Tres canciones
1. “Greensleeves” (anónimo del Siglo XVI)
“La dama de las mangas verdes” es una canción folklórica. Y, como todo folklore, es tanto aquello que viene de la tradición –o de varias tradiciones– como lo que se la ha ido agregando. Lo poco que se sabe de ella es que es inglesa, que las primeras fuentes en las que aparece son de fines del siglo XVI y que está concebida sobre un bajo (es decir una secuencia de acordes) muy común en Italia, pero oriundo de España, el bajo de la romanesca.
Eso ya descarta una de las leyendas e incluso los créditos autorales en varias de las numerosas versiones grabadas en disco: que la canción la compuso Enrique VIII para Anne Boleyn, cuando intentaba seducir a la hija más joven del Conde de Wiltshire, y que la frase «cast me off discourteously“ se refería al rechazo de la futura reina (y, ya se sabe, futura ex reina). El bajo de la romanesca no llegó a Inglaterra hasta bastante después de la muerte de Enrique VIII (en 1548). Y las primeras referencias a la canción son de 1580 –una pieza registrada en la London Stationer's Company (Compañía de Impresores de Londres) con el título ”A New Northern Dittye of the Lady Greene Sleeves“ de la que no se conserva copia alguna– y 1584 (”A New Courtly Sonnet of the Lady Green Sleeves“, incluida en la colección A Handful of Pleasant Delights. Es posible –la palabra ”new“ en ambos títulos así lo sugiere– que hubiera alguna canción más antigua en la que se hubiera hecho referencia a la dama de las mangas verdes pero lo que se sabe con certeza es que la canción hoy conocida como ”Greensleeves“ formó parte del repertorio del palacio de Isabel I y de las compañías de teatro callejeras. De hecho, en Las alegres comadres de Windsor, escrita por William Shakespeare alrededor de 1602, el personaje de Anna Ford menciona dos veces la canción. Y, si se da crédito a los testimonios de la época de que las barberías colgaban en sus paredes laúdes para que quienes esperaban se entretuvieran cantando y tocando baladas, es más que probable que la canción estuviera entre los hits de una época y de una ciudad en la que la cultura circulaba de manera fluida entre la corte y las calles.
La pieza sobrevivió de muchas maneras, entre ellas con otra letra, «Old England Grown New», como emblema de un regimiento de la Guardia Real y, como canción navideña, con otro texto, escrito en 1865 por William Chatterton Dix, y otro título, “What Child is This?”. También hay una letra muy posterior, de Sammy Cahn, “Home in the Meadow” (‘La casa de la pradera’), que cantaba Debbie Reynolds en una película de 1962, How the West Was Won (Cómo se ganó el Oeste). Nada de esto contradice la hipótesis más aceptada, que es que la dama de las mangas verdes era una prostituta y que la mención del verde era una forma elegante de decir que se había estado revolcando sobre la hierba. Ni tampoco alcanza para explicar la extraña supervivencia de la canción y, mucho menos, que llegara a convertirse en un standard de jazz, con 264 versiones registradas por la enciclopedia The Jazz Discography, de Tom Lord.
La afinidad con ese género tal vez haya estado relacionada con uno de los usos más frecuentes de la canción, como base para sucesivas variaciones cada vez más virtuosas, una técnica que consiste en utilizar cada vez notas más breves –y por lo tanto un fraseo cada vez más ágil– que en el Renacimiento llamaban “disminución”– y que fue central en el jazz desde sus orígenes. Esa estructura, una secuencia de acordes repetida –aquella vieja romanesca– fue, en ese sentido, lo que hizo a la canción tan atractiva para los maestros laudistas del 1600, para quienes improvisaban en la flauta de pico –con variaciones que alguien se dedicaba a anotar– y, mucho tiempo después, para una larga lista que incluye al organista Jimmy Smith, al notable (y casi olvidado) trompetista Joe Wilder, al guitarrista Kenny Burrell, y a saxofonistas tan distintos entre sí como solo podían serlo el siempre perfecto Paul Desmond, que la grabó junto al guitarrista Jim Hall y, en vivo, como invitado del Modern Jazz Quartet, y John Coltrane, siempre al borde del abismo.
El compositor inglés Ralph Vaughan Williams, también recopilador de canciones folklóricas, utilizó la canción como parte de una escena del acto 3 de su ópera Sir John in Love, cuyo personaje principal es Falstaff –el mismo que aparece en Las alegres comadres…– , y luego realizó un arreglo para piano a cuatro manos y autorizó la que tal vez sea la versión más conocida de la obra, una transcripción para arpa y orquesta de cuerdas realizada en 1934 por Ralph Greaves. La canción tuvo, por otra parte, nuevas relecturas: “Stay Away” por Elvis Presley, “Leaving Green Sleeves” de Leonard Cohen y “Sixteenth Century Greensleeves”, por Rainbow, el grupo post Deep Purple del guitarrista Ritchie Blackmore. Incidentalmente, la dama de las mangas verdes, ya idealizada y convertida en el mejor símbolo posible de lo antiguo y de lo inglés, fue pintada por Dante Gabriel Rossetti, uno de los fundadores de la hermandad prerrafaelita, en 1863.
2. “The Shadow of your Smile” (Johnny Mandel-Francis Webster)
La película fue dirigida por Vincent Minelli. Tenía entre sus libretistas a Dalton Trumbo y sus protagonistas eran Elizabeth Taylor y Richard Burton. Fue estrenada en 1965 y, podría pensarse, rápidamente olvidada. Su título original era The sandpiper (en referencia a un pajarito playero) y se lo tradujo –es una forma de decir– como Almas en conflicto (en Latinoamérica) y Castillos en la arena –en España–. Casi nadie recuerda el fogoso romance entre la madre soltera y rebelde y el severo maestro que debe encauzar a su hijo. En cambio, la música que acompañaba los créditos iniciales, y las insípidas imágenes del mar, playas, cielos y acantilados, resultó inolvidable.
En ese comienzo, quien tocaba la melodía principal era el trompetista Jack Sheldon. En el final, el tema reaparecía cantado por un coro y con letra de Paul Francis Webster. La música había sido creada por el gran Johnny Mandel y el título de la canción era “The Shadow of your Smile” (“La sombra de tu sonrisa”). La pieza ganó ese año el Oscar a mejor canción original y el Grammy para la mejor canción de 1965. Y su entrada en el mundo de la música popular no podría haber sido más espectacular. Antes de que terminara ese año ya la habían grabado Barbra Streissand, Wes Montgomery, Gerry Mulligan, Carmen McRae, Chris Connor y June Christy –dos de las mejores cantantes blancas del jazz– y la entonces popularísima Astrud Gilberto –lo que quizá tuvo que ver con que en muchas versiones posteriores se le adosara una rítmica de bossa nova que estaba ausente en el original–. Y en 1966 se sumaron Tonny Bennett, Bobby Darin, Frank Sinatra con Count Basie, en el Salón Copa del Hotel Sands de Las Vegas –el 27 de enero, en que la presentan como “una nueva canción”–, Ella Fitzgerald, Johnny Mathis y Sarah Vaughan. Según la mencionada Jazz Discography, solo entre 1965 y 1966 se registran más de 100 grabaciones en el terreno del jazz. Con un total de 707 interpretaciones en nómina, las grabaciones van raleando a lo largo de los años, se marcan preferencias (fue un tema muy elegido por organistas), se comprueba que Jack Sheldon lo grabó infinidad de veces, que en las últimas décadas se convierte en territorio casi exclusivo de músicos japoneses o viejas estrellas que graban repertorio muy tradicional en ese país y, claro, de relecturas como la de Bill Frisell en 2015, con Tomas Morgan en contrabajo, Eyvind Kang en viola, Rudy Royston en batería y Petra Haden en voz, para el álbum When You Wish Upon a Star, dedicado a pizas ligadas al cine. Entre sus hitos resulta inevitable mencionar dos versiones de Bill Evans, una en dúo consigo mismo, en 1967, y la otra en vivo en el Village Vanguard, el año siguiente, en trío con el contrabajista Eddie Gomez y el baterista John Dentz, la grabación de la orquesta de Henry Mancini en 1967, con Sheldon iluminado en el solo de trompeta, la de un inspiradísimo Dexter Gordon, en 1969 y en Copenhagen, con una base extraordinaria (Kenny Drew en piano, Niels-Henning Orsted Pedersen en contrabajo y Art Taylor en batería, la de Lee Konitz en saxo alto y Art Pepper en clarinete, la del trompetista Art Farmer con Jimmy Heath en saxo tenor y Harold Mabern en piano y, por supuesto, la del saxofonista Archie Shepp en una lección de expresividad junto con John Hicks en piano, el contrabajista George Mraz y, en batería, Idris Muhammad.
3. “Cartas de amor que se queman” (Cuchi Leguizamón-Manuel Castilla)
“Los lugares son personas, sólo que viven más”, decía el escritor Héctor Tizón que decía el músico Gustavo Leguizamón. La cita hacía referencia a una de las características más obvias de uno de los creadores más importantes de la música argentina. La relación de sus obras con el paisaje es tan real como indiscutible. Pero reducir su importancia a ese aspecto es como pretender que las canciones de The Beatles son geniales por la manera en que reflejan la vida en Liverpool o en Londres en los 60. Y hay una canción, extraordinaria, desesperada, en que no se habla del paisaje para nada. Parafraseando a Borges, allí el hombre del interior habla de lo que realmente le interesa, la soledad, el amor, la muerte. Y es que Leguizamón, al fin y al cabo, era un músico curioso, moderno e informado; tanto el que componía canciones que estrenaban Los Fronterizos y hacía los arreglos (complejísimos, raros, siempre musicales) para el Dúo Salteño como el que escuchaba –y estudiaba– a Beethoven, Ravel o Satie.
“Ay, niña, no queda nada de todo lo que soñamos”, empieza diciendo la letra de Manuel Castilla. “Nuestro amor son estas llamas que están quemando mis manos”. La angularidad de la melodía, sus saltos del grave al agudo, su crispación y sus disonancias, son el sonido inevitable de las palabras: “Son como un ala de luto/ volando papel quemado/ las cartas donde lloraba/ este pecho enamorado”, Y el estribillo, que se repetirá al final, dice que quien quema cartas de amor no sabe que enluta su corazón. La primera grabación de esta pequeña obra maestra la registró el Dúo Salteño. Después, mucho después, llegó la ejemplar y descarnada lectura –potente en su íntimo recogimiento– de Liliana Herrero con el guitarrista Juan Falú. Roxana Amed con Adrián Iaies, Guillermo Klein y la Bruja Salguero, más alguna versión coral, documentan los viajes que una canción es capaz de emprender.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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