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Escala humana

Mi perro, mi rey: las actitudes de los dueños y cómo impactan en la ciudad

En la ciudad de Buenos Aires hay mayor cantidad de perros que de niños.

Karina Niebla

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Dos amigas pasean a su perra y tienen una idea maravillosa: dejar vagar al animal por la plaza de una de las zonas más densas de la ciudad, rodeada de autos que aprovechan cada hueco y de colectivos pisteando como campeones. Le tiran una pelota a la perra para que se las devuelva y pasa lo esperado: el objeto cae a la avenida, el animal va corriendo a buscarlo, sale de la plaza, baja al pavimento, cruza dos carriles de colectivos y termina entre un auto y un 29 cuyo chofer no llega a frenar.

Increíble, pero la historia tiene final feliz. La perra logra comprimirse en ese mínimo espacio y sale ilesa vía algún milagro. Pasa tan rápido que es imposible saber cómo hizo. Por suerte ningún conductor frena a cero por susto, lo que podría haber causado un choque en cadena. El dúo de amigas aprende una valiosa lección sobre la importancia de seguir las normas de seguridad para su perra. Esto último si fuera una peli de Hollywood con moraleja. Acá me permito dudar. 

En la Ciudad hay más perros que chicos, y no es una forma de decir. Son más de 493.000 los canes que viven en hogares porteños, según la Encuesta Anual de Hogares 2022 de la Dirección General de Estadística y Censos de la Ciudad. Unos 16 cada 100 personas. Casi 100.000 más que los nenes menores de diez años, quienes totalizan 394.000 según la última proyección poblacional por edad de la misma Dirección.

Ese aumento sostenido de la población canina tiene su contrapartida emprendedora, con más guarderías, más paseadores, más peluquerías caninas, pet shops más sofisticados, obras sociales para mascotas y hasta apps que conectan dueños con cuidadores. Lo que no crece al mismo ritmo es la infraestructura adecuada. Tampoco aumenta el respeto por el animal ni por su entorno, sean el tránsito, gente u otros animales.

El descontrol es tal que llegó a la Legislatura. Emmanuel Ferrario (Vamos Juntos) presentó un proyecto para actualizar la normativa, con medidas como la creación de un registro voluntario de mascotas. Y acá está uno de los puntos que más me interesan: incluye un curso obligatorio sobre bienestar animal, con contenidos como “uso adecuado del espacio público por parte de los cuidadores responsables” y “buena convivencia entre vecinos y animales”. Además, si el perro tiene antecedentes de haber mordido a alguien, los dueños deben darle al paseador una póliza de seguro de responsabilidad civil. 

Podrá discutirse después la utilidad de proponer un registro, o las herramientas para hacer cumplir una ley así. Pero menciono estos proyectos para mostrar hasta dónde llegó el problema: parece que hace falta una normativa para recordar la importancia de algo tan básico como saber convivir. 

“Un potrero en dos meses”

Tener un perro es idealmente un acto generoso pero que en la práctica no siempre lo es tanto. ¿Cuántos, con la excusa de tener una mascota, exigen que se prioricen sus necesidades? ¿Extienden su ocupación del espacio público a través del pobre perro? ¿Cometen negligencias, desde no levantar la caca de la vereda hasta hacerse el tonto cuando el animal lastima a alguien? ¿Y si, además, esa justificación anida violencia verbal o, en un caso extremo, física? Not all tutores de perros, lo sé, but somehow un tutor de perro.

Hace apenas dos semanas, un dúo canino sin correa ni bozal embistió a una mujer en el Parque Las Heras y la hizo caer. Ella terminó con el codo quebrado, una cirugía de urgencia y una deuda de 7 millones de pesos en concepto de copago. Su hijo cuenta que el dueño de los perros se escapó y que está intentando acceder a las imágenes de las cámaras de seguridad del parque para identificarlo.

Días después, un pitbull sin correa atacó a un caniche por las calles de Devoto y lo lastimó. La dueña del perro atacante no se hizo cargo ni acompañó a la tutora del otro a la veterinaria. Según cuenta esta última, le dijo “Mi pitbull se crió con niños, es bueno”.

Mientras tanto, hay denuncias de envenenamiento de perros en parques porteños, caniles incluidos. Hace poco le tocó al parque Rivadavia, en Caballito, donde los vecinos sostienen que hubo animales muertos e intoxicados por veneno para ratas escondido en cebos con formas de albóndigas.

