Las cartas sobre la mesa y lo que nadie quiere escribir: el futuro
En el año 2008, Horacio González y Gustavo Nahmías publicaron un texto radiante: “Breve diccionario de palabras y expresiones del quehacer político en Argentina”. Formaba parte de un libro que compiló el propio Horacio (Beligerancias de los idiomas…). Como el taxista que a mil metros descubre a un chofer de Uber, cualquiera de nosotros descubre en ese texto de doble firma la línea de González: “La investigación de este lenguaje es la infinita trocha de cornisa que nos comunica con lo que tiene la política como mayor facultad imaginativa: la creación del lenguajes que invocan su origen ‘prohibido’ mientras traban relación formalmente continua o sistemática con los dominios de la ley”.
González -desde los años sesenta-, Nahmías -desde los ochenta-, conocen el mundo de la militancia, la política y el peronismo por dentro. Pero en este texto casi anterior al comienzo de una época (la que arranca en el conflicto con el campo), muestran aún una distancia irónica con la política, llamémoslo un resabio “gestual” de la crisis de 2001. Con humor de salón e invenciones simpatiquísimas de una bibliografía apócrifa construyen este breve diccionario en el que aparecen expresiones como “Abrochar”, “Ambulancia”, “La Banelco”, “Bunker”, “Desierto”, “Freezar”, “Le soltaron la mano” (que comienza así: “Acción practicada sobre un político que cae en desgracia, preferentemente sin haberlo percibido”), “Mojar”, “Ñoqui”, “Paladar negro”, y un largo etcétera que, insisto, aún figura en González y Nahmías la licencia de una distancia con la “política profesional” que, a través del kirchnerismo (incluso para quienes lo enfrentaban), había recuperado juego después de la crisis.
Años después, quizás, este texto no podría haber sido escrito desde las condiciones retóricas más solemnes que envolvían la experiencia política profesional (a veces hasta asfixiarla). Quién sabe. Sí es cierto que en González no habitó nunca esa “debilidad” fetichista por descubrir y asimilar el lenguaje de “la” política, ni su uso fascinado, su jerga, sino más bien lo que tiene ese breve diccionario escrito con Nahmías: mirar la producción, intervenirla, estudiarla, entenderla. Los años, después, podrían sumar palabras a ese Diccionario abreviado (hay una tendencia de acento de barrio que sale mal en el uso de expresiones como “derpo”, “gobernas” que hace a una especie de aprendizaje acelerado a diez segundos de la impostura).
Pero a partir de los años 2008 y 2009 el conflicto del campo y la “batalla cultural” achicaron la distancia con la política para muchos intelectuales que empezaron a ponerle palabras a la política. Probablemente eso, como un búmeran, también convirtió en objeto de investigación al propio “quehacer” intelectual en la política. La ironía daba un giro y desde el periodismo, o desde núcleos políticos afectados, solían atacar y reírse, por ejemplo, de la retórica pomposa de “Carta Abierta” o del estereotipo del intelectual universitario.
Lanata se ensañó contra ellos (en un sketch en pleno apogeo de su PPT) donde presentaba un hombre con polera negra, pelo largo hasta el cuello, libros en una mano, cigarrillo en la otra y retórica barroca. No era distinto a los que había visto deambular en su viejo Página 12. Más allá de la caricatura fácil, nadie dejó de exhibir la proximidad entre la política y el mundo de las ideas. El macrismo también tuvo sus hombres y mujeres de las ciencias sociales, sus solicitadas, sus “intelectuales orgánicos”, sus cónclaves, aunque algunos lucieran antiintelectuales; y aunque sólo pareciera el ingeniero Macri preocupado por sumar más ingenieros y economistas. En política la necesidad de tener un relato es ley.
En la lectura de los nombres de las firmas de “las dos cartas” (sobre todo, del matete de quienes firmaron ambas; la que era a favor de Alberto, la que era a favor de Cristina) se vivió el verdadero efecto político: las tensiones de una “lealtad intelectual” que se presenta ahora como hija de padres separados. Las misivas parecerían ceñirse sobre los usos de una palabra vidriosa (“moderación”) o las omisiones (unos dicen a los otros no haber nombrado al macrismo, como si no fuera ya el camello borgeano de ese Corán llamado qué mierda nos trajo hasta acá). Las cartas parecen más un ajuste de cuentas de “teoría política” (como si el menú real fuera entre moderados y radicales) que “abiertas” a la profundidad de dónde está parado el país (la inflación, la restricción externa, la pobreza, el agotamiento de recursos) y las ideas concretas que pudieran empezar a sacarlo de ahí.
Pero quizás lo que cruje entre cartas, marchas, lealtades cruzadas, victimizaciones insólitas (del fantasma de las renuncias a una autopercibida “proscripción”), negociaciones y operaciones entre bandos oficiales es un modelo de gobernabilidad creado, justamente, en 2002: el modelo de gestión duhaldista. Una forma de gobernar desde la supremacía bonaerense: el país y el peronismo son conducidos desde la Provincia de Buenos Aires; y con el clásico triángulo de retenciones al agro, políticas sociales y el mercadointernismo que se pueda. Un bipartidismo reducido al AMBA. Un tapón que parece hacer imposible para las dos “coaliciones” aquella excepción de la política argentina que hizo factible el ascenso de un Carlos Menem o un Néstor Kirchner: construir un liderazgo desde el interior profundo. De la periferia al centro. La herencia dura del modelo duhaldista donde gobernar la Argentina es gobernar el Conurbano, y que fue achicando a un país que, efectivamente, es más grande que el Área Metropolitana de Buenos Aires. Y en simultáneo la pregunta que el analista Ignacio Fidanza despunta en este texto tras la marcha del 24 y frente a la multitud que Máximo Kirchner convocó a su alrededor: ¿qué hacer con ese capital político acumulado?
Mientras tanto, los interesados consumieron algún informe que revela acaso la punta del iceberg de un intríngulis que se incuba y que sólo se podría graficar así: esa encuesta que todos leyeron donde Milei alcanza un 20% de apoyo nacional. Más o menos creíble, como un fantasma demasiado agitado, pero muchos tuvieron esta semana por un rato el culo en ese hormiguero. Hasta el macrismo. Pero viajemos al pasado, entonces. A otras cartas, otras querellas de las que también estamos hechos, aunque sepamos esa trampa: nunca estamos a la altura del pasado, o por lo menos hasta que el presente se haga pasado, y ese pasado… nos dignifique.
Carta abierta en sobre cerrado
Las cartas abiertas tienen un sentido -digámosle- de oxímoron. Rompen aquello que hace al aura de un papelito en un sobre: su privacidad, su inviolabilidad. No se abren los sobres ajenos, nos enseñan de chicos. La carta pública nace abierta, descosida, sin pegamento en el sobre. Tienen ese artificio retórico del que apela a una intimidad que nace rota. Se escriben contra o para alguien, pero con testigos. Son eso: cartas con testigos.
El bello y feroz siglo XIX, un poco escrito con sangre. Una excursión a los indios ranqueles está hecho a partir de una serie de cartas de Lucio V. Mansilla frente a la fascinación doble: por la vida de esos “indios” y por el futuro de esas tierras de frontera. El tan mentado viaje del otro lado del fortín del que no se vuelve intacto. También Las ciento y una/Cartas Quillotanas, esa rabiosa correspondencia entre Alberdi y Sarmiento, en las consideraciones sobre la figura de Urquiza y que organizan algo del desenlace de ese siglo. “Rara vez o nunca hablo de mí- dice Alberdi. Tengo por ridículo el yo, como dice Pascal. El yo es odioso, ha dicho Labruyere, y permítame agregar que el yo es culpable, cuando la agonía de la patria impone a sus hijos el deber de olvidarse de sí, para pensar en ella.” Alberdi no ahorraba argumentos: “Es el general Urquiza el que ha venido a nuestras creencias, no nosotros a las suyas, y lo digo así en honor de ambos…”. El honor de ambos estaba herido.
El filósofo Peter Sloterdijk alguna vez escribió algo así como que las bibliotecas modernas son las cartas que los intelectuales se escriben entre ellos. Papeles erguidos y rotos. La relación entre intelectuales y política va del modelo sarmientino del siglo XIX (con la espada, con la pluma y con la palabra, un escritor presidente), al escritor profesional (Lugones) en la Argentina del Centenario, hasta llegar al modelo del compromiso (Viñas leyendo a Sartre, el escritor con la foto de solapa en la calle) y después el fusil (Walsh, el “yo era médico” del Che). Ahí hay un arco estudiado y contado de mil maneras, como en la investigación de Claudia Gilman.
En el XX, la correspondencia entre Perón y Cooke adelanta en años el nudo gordiano del siglo: la batalla final de los años setenta. Un Perón que habla de masas, guerrillas y desdeña golpes de Estado (trata con desdén al valiente General Valle). Se escriben poco tiempo antes de la revolución cubana y su modelo de exportación. De 1956 a 1966 es el viaje del calor al frío entre el viejo General y su discípulo, el mejor intérprete para un Perón que no escatima las contraseñas de su conducción. Le dice Perón: “El hombre necesita ser mandado, pero nadie le reconocerá semejante cosa y menos aún que usted sea el hombre indicado para hacerlo. Se pueden congeniar las dos cosas. Mandándolo sin que él se dé cuenta que se lo hace. De todos modos lo que usted necesita de él es la obediencia, no el reconocimiento. Por eso las directivas mías a los comandos de exiliados tratan de presentar el problema en forma que no tenga usted ningún inconveniente, trabajando en mi nombre, y ordenando lo que sea necesario sin que nadie pueda objetar nada. Eso y su buen tino permitirán aun favorecer la zona de transición entre mi dirección y la suya. (…) Lo primero que tiene que hacer es decir a algunos boludos de amigos, que siempre en estos casos se dedican a ser más papistas que el Papa y que son los que se empeñan en peleas inútiles y aun perjudiciales, contra los que murmuran contra su jefatura. Lo que usted necesita es que le obedezcan, no que lo amen.”
Un gran cuento de Silvina Ocampo se llama “Carta perdida en un cajón”. Pero algunas cartas (más o menos “perdidas”) son estridentes. Como la que escribió Victoria Ocampo en junio de 1953, cuando la fundadora de “Sur” escribió a los intelectuales que habían pedido por su liberación, tras lo 26 días que pasó en la Cárcel del Buen Pastor. En la carta leemos: “Las miserias, las debilidades de la humanidad y también sus arranques de generosidad nunca se me aparecieron con tanta evidencia como en esos 26 días, y me alegra haber tenido oportunidad de vivirlos. Éstas no son palabras en el aire. Además nunca he sentido como en esos días lo que significa la camaradería en la desgracia y el calor de la ternura humana entre desconocidas”. Ocampo, sin victimizarse, daba letra a su antiperonismo. En la vereda opuesta, Alicia Eguren, la Rosa Luxemburgo de estas pampas (escritora, periodista, que destacó como “cuadro” sobre todo a partir de la Resistencia y de cuidarse las espaldas con Cooke), escribió el 4 de octubre de 1971 la “Carta al General Perón”, publicada en el número 12 de la revista “Nuevo hombre”: “En sus manos está acelerar el proceso revolucionario en el país y en el Continente o troncarlo y desviarlo y multiplicar sus dificultades”.
A esta altura de la soirée la carta de Walsh se cita sola. Y una parte de su obra se encierra en un círculo de cartas: la carta a Vicky, el documento crítico dirigido a los que conducen su organización y la canónica carta a la Junta Militar. El padre, el oficial de contrainteligencia, el escritor. El documento crítico parece la voluntad de un quiebre (es su carta cerrada a la Junta Militante) hasta reaparecer en el final ya como escritor argentino, el hombre público, el puño y letra. El escritor argentino y la represión. Walsh, que sí hizo la guerra, se pasó un año tratando no sólo de vencer o de no ser vencido, sino de entender qué sociedad y qué experimento económico era ese “Proceso” (la tan citada metáfora de “miseria planificada”), y su Carta también funciona como armisticio, como si firmara que la tortura sin límite es el límite de lo impensado por la conducción de la guerrilla cuyos errores políticos había hecho subir por la roldana orgánica en un inmejorable texto crítico: “Después del 24 de marzo del 76, cuando las condiciones eran inmejorables para esa lucha, desistimos de ella y en vez de hacer política, de hablar con todo el mundo, en todos los niveles en nombre del peronismo, decidimos que las armas principales del enfrentamiento eran militares y dedicamos nuestra atención a profundizar acuerdos ideológicos con la ultraizquierda”.
Walsh firma la carta como “un escritor”, vuelve a la máquina de escribir y a los cuentos policiales, y contiene también en ese traje civil una desobediencia a sus conductores. Cartas que se sostienen entre sí: la crítica al propio jefe. Lo que Walsh transgrede no es sólo el poder de una época, sino su propia conciencia: le señala los puntos ciegos, los callejones sin salida a su propia dirección política. La mejor carta es la que duele escribir.
MR
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