Las señoritas
En La máquina cultural, Beatriz Sarlo describe mediante una escena de escuela la trayectoria de Rosa del Río, a comienzos del siglo XX: cose en la familia, toma el tranvía, estudia para maestra becada, llega a directora de escuela. El texto dice –trae– su voz, su tono, en palabras hermosas como “salvajes”, “parrandas”, “copetudas”. Es la historia de una oveja blanca. Eso es el magisterio en la Argentina: la posibilidad de integración, de ascenso, una zona de promesas. Un día tenés una prima copetuda que te mira por encima del hombro, un día sos directora de escuela y te pagás el viaje a Europa. La Argentina igualitaria de las cosas. La Argentina igualitaria cuando se puede tocar. Del Río es la madre de la propia Sarlo. “Yo siempre fui una maestra muy moderna”; “los libros de la escuela eran lo único que me sacaba del barrio y me hacía pensar que había otro mundo”; “a mí, por supuesto, ni se me pasaba por la cabeza morirme tuberculosa”. Sarlo lee cierta lección de anatomía estatal (escolar) a partir de dos ideas fuerza que hilan la audacia (y el autoritarismo) de Del Río, enhebradas en los cuerpos mismos de los/as estudiantes: las “cabezas rapadas” (para evitar la propagación de piojos) y las cintas azules y blancas (para celebrar fecha patria). Así, Sarlo se desliza entre la crítica literaria y la crítica cultural: lee una escena –llamémosla etnográfica– con los modos de leer de la literatura. Con el inicio de clases en CABA y en Mendoza, y la proximidad del comienzo en el resto del país, las redes sociales se vienen llenando de fotos de escuelas: chicos y chicas en guardapolvo, o en uniformes privados, que lucen útiles y mochilas, en patios coloniales o bajo modestos tinglados. Allí, entre esas imágenes, muchas veces casi de refilón en una historia de Instagram, puede vérselas a ellas, a las señoritas.
“Señoritas” es deliberado. La feminización de este trabajo (al que se suman cada vez más varones, aunque todavía en proporcionalidad escasa) se vincula con la “maternalización” que estudia Marcela Nari para las primeras décadas del siglo XX. Es decir, los modos en que los primeros trabajos de las mujeres son pensados como “extensión del rol maternal”, en tanto las imaginaciones públicas disponibles para dar forma a las mujeres que trabajan fuera de sus casas han sido, sobre todo, las de las maestras, las de las enfermeras y las del trabajo doméstico (aunque las mujeres ocupen, desde luego, también tareas en fábricas, oficinas, comercios). Esta imaginación “normalista” es la letra de La maestra normal de Manuel Gálvez, en 1914. La publicación de Las señoritas, de Laura Ramos, agarra esa brújula hacia atrás, hacia la experiencia sarmientina en el siglo XIX, e investiga el grupo de maestras que, a instancias de Sarmiento, viajan desde Estados Unidos a la Argentina. Escribe Ramos: “Entre 1869 y 1898 el gobierno argentino contrató a sesenta y una maestras estadounidenses –probablemente viajaron nueve más que no están registradas de modo formal– para trabajar en escuelas normales del interior del país, en muchos casos para fundarlas y, en ocasiones, para ayudar a construirlas. O para defenderlas, cuando se convirtieron en fortines sitiados durante las luchas sangrientas que agitaban la región”. Entre esa madeja de historias, Ramos explora “el nexo entre la abuela inglesa de Borges y las maestras de Paraná”, el ocultamiento de la muerte por sífilis de una de ellas y un amor fuera de serie en nuestra pampa.
Pensar las maestras es pensar los proyectos de nación, como estudian, entre otras, Graciela Morgade y Flavia Fiorucci. Desde sus instancias más homogeneizantes (la letra con sangre entra) hasta los sueños de la revolución (muchas desaparecidas de los setenta son ¡maestras!), las señoritas están en el umbral. Allí donde más parecen disponibles para encarnar una pose conservadora (como el estereotipo de Gasalla en Noelia con el pizarrón, la tiza, los labios muy rojos, el peinado a ruleros, la voz nasal, el gritito), pueden torcerlo para producir desvíos inesperados. Juana Manso, Sara Eccleston, Rosario Vera Peñaloza y las hermanas Olga y Leticia Cossettini son algunos nombres propios de estas pioneras. Después, las escritoras Alfonsina Storni y Salvadora Medina Onrubia son dos maestras normales que parten de sus pueblos a Buenos Aires, a escribir otra historia (las dos son, además, madres solteras). Rosa del Río pide a su padre que quiere estudiar y tuerce su destino de costurera: ésa es la triquiñuela de muchas, formas en que se trafican las relaciones de mujeres con los libros: la escuela. ¿Qué puede pasar si las mujeres leen libros? ¡Qué puede pasar si las mujeres leen libros! (Ese cruce entre Italias, mujeres y palabras es la imaginación que también rodea la narrativa de Graciela Batticuore.)
En la escuela se aprende qué es una clase, la pertenencia, la diferencia, las astillas y los placeres de la vida en común. “Rosa del Río es portadora de la ideología escolar en todos sus matices y contradicciones”. La escuela otorga a esas maestras dinero, lecturas, cine, amigas, confiterías, sindicalización, política. En los sueños de independencia se amasa eso: jugar a Juliana maestra, en las variantes de niñera, catequista, madre, o hasta escritora. Vení que yo te enseño, vení que yo te cuento. “Señoritas” puede ser el nombre de una forma de ejercicio de voces propias, voces que articulan cierta relación con la cultura, de la que no siempre quedan “registros” (a veces sí, como en la obra de Herminia Brumana).
Las maestras y su articulación como trabajadoras acontece en un arco que va desde la histórica huelga docente en Mendoza, en 1919, hasta la conformación de CTERA en 1973, donde la misma denominación “trabajadores de la educación” busca deslindar los sentidos de amor y cuidado, con los que históricamente se piensa al magisterio, de su condición sindical vinculada a derechos laborales. Siempre en el ojo de la tormenta, con la carpa blanca en los noventa y hasta el rito fundante del kirchnerismo cuando, a pocos días de asumir, Néstor Kirchner viaja en persona a Entre Ríos para resolver el conflicto docente. Los derechos humanos y la ESI vienen siendo dos de las luchas que atraviesan qué es dar una clase hoy.
La literatura argentina está llena de maestras. Juvenilia, de Miguel Cané, “La señorita Cora”, de Julio Cortázar; las institutrices en los textos de Silvina y Victoria Ocampo, las maestras en la narrativa de Manuel Puig, “La señorita Estrella”, de Juan José Hernández, Hebe Uhart o Martín Kohan. La tensión entre la maestra como “reproductora” de la cohesión nacional o como quien puede producir un desvío “de izquierda” aparece tempranamente en 1942, en la película La maestrita de los obreros, dirigida por Alberto De Zavalía, en la que se muestra la relación de la docente con sus estudiantes en una escuela nocturna. Jacinta Pichimahuida en los sesenta inmortaliza el otro dictum de la maestra argentina. Esta saga tiene su contrapunto en las películas protagonizadas por Luis Sandrini; por ejemplo, El profesor hippie, que dramatiza ese contraste de la “joven y vieja guardia”. En una constelación no exclusivamente argentina, son muchas las ficciones que trabajan con la parábola de la transformación personal a partir de una experiencia de aprendizaje (el ejemplo típico es La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir). Educando al soberano. Hacer carne la experiencia de Paulo Freire. Esta fricción entre cultura letrada e iletrada, alfabetización y cultura popular lleva el cuerpo de la maestra al extremo en La patota de Daniel Tinayre, en 1960, y la remake homónima de Santiago Mitre, en 2015.
Cabezas rapadas y cintas argentinas
Frente al ocaso o la fragilidad de otras instituciones (el barrio, el café, el mismo diario), quizá el mayor resto del siglo XX sea la escuela. Si no sabés de qué se trata la Argentina, vas a un acto de un colegio y te enterás. Las escolásticas de las escuelas guardan los secretos del país. Dentro de cien años veremos un zoom de primer grado y diremos estos son los subtítulos negros de la pandemia. Las maestras nos enseñan las guerras, también. Cuando a un amigo le comenté que estaba por escribir esta columna, me dijo: “La escuela es más organizadora de la familia que la propia familia”. Casi que vamos a la escuela para fundar una familia, para tener horarios o rutinas. La sensación de que empieza el año atada al comienzo escolar. La pandemia enredó esta posibilidad y abrió desafíos inéditos con la virtualidad. Alfabetizar por computadora, dar clase con los hijos al lado. Quizá uno de los espacios más resentidos, tras estos dos años, sea el de la educación inicial y primaria. Porque la escuela es esa fantasía de que dos chicos o chicas –el hijo del portero y la hija del médico– se sienten uno al lado del otro. El guardapolvo blanco simboliza esa fantasía de igualdad. Y la maestra siempre está ahí, para darle resguardo a que alguien pueda tomar la leche con unas galletitas que en su casa no compran. Las señoritas son ese umbral entre sociedad y Estado, entre norma y desvío, entre pasado y futuro, entre tradición y novedad, entre la casa y la plaza. Son médiums. Todos fuimos a la escuela. Todos recordamos el nombre de alguna maestra. Una señorita que nos miró, nos cambió la mirada, nos abrió un mundo, nos dijo algo sobre nuestra familia que nos llamó la atención, nos vio llorar, nos dio un beso, nos hizo. Pueden haber pasado décadas pero podemos recordar un olor, una prenda de ropa, un prendedor, una forma de escribir la cursiva, un sueño, un rencor. Llevamos encima la memoria de esas maestras. El año empieza cuando las señoritas llegan a la escuela.
FA
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