Estos incidentes no son aislados, sino parte de un mismo problema que afecta tanto al espacio público como a la convivencia urbana. De estos temas he hablado por ejemplo con Yamila (36), una amiga nacida en Azul y con quien compartí momentos en mi natal Olavarría. Ahora vive en Capital y lamenta lo que pasó con su amada plazoleta detrás de la estación Caballito. “Hasta hace un año solía ser un rosedal divino con árboles añejos. Tiene un cartel de ordenanza que dice que está prohibido el ingreso de mascotas. Fui hace dos semanas: devastado”, lamenta.

Ahora que se mudó a Villa Crespo observa lo mismo, como porteña adoptiva pero también como alguien que creció con menos cemento. “Imposible disfrutar del verde sin que haya caca u orina. Parquizaron todo hace dos meses y ya es un potrero de nuevo –observa–. Para quienes nos criamos en la naturaleza, es un tema que no haya espacios dignos de habitar, recostarse en el pasto, hacer alguna práctica, beneficios tan necesarios para mantenerse vital”. 

En esa etapa, Yamila se animó a hablar con el cuidador de una plaza de Villa Crespo donde hay canil y le preguntó cuáles eran las instrucciones sobre perros que debía hacer cumplir. “Me contestó que no deberían estar fuera del canil por obvias razones de higiene y cuidado pero que, como los dueños no le dan bolilla o, lo que es peor, se violentan, ahora directamente no les dice nada”, recuerda.

Sé que la situación a nivel de infraestructura no ayuda desde el vamos. Hay 97 caniles en la Ciudad, pero quedan parques y plazas que todavía no los tienen, o sí pero sin parquizar: son de cemento –desaconsejable para los mismos animales y para la capacidad de absorción del suelo– o de tierra sin pasto, por lo que cuando llueve todo es barro. 

Esa carencia básica no excluye la necesidad de responsabilidad individual. No explica por qué hay tantos perros desatados por la calle, aunque la ordenanza 41.831 establezca que deben ir “con rienda y pretal o collar y bozal” en la vía pública, y la ley porteña 4.078 disponga que tienen que seguir con correa y pretal en todo momento si son de razas peligrosas o pesan más de 20 kilos. 

“No hace nada”

No importa si “es mansito” y “no hace nada”. El comportamiento animal es imprevisible y su dueño tiene una responsabilidad legal y moral si el perro invade el espacio de una persona o de otro animal, o bien lastima, o genera riesgos de choques como en la historia que abre esta columna. 

Más aún, esto de “mansito” puede encerrar cierta falta de empatía. Porque el solo hecho de que con su dueño el perro sea así no implica que para todos lo sea. Y porque esa frase coloca la carga en el otro, aquel que puede sentir miedo o tensión ante esa presencia demasiado cercana –no es mi caso, pero puedo entender a quienes lo padecen– y no sabe si es “mansito” porque: a) nunca lo vio, b) no es su tutor o c) está obligado a creer en la palabra de otro, incluso aunque vaya contra su propio instinto.

Aclaración antes de que los perristas salgan a matarme (si aún no quieren hacerlo): amo los perros, me conmueven, me parecen tiernos, los mimo, juego con ellos. Pero creo que en Buenos Aires no hay escisión entre la presencia de animales domésticos y la negligencia, una actitud invasora que rara vez tienen los perros “de la calle”. La responsabilidad se diluye de un lado mientras se pone en el otro, señalado de ortiba, quejoso, intolerante, exagerado, insensible o irracional. 

Se puede amar a los perros y justamente por eso decir esto: hay chances de que reaccionen de forma inesperada si hay estímulos que no conocen, como gente nueva o ruidos fuertes. Incluso un perro que normalmente es dócil puede ser agresivo si se siente amenazado o confundido. 

Esta columna es un llamado a la solidaridad o, mejor dicho, a la responsabilidad. Un mensaje en favor de la ciudad que queremos, con mezcla de usos y especies, con gente de distintas edades disfrutando o jugando, cada uno a su manera, con o sin mascotas. Un bello concierto que hay que cuidar y por eso demanda esfuerzo. El Estado tiene que estar presente, pero también la gente.

Porque un gran amor conlleva una gran responsabilidad. Parte de ese amor entre la persona y su mascota tiene que ir a desear que los demás también la pasen bien. No debería existir un amor que implique un desamor frente al mundo.

KN/JJD

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