Una tecnología perfecta
Leo Sopa de ciruela de Katherine Mansfield y pienso que cuando trato de ordenar mi vida empiezo por intentar ordenar lo que como. Para las personas que vivimos solas hacer comidas de verdad —un desayuno, un almuerzo y una cena, en lugar de picar estupideces a cualquier hora— es un pilar de la vida digna y de la autoconciencia de la adultez. Es lo que nos separa de los veinteañeros que no traen vino cuando vienen a cenar porque evidentemente no entienden el concepto de cena, y lo que estructura un día que si no estaría solamente organizado por el trabajo. En las familias está el trabajo, está el colegio, está la coincidencia de los trabajos y el colegio, la posibilidad del encuentro de todos, es eso lo que vertebra la vida cotidiana. Hay algo que siempre es un poco absurdo, viviendo sola, de elegir una hora para comer cuando podría ser cualquiera, poner un mantel, servir un plato como si alguien fuera a verlo. Todos los bordes que tiene la vida son arbitrarios pero algunos se sienten más arbitrarios que otros.
Sopa de ciruela es una recopilación curiosa de los cuadernos de Katherine Mansfield, que toma como eje la comida; en palabras de la contratapa, la comida como refugio. No es estrictamente un libro sobre comida, en el sentido de que los textos la tengan como su tema principal; hay cartas, hay cuentos, hay entradas de diario, hay recetas, hay listas; hay una parte dedicada a los cafés, pero que tampoco está dedicada a los cafés, sino que reúne textos en los que aparecen cafés y que muestran la importancia que estos espacios tenían en la vida de Mansfield. En el fondo, supongo que un libro sobre comida es exactamente esto: un libro que es a la vez sobre el placer y lo molesto de la comida, sobre higos de esos enormes de piel fina que se deshacen entre los dedos y tienen sabor a vino y miel y sobre esa tarde en que se hacen los cinco y el marido reclama que es la hora del té, el mismo que después no piensa ni siquiera enjuagar las tazas y tirar las hebras; un libro sobre todas las cosas que pasan alrededor de la comida, los amores, los salarios, las reuniones, los conocidos, el trabajo, la salud, la lluvia y lo difícil que es salir de la cama, pero que al mismo tiempo hace esfuerzos físicos, emotivos y literarios por contar cómo se siente la comida, ponerle palabras a la textura de un plátano o al modo en que una torta se hace migas.
Ya lo he contado en esta columna alguna vez: mi primer trabajo como escritora fue de columnista gastronómica. Los gastronómicos de esta ciudad no me dejan mentir: es un ambiente chico, y todos ellos me conocen desde hace como diez años, cuando empecé a reseñar bares de tragos porque los periodistas que estaban haciéndolo antes que yo empezaron a tener bebés y pocas ganas de ir un martes a probar cinco tragos a uno de todos esos bares de tragos que abrieron en la época dorada del kirchnerismo, siempre con problemas de provisión de botellas importadas pero jamás con problemas de clientela. Por supuesto que ese periodismo tiene fórmulas, y una vez que las vas aprendiendo puede parecerse más a un juego que consiste en incluir ciertas palabras a modo de contraseña (como ciertos rincones de la filosofía contemporánea, por otra parte; yo el hábito lo saqué de ahí) que a una tarea auténticamente creativa; pero cuando una tiene un trabajo de escribir, o al menos cuando yo tengo uno, cuando una sabe que tiene la suerte escasísima de que le paguen por eso, siempre hay un esfuerzo aunque sea mínimo de convertirlo en algo que cueste, en algo para lo que sea un desafío encontrar la palabra precisa. Y siempre me pareció dificilísimo, realmente, contar a qué huele un licor, cómo se siente un postre en la boca, qué es lo que va pasando en el cuerpo y en el alma —cosa en la que en general no creo pero que se siente muy auténticamente al comer algo rico— a medida que avanza una comida. Me gusta, entonces, lo que hace Katherine Mansfield: está la búsqueda de ese vocabulario, pero está también la conciencia de que el retrato completo de esa experiencia no es un cúmulo de adjetivos o descriptores de aromas. Contar una comida es siempre buscar cómo contar esa sensación pero tener presente que lo que se siente va mucho más allá del paladar. Los gastronómicos, cocineros y mozos que más me gustan son los que tienen eso presente; los que saben que lo más importante de una comida siempre va a ser la ocasión y la compañía, y no te queman el cerebro para que el producto se convierta en la experiencia de la noche.
Mansfield habla, igual que en todo lo que he leído de sus diarios, muchísimo de plata. “Me preocupan tus finanzas”, le dice a su marido, y es evidente que constantemente le preocupan las suyas propias. El libro está lleno —igual que su diario— de alusiones a cheques por llegar o por cobrar y también de listas de compras registradas con la obsesión de a quien nada le sobra; y sin embargo, por supuesto, hay un apartado entero de todas las veces en que Katherine Mansfield se escapa a un café a hacer de la vida algo un poco menos insoportable, igual que lo hago yo, igual que lo hacen casi todos los porteños que conozco. Es curioso; siempre pienso que hay algo burgués en escribir sobre comer, y finalmente debe ser uno de los consumos más democráticos que tengo. Festejar con un asado, pedir una pizza un domingo a la noche; comer rico es el lujo de todo el mundo, ese gasto que puede ser un agujero en el fin de mes pero el más finito que se puede hacer a cambio de una poca de ilusiones. Pienso eso, en Katherine Mansfield haciendo trámites, haciendo colas para cobrar una plata que le deben y sentándose en un café en el que no debería sentarse a mirar el barrio pasar, y me parece increíble que sus textos tengan más de cien años, me parece increíble que la humanidad haya llegado a diseñar una tecnología tan perfecta e inmejorable como la de sentarse en una mesa delante de algo efímero y que te merecés.
TT
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