¿Qué pasó el 4 de agosto de 1976?
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El atentado y muerte de monseñor Enrique Angelelli
El recuerdo de Angelelli en el pueblo que lo vio morir: “Pienso en él todos los días, estaba siendo perseguido y siguió con la misma entrega de siempre”
Unos pedazos de vidrio dentro de un frasquito.
-Son esquirlas de la camioneta del Pelado. Así le llamábamos a Monseñor Enrique Angelelli.
Y luego:
-Las tengo guardados desde aquella vez –dice Doña Francisca, con voz tenue, acercando también una estampita. En la estampita perdura una mancha que explica que es una mancha de sangre también de “aquella vez”, cuando el por entonces obispo fuera asesinado por los militares. Hoy hace 46 años de eso. Doña Francisca, con sus largos 70 años, mira con un dejo de nostalgia al frasquito y a la estampita en una mesa del patio de tierra de su casa en Punta de los Llanos, un pueblo de 500 personas en la aridez más absoluta de La Rioja con las montañas recortadas en el horizonte.
Doña Francisca recogió las esquirlas horas después del 4 de agosto de 1976 cuando, según la dictadura, Angelelli se accidentó y murió en la ruta a unos kilómetros de Punta de los Llanos, pero que según Arturo Pinto, ex sacerdote quien acompañaba a Angelelli y único sobreviviente del hecho, se trató de un atentado: volcó tras una persecución y encerrona, justo mientras sus ocupantes investigaban los primeros crímenes del terrorismo de Estado en la provincia. El testimonio de Pinto fue clave en el juicio que en 2014, tras 38 años de impunidad, condenó a prisión perpetua a los represores Luciano Benjamín Menéndez y Luis Estrella como autores intelectuales por el asesinato de Angelelli. La justicia lo consideró como delito de lesa humanidad, “consecuencia de una acción premeditada, provocada y ejecutada en el marco del terrorismo de Estado”.
Poco antes de su asesinato, y sin temor a represalias, Angelelli se había reunido con el general Luciano Menéndez, comandante del Tercer Cuerpo de Ejército, por los crímenes de los sacerdotes tercermundistas Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville, y del laico Wenceslao Pedernera. Todos eran colaboradores directos del obispo riojano. Angelelli sabía que estaba marcado pero nunca renunció a los principios del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y buscaba llegar al hueso de la investigación. Quería elaborar un informe para enviarlo al Vaticano. Con sus íntimos solía dibujar círculos concéntricos para explicar que él estaba en el centro y era el próximo blanco militar. El 4 de agosto, mientras volvía de El Chamical a la capital riojana, su camioneta Fiat Multicarga apareció volcada en plena ruta. El cadáver del obispo, con los brazos abiertos en cruz y un golpe en la nuca, se encontró a 25 metros del vehículo. En el juicio de 2014 se determinó que un auto lo siguió, le dio un topetazo y, con Angelelli ya en estado de inconsciencia, alguien con ayuda de al menos una persona lo sacó a rastras de su camioneta, lo golpeó en la cabeza y lo mató. El obispo tenía 53 años.
“Lo recuerdo todos los días. Era una persona con coraje y alegría, estaba siendo perseguido y siguió con la misma entrega de siempre. Él sabía que lo iban a matar”, suelta Francisca, que formaba parte de la Congregación de San Antonio de Padua en Buenos Aires y, junto a otras tres hermanas, se mudaron en los ´70 a La Rioja a pedido de Angelelli. Hoy es una de las pocas que quedó con vida y el recuerdo sigue intacto. A veces lo acompañaba a dar misa. Cierta vez, la policía los frenó en un retén. A él lo cacharