El yo y la política
Se empezó a nombrar hace un tiempo: política del yo. No es un concepto teórico más (marcos teóricos respiren aliviados), pero se distingue fácil en una serie de acciones: las del político tribunero. Define los últimos años: es el show de la grieta y la autorreferencia. “Acá reunidos con el director de asuntos legendarios”, y sonríen, y se hacen la tarde. “Tomame de este perfil cuando entro.” Selfie del Estado te salva. Ya no es la vieja telepolítica, es ser tu propio set. Sin distinción de signo. La política más engreída de la militancia -e igual, del otro lado, el cuento sacrificial de los Ceos que pasaron de la actividad privada a la cosa pública- murmuran por lo bajo díganme gracias. Es lo que quisieran decir a su pueblo. Pero la crisis mata selfies: a la polarización con políticos cómodos la polarizaron. Cuando les dicen casta a todos, casi sin distinción (dicen Pablo Semán y Nicolás Welshinger: “Laclau puso la teoría, Milei la práctica”). Si la pregunta del millón en las filas del Frente de Todos venía siendo en torno al fenómeno de Milei (“¿qué es esto?”), a esa pregunta se la come una mayor: “¿podemos salir terceros?”. Pablo Ibáñez advirtió esta semana que “el dato que altera al FdT lo aportó la encuesta mensual de ARESCO que refleja que entre octubre 2022 y marzo 2023 el FdT perdió 8 puntos. En los últimos dos meses, cayó 4 puntos. Hasta enero, el FdT se mantenía competitivo. Eso cambió.”
Sobre este cuadro donde, como repiten, crece la antipolítica (y usemos esa palabra en ausencia aún de otra que defina mejor la novedad y no sólo el prejuicio politizado), y entonces a toda la “clase política” realmente existente le va a costar más aceptar el lugar que le empieza a dar la sociedad. La baja del pony. Y también es “culpa de la grieta” que tengamos políticos con autoestima tan alta, menos entrenados para el sopapo de la antipolítica. ¿Cómo me van a decir “clase política” si soy igual a vos?, le dirían al ciudadano que entró con un hacha a su jardín. Pero son como el delegado gremial al que le comentan “¡me descontaron!” y responde “¡a mí también!”: de la ausencia de responsabilidades devino esto que los tiene tan preocupados a todos. Soy igual a vos. Ahí está el problema.
Que la política está despistada, está despistada, pero le están cambiando los papeles y tarda en reaccionar. Veamos que en el crimen del colectivero se puede leer el síntoma. ¿Dónde? En la vocación desesperada de encontrarle un cauce conspirativo. ¿Por qué? Quizás porque, así razonan, “no sea cosa que nos toque un muerto del que hacernos cargo y nos corra del lugar de víctima de los poderes superiores”. Así fueron los reflejos del gobierno bonaerense para sostener la versión de una conspiración que omite, por empezar, algo que aún de confirmar cualquier sospecha no podría ser omitido: sensibilizarse con la víctima, con la única víctima, el colectivero, Daniel Barrientos, única sangre derramada, sin peros y sin el “yo” en el medio. Luciana Vázquez también acá habló del yo en política. Nadie más víctima que quien perdió su vida. Pero parece compulsivo: si la víctima no soy yo, no sé qué hacer con la víctima.
Y ahí el matete. Las piñas a Sergio Berni. Fue a un lugar donde no lo esperaban –más allá de lo que se podía haber cantado– porque ya no se espera a nadie en ningún lugar salvo para llevar una solución. Y porque la solución no sos vos: es la solución y punto. La presencia del político no garantiza nada. Berni construyó su carrera política con el valor de poner la cara y con palabras -incluso por debajo de su personaje- muchas veces más sensatas y crudas que los argumentos llenos de multicausalidad. Pero eso ya está desgastado. De gestos no vive nadie. Y las crisis se comen las muecas. Los trabajadores tenían furia y razón para tenerla. Un político lee la temperatura y luego existe.
En 2001 los políticos estaban en capilla. Ya no era la lucha periférica del corte en ruta 11. En diciembre ya no cenaban ni en el restaurante Oviedo, y hasta una vereda del café Tabac podía ser un Vietnam del ahorrista. A la convertibilidad la rompieron a martillazos desde adentro (del templo, de los bancos) los que creyeron en ella. Los políticos le ponían vidrios polarizados hasta al espejo del baño para no reconocerse ni a sí mismos. Se venía de una larga década, el dulce del 1 a 1 había quedado lejos, y “resistir” era librar la cuarta guerra mundial según Einstein: con piedras y palos. El mantenimiento de la convertibilidad era otro capítulo de la saga argentina de enamorarnos del instrumento, y produjo una crisis no por falta de representación sino por su exceso: por representar demasiado. El que depositó dólares tendrá dólares. El consenso del 1 a 1 tras el efecto de la híper achicó el margen de un planteo razonable: eso no podía durar demasiado.
Toda crisis iguala para abajo: en un grupo de guasap un militante rompe el tabú de los altruistas y habla de plata. Se queja del no va más de los aumentos de su prepaga. Ocurre algo lógico: cuando hablamos desde el bolsillo estamos todos vestidos de civil. En tiempos libres donde soy lo que me autopercibo, no queda mayor closet que el home banking, último confín del viejo pudor del siglo veinte. La guita también es nuestra lengua madre. Entramos a este siglo rompiendo bancos. Responder con la billetera cuando nos hablan con el corazón: la última frontera de la ciudadanía en un país sin moneda, sin ese pacto social. Cuando Cristina quiso pesificar los ahorros en dólares –porque en 2012 se creía que el problema de la restricción externa era “cultural” y había que predicar con el ejemplo–, “ni en pedo” dijo Aníbal Fernández a pesificar sus dólares. No hubo repentismo en el gran repentista. Fue el acto reflejo que tenemos todos: si me tocás los dólares, me tocás el culo. Hasta los militantes sueñan en dólares.
Libros de la buena memoria
Nene agarrá los libros. 2022: el año que estuvimos discutiendo los libros de Alfonsín. Sobre todo, las memorias del sexto piso de Juan Carlos Torre (Diario de una temporada en el quinto piso); que luego Pablo Gerchunoff (El planisferio invertido) completó con un ensayo biográfico sobre el líder de Chascomús. Los libros siempre son muchas cosas, aunque en un recorte brusco de oferta y demanda, podemos decir que estábamos discutiendo en el sexto piso, de fondo y no tan fondo, el fracaso económico de la democracia mientras ocurre el nuevo fracaso que vivimos. Y en la madre de todas las efemérides: a cuarenta años de consagrar el derecho al voto y de perder tanto en el camino.
Llegó la hora del libro de Perón. Es el 2023. Justo cuando algunos vaticinios electorales le auguran una temporada en el infierno al peronismo. Y en el eco de otra efeméride redonda: a cincuenta años de 1973. Conocer a Perón, la memoria de Juan Manuel Abal Medina que ocupa el lugar más destacado: el de los libros que faltaban. Casi todos habían escrito su libro menos él. Y va por la tercera edición.
Quizás nos permita hilar que pasamos de discutir el fracaso económico de la democracia a discutir la ausencia de liderazgo político en la figura del legendario tercer Perón. Básicamente, el que quiso contener todo. El león herbívoro que hizo tronar algún escarmiento pero que se proponía pacificar, reconstruir y poner freno de mano al horror que se avecinaba. Contra el “hombre nuevo” Perón habló del “hombre bueno”. Nadie profetizaba el horror, pero a la velocidad que iban las cosas esto podía terminar muy mal. Llegaron las memorias de Abal Medina y casi que organizan su karma sobre una frase (“Yo era una persona como de dos mundos”), lo dice recordando el ingreso a la CGT a despedir a su amigo, el “Petiso Rucci”, asesinado en ese crimen montonero tan canalla. Pero la frase revela un misterio: ¿por qué estaba tan serio Juan Manuel el día feliz que llegó Perón? La foto no nos deja mentir.
La foto: Perón saluda, Rucci sostiene feliz el paraguas y Abal Medina mira con gesto de velorio. La cara “adusta” es motivo de reflexiones. Citamos: “Yo no podía festejar realmente, porque no lograba sacarme de la cabeza la certeza de que se estaba avanzando sin resolver una cuestión de fondo, que quedaba enterrada, como un foco de infección”. Juan Manuel llevaba encima un confesionario: todos depositaron en él su confianza, el susurro de una época. Incluso su hermano, Fernando, en un Dodge ya clandestino, aquella tarde última en verse, en el asiento de atrás le dijo que “matar es tremendo”. Tenía el espíritu de Aramburu encima. Juan Manuel lo traduce así: “Estaba claro que el haber matado no le había hecho bien”.
Lo dicho: si Torre traía el lado B de la primavera radical, Abal Medina cuenta el otoño del patriarca en la primavera camporista. El parte de guerra es desolador: está delicadísima la salud de Perón, es insólita la influencia de José López Rega (porque López Rega es insólito), es un misterio perenne esa otra mujer, Isabel, frágil y oscura, y el telón de fondo son las mareas de radicalidad juvenil que se apoderaban del proceso y hacía bailar a un personaje que este libro no mitifica –el “Tío” Cámpora–. ¿Pero qué era todo para la sensibilidad de aquel Perón? Un sacrificio. Algunas curiosidades del libro se comen como frutos: las relaciones y debilidades de Perón hacia Rucci y Galimberti. Galimberti lo puede al General, lo hace cagar de risa, “no es marxista”, como Mario Firmenich, ese jodido marca cañón. Y Rucci es como su hijo. Sin más. Un petiso valiente.
En el tinglado precario de ese General, como decía Isabel, “apóstol de la paz”, quiso contener a todos. Eso parecía tener en su cabeza… los años setenta de la gente común. El pacto social para la parte de la sociedad que no fue a Ezeiza y que también lo votó (Perón arrasó en las urnas como nadie antes ni después). Y ese ideal de contención, aún en su fracaso, hoy resulta como mirar el brío de una especie en extinción. Perón se metió en el bolsillo hasta a Balbín, al líder con el que tuvo cuitas serias. El libro, capítulo a capítulo, propone abordar capa sobre capa ese misterio. El ajedrez, la intimidad, la frustración, la muerte (“me voy de esta vida”).
Fernando Rosso, lector desde la izquierda, repara en un pasaje sobre Perón escrito por Horacio González que se encuentra en una definición de Juan Manuel: el General funcionaba sobre la paradoja de que el mando “no debía manifestarse en la orden”. La conducción consagrada como un arte, un estilo cultísimo, Perón (que sufrió de verdad proscripciones, persecuciones sangrientas, destierro de dos décadas con sus bases encarceladas, fusiladas), quizás de ese dolor vertió su aplomo y elaboró la tercera versión de sí mismo, la síntesis (a pesar del cliché que se hizo de ese tercer Perón pacificador).
¿Qué proyecta aquel Perón sobre este presente en que prácticamente nadie siquiera ensaya un liderazgo por encima de las contradicciones? Juan Kryskowski, colaborador e investigador del libro, tal como lo presenta Abal Medina, asume justamente que “el libro trata en buena medida de cómo no sólo se construye sino principalmente se sostiene un liderazgo de esas características a distancia y con la complejidad interna y externa”. Dice Kryskowski: “Perón no es un instrumentador de personas y de organizaciones, sino el perseguidor de un objetivo que sabía que en el regreso lo llevaba a ser presidente y, en esa tarea, a acortar su vida. Es el desprendimiento final de alguien que decide, aun sabiéndolo, dar lo último que tiene para un intento de unidad nacional…”.
Sobre el tema de cómo debía manifestarse la orden, para Kryskowski, “lo que está dicho es que no estaba en el estilo de Perón decirle a Cámpora ‘usted tiene que decir que usted va a estar en una transición y después va a haber elecciones y el presidente voy a ser yo’, no era la forma de conducir de Perón. Los dirigentes tenían que interpretar cuestiones y además en este caso era una cuestión de claridad: estando Perón en el país era imposible que fuera otro”. Cámpora no es presentado como un desleal al mandato no escrito, pero no alimenta el mito. “No había una orden pero estaba claro lo que quería el pueblo peronista”. Lo que traduce el libro es que hay algo en la cadena de mando entre Perón y Cámpora que, finalmente, de mínima, no se “entendió”, pero al costo de una época urgente que necesitaba señales claras.
El tercer Perón fue el Viejo. El líder cascarrabias, con manías. El “influenciado”, decían, el cerco. El “pragmático”, pero el líder más importante de la modernidad argentina, porque puso la dignidad humana en el centro del problema para siempre. Perón nació líder y murió líder. Murió en el poder. Tamaña imagen. Ya ni el último Papa murió en el poder: al poder en este siglo XXI se lo tiene cinco minutos. Quema en las manos. “Conocer a Perón” transporta la pregunta por la conducción en tiempos de política del yo. Quizá nunca se pueda “contener a todos”, y un líder es quien también sabe eso. El Tercer Perón volvió para intentar algo más definitivo que un puro juego pendular: consagrar un peronismo para la Argentina y no una Argentina para el peronismo. Ese era el sacrificio final de sí mismo. Eso podría sonar como si se repitiera la fórmula en las palabras de Jesús en el debate con los fariseos sobre el sábado (¿el hombre para el sábado o el sábado para el hombre?). Jesús, que caminó al lado del paralítico, de la adúltera, de pescadores y pecadores, que fue él mismo un pescador de hombres y mujeres, ¿qué hizo con el yo? Nada. No se salvó a sí mismo para salvar a su pueblo. Feliz Domingo de Pascuas de Resurrección.
MR
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