesto antiguo de los pueblos, a una risa, a un poncho, un aroma de cocina, a la idea más alocada de cualquier joven de estos tiempos que nos obligan a adaptaciones cotidianas. En definitiva, a lo que suele denominarse cultura, y suele nombrarse como un ejercicio del pensamiento más que como un gesto compartido desde las entrañas colectivas.
Este señor González que se ha ido, ha alumbrado con ideas, corazón y vida. Y dejó que se le metan hasta los huesos las luces y desdichas de su pueblo.
Por eso está cerca y lo lloramos. Y lo iremos a extrañar mientras dure la memoria, esa memoria que fue objeto de sus desvelos para tener siempre desplegadas las banderas de patrias y pueblos fundidos en un continente de justicia y esperanzas.
Hasta siempre, querido compañero de un destierro y todos los sueños.
Me quedé con las ganas de escucharte hablar sobre Quirón y algunos dioses.
JF
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