La política es show
1. Hay momentos en la Argentina en que todo parece atrasar; una suerte de anacronismo permanente. Las políticas económicas de Milei –o esta serie desarticulada de golpes en el escritorio que pretenden ser una política económica– recuerdan las de, a saber, Celestino Rodrigo, José Alfredo Martínez de Hoz, Lorenzo Sigaut, Roberto Alemann, Domingo Cavallo, Roque Fernández, Ricardo López Murphy y Nicolás Dujovne, sólo por ser sintético (Pinedo, Alsogaray, Krieger Vasena, Dagnino Pastore: la lista de los demonios de la ortodoxia libremercadista es mucho más extensa de lo que los libertarios están dispuestos a aceptar, y me quedo corto). Sus invocaciones político-filosóficas, por llamarlas de algún modo, se remontan a Alberdi, más que a Sarmiento, aunque su reivindicación del mundo occidental civilizado es sarmientinamente ortodoxa. Su modelo societal es el de Julio Argentino Roca: liberalismo económico, concentración de la riqueza y represión estatal antipopular. En suma: Milei atrasa más de un siglo.
Incluso, en su nuevo descubrimiento: “Tal vez los nuevos tiempos requieran algo de show”, afirmó en la tenebrosa entrevista con La Nación+ en la que cuestionó y agredió a Lali Espósito, ante la mirada aprobatoria de tres tipos a los que nadie, en su sano juicio, puede volver a llamar periodistas. Lo dijo en respuesta a la acusación de Cristina Fernández, que en su sesudo, extenso y muy discutible documento de “análisis” histórico, político, económico, filosófico, existencial y moral lo llamó “un showman-economista en la Rosada”.
Pues bien: ambos atrasan.
2. Hace cuarenta años que sabemos que la política es show. Hace más de sesenta, sabemos que los discursos sociales fundan mitologías, sistemas de creencias imposibles de creer y en las que, sin embargo, creemos. Desde comienzos de los años ochenta del siglo pasado sabemos que la manipulación de los públicos por los medios de comunicación es una falacia, y que la tele ni los diarios (¿quién lee ya Clarín?) convencen a nadie de nada de lo que ya no esté convencido por muchas razones –una de ellas, las agendas impuestas por los medios, claro, que no permiten discutirlo todo. Hace veinte años sabemos que las redes no son democráticas y que Internet no es el paraíso anarquista e igualitario que prometía ser, aunque todavía algunos crean que la posibilidad de putear por la red es una forma de libertad. Hace por lo menos sesenta años sabemos que el mundo es mundo porque podemos hablar de él, y que esas cosas que decimos se organizan como relatos: “la década ganada”, “no fue magia”, “modelo de acumulación con valor agregado y movilidad social ascendente” o “no se inunda más, carajo”. Por supuesto, hay relatos más consistentes, los hay más atrapantes y los hay más pobres –la calidad y las limitaciones de los enunciadores son muy variadas–, pero los hechos no se presentan ante nosotros como indudables y auto-evidentes: se presentan como relatos de esa realidad y de esos hechos. (Una versión extrema de esto es que la realidad no existe y que todo es discurso, pero la inflación cotidiana y el hambre popular lo desmienten: la realidad existe, sí, aunque haya muchos modos de narrarla).
Desde que comenzamos a hablar de videopolítica, esto es archisabido; y por eso, en el mundo político hay más coaching que análisis, más video-entrenamiento que lectura, más rating que pensamiento. Milei es tan show-man como Cristina fue show-woman: es decir, amantes de las puestas en escena, de los golpes de efecto, de las actuaciones. Por edad y por tradiciones políticas, los estilos divergen: el de Cristina oscila entre el populismo clásico (el tono de voz en el discurso de masas es evitista hasta la mímesis) y un tono de intelectual fin de siècle que ella cree que le queda espléndido y con el que tributa a sus públicos de plebeyismo sin plebeyos. El uso de frases sueltas en inglés en el documento de hace unos días es otra prueba en esa dirección: Sarmiento usaba el francés, Cristina el inglés, la nueva lengua del paper y el journal. Ambos, Sarmiento y Cristina, lo sabemos, los usan mal.
Milei, en cambio, generación X por edad, pero millennial por vocación, hace una puesta en escena propia de un populismo siglo XXI: entre el cosplayer y el rocker, más el standup-ero. Se jacta de escribir papers, pero sabemos que los copia por lo que es, entonces, muy malo citando –aunque usa la cita como parte de la puesta en escena: por supuesto, para el mundo progresista rinde mucho más Laclau, mientras que para el mundo bárbaro de los reaccionarios locales lo que garpa es Benegas Lynch, un tipo al que nadie ha leído ni leerá en la historia universal de las ideas.
3. No hay nuevo show, entonces, sino el viejo vermú con papas fritas invocado por el nunca olvidado Tato Bores. Me rectifico: lo mío es otro anacronismo, de esos que me clasifican como sesentón. Tato murió en 1996, cuando la mitad de la población argentina actual aún no había nacido o era muy pequeña para verlo por la tele.
4. Esta idea del anacronismo permanente hace un poco de eco, claro, del Marx del 18 Brumario, que afirmaba que la historia se repite dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa –la cita es más compleja, pero así se ha difundido in extenso. El problema es que ya no sabemos qué parte es la farsa y cuál es la tragedia. Hay momentos, y éste es uno de ellos, en los que los límites entre ambos se difuminan. No podemos saber si el ataque vergonzoso de Milei a Lali Espósito es apenas una farsa, o es el anuncio de una nueva tragedia. La última vez que el estado argentino acusó a los artistas e intelectuales de marxistas desaparecieron 30.000 personas –sí, treinta mil.
Ayer, este diario publicó la última intervención de Milei al respecto. Es nuevamente tenebrosa: de la política saltamos a su asociación con la moral, lo que coloca las posiciones ideológicas –o, incluso, las estéticas: la música de Lali no le gusta a Milei, del mismo modo que no le gusta nada que sea femenino– en un terreno ético, resbaladizo, que abandona el debate de ideas para reemplazarlo por la dimensión de lo bueno o lo malo –los argentinos de bien contra las fuerzas del mal. Eso reenvía, inevitablemente, a una batalla religiosa. Estamos mal, pero vamos peor.
Para colmo, y aquí sí abonando mi teoría del anacronismo, Milei decide mal-citar a Gramsci: la derecha suele usar una cita berreta del gran pensador italiano, que revela que jamás lo han leído y que la teoría de la hegemonía es para ellos tan lejana como cualquier saber científico sobre lo social. Dice el presidente: “Gramsci señalaba que para implantar el socialismo era necesario introducirlo desde la educación, la cultura y los medios de comunicación”. Y bien: la primera vez que se afirmó esto fue en un artículo publicado en la Revista del Círculo Militar Argentino en 1977 –que, lamentablemente, leí hace treinta años, pero no conservé la copia. La cita permitía al autor –un milico– justificar por qué la “lucha contra la subversión” debía prolongarse en las aulas, en los medios de comunicación, en el mundo cultural. Esa cita, en Milei, no puede ser sino agorera. Argentinos, temblad.
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