Mito I: “Para que el país crezca hay que achicar el Estado”
Un mantra flota hace décadas en Argentina y frecuentemente se convierte en tema central de la discusión pública: “el Estado es demasiado grande”. Esta idea se proyecta, en general, desde los sectores dominantes y permea sobre un espectro amplio de receptores de las propias clases altas, pero también de los sectores aspiracionales medios y bajos. Peor aún, a veces la asumen una parte de los beneficiarios de las políticas de distribución del ingreso (disconformes, tal vez, con el lugar de asistido al que los reduce el régimen de acumulación vigente).
El objetivo de cuestionar la excesiva dimensión del Estado no es otro que orientar el poder político hacia la rebaja de las pretensiones igualitarias y el debilitamiento de la participación democrática de la ciudadanía con fines de justicia social. ¿Cómo se llevaría a cabo tal proyecto? A través de la “reducción del déficit fiscal”, es decir, el ensanchamiento del mercado y el achicamiento de ciertas actividades del Estado.
Esta receta se trató de conseguir en la Argentina a través de dictaduras, de la aplicación del Consenso de Washington y de la política neoconservadora del gobierno de Cambiemos (2015-2019). Sin embargo, los problemas de sobredimensionamiento nunca dejaron de plantearse. En parte, porque los sectores populares siguen movilizándose y luchando por políticas igualitarias; esta expectativa se basa, tal vez, en que es una sociedad que tiene memoria de la justicia social y cree que puede volver a alcanzarla.
En este conflicto hay un engaño de parte de quienes afirman la necesidad de “achicar el Estado”. En realidad, hay una parte que no enuncian: la diversidad de mecanismos de transferencia de ingresos que el Estado realiza hacia los sectores empresarios, es decir, no se trata de discutir el tamaño, sino de quién recibe las transferencias que se realizan desde el Estado. Por eso, la desarticulación del mito obliga a ciertas precisiones.
Primero, hay que echar por tierra la equivalencia entre la gestión de un país y la economía familiar. Para eso hay que distinguir qué noción de Estado se considera y qué parámetro permite hablar de su tamaño. Se puede entender al Estado como un conjunto de herramientas utilizadas para gestionar las relaciones sociales y económicas en un espacio territorial donde el ejercicio del poder político permite alcanzar ciertos objetivos. Esta definición debe considerarse en un marco histórico y social definido, aunque cambiante; así como encarnado en un gobierno específicamente constituido.
Luego es importante diferenciar las áreas en las que se desenvuelve el Estado. Según el sociólogo Juan Carlos Portantiero existen tres grandes esferas de acción: “La primera tiene que ver con los roles constitucionales, que garantizan la vida comunitaria: proveer a la defensa, a la seguridad interna, a la justicia, a la administración burocrática, al resguardo del medio ambiente […]. La segunda es la función económica, [que] reconoce dos niveles: por un lado, la producción directa de bienes y servicios; por el otro, menos transparente, la complicada malla de seguridad que el Estado brinda a los capitalistas privados con mayor poder de presión corporativa. La tercera función del Estado moderno es [la] de asignador, con criterios redistributivos, del llamado gasto social, víctima propiciatoria de todos los intentos conservadores por superar el congestionamiento estatal”.
La complejidad que tiene esta entidad hace imposible asimilar el manejo de sus recursos al manejo de las cuentas de una casa. Primero porque no es un hogar y, segundo, porque cuenta con infinidad de recursos que originados como gastos retroalimentan los ingresos del Estado.
¿Cuánto cuesta subsidiar al capital?
Descontadas las obligaciones constitucionales y focalizando en la arena económica del Estado, en tanto productor y proveedor de servicios, sus funciones han sido menguadas sistemáticamente desde los años setenta hasta nuestros días, con especial énfasis en la década neoliberal. El Estado pasó de tener 297 empresas públicas en 1983 -de las cuales 260 eran no financieras (productivas y de servicios) y 37 eran financieras (Cepal, 1983)- a tener sólo 33 empresas en 2022, dedicadas a energía, servicios y desarrollo de tecnologías. Se privatizaron todas las entidades bancarias provinciales, y casi la totalidad de las grandes empresas productivas y de servicios públicos pasaron a manos del gran empresariado local y extranjero. Ese achicamiento no significó la eliminación del déficit.
¿Y cuánto se destina a inversión social?
El sector público tiene ingresos y gastos. Los ingresos (que representaron el 18% del PIB en 2021) se componen mayoritariamente de tributos. Dentro de éstos, los impuestos al consumo representaron el 3%, los aportes y contribuciones a la Seguridad Social alcanzaron el 5%, los derechos de exportación el 2%, mientras que a las ganancias sólo significaron el 1,8%. A esos ingresos el sector público los destina a gastos corrientes o de capital, que en 2021 representaron el 20% del PIB.
Los gastos corrientes se componen de prestaciones sociales y de subsidios económicos. Entre las prestaciones sociales, los salarios del sector público significaron el 2,3% del PIB; la Asignación Universal por Hijo sólo representó el 0,6% y los subsidios económicos directos a las empresas representaron el 3% del PIB. En otras palabras, la AUH –que está en el centro de las críticas- representó la quinta parte de las transferencias a los empresarios. Lo mismo puede decirse de los salarios del sector público (que, además tienen fuerte impacto en el sostenimiento del empleo, en la generación de la demanda y en la actividad económica del país).
En esta ecuación, la estructura tributaria -que podría corregir los sesgos regresivos del gasto- no hace más que profundizar la inequidad al tener preponderancia de impuestos indirectos. Del mismo modo, el ocultamiento de activos, el fraude, la banca sombra, los precios de transferencia, la evasión, la elusión, la privatización del sistema agroexportador y la desregulación de los entes de control operan como mecanismos que debilitan las cuentas públicas. La deuda externa contraída con fines especulativos o de fuga de capitales (que benefició al sector financiero) significa recortes del gasto social y obligaciones onerosas y en moneda dura para el Estado, en general sostenida sobre la base de nuevo endeudamiento (lo que agrava el déficit).
En cuanto al gasto social, hace varios años que se encuentra en torno al 25% del PIB y se lo destina a la relativamente alta protección social existente en nuestro país. Esto no es un aspecto negativo, por el contrario, todos los países “desarrollados” basaron su expansión en la dimensión y la fortaleza de sus Estados. Si el sistema generara los puestos de trabajo suficientes, el costo fiscal disminuiría ostensiblemente; el problema es que el modelo de crecimiento no está basado en la generación de empleo sino en su disminución y deterioro.
La discusión central no tiene que ver con la dimensión sino con quién se apropia de los ingresos y lleva al país a situaciones de insolvencia fiscal. En este punto, no sólo se observa una captura de ingresos por parte de los sectores dominantes respecto de las clases trabajadoras, sino que también asistimos a una absorción de recursos por parte de los sectores financieros en detrimento de los productivos. Esto se da en el marco de una relación subordinada de la estructura económica de nuestro país a las dinámicas de expoliación que realiza el capital global, asistido por las oligarquías locales. Este factor es explicativo del empobrecimiento general de la nación y de la mengua de sus recursos en el largo plazo.
Las clases dominantes locales se benefician en el corto o mediano plazo de las dinámicas rentistas, pero no escapan a las restricciones de largo plazo que sólo los regímenes distributivos pudieron y podrían resolver y que, sin embargo, son señalados como los responsables de las crisis. En definitiva: cuanto más grande el Estado, mejor. Y si molesta la dimensión del gasto social también deberían molestar las prebendas –otorgadas explícita o implícitamente- al capital, porque no se trata solo de una discusión de tamaño, sino de un debate redistribución.
La serie publicada por elDiarioAR está basada en el manual “Mitos Impuestos: una guía para disputar ideas sobre lo fiscal”, una iniciativa del Espacio de Trabajo Fiscal para la Equidad, con el apoyo de ACIJ y FES Argentina y la edición de Revista Anfibia. Los textos expresan exclusivamente la opinión de las personas autoras sin representar necesariamente las perspectivas de las personas y organizaciones que integran el Espacio.
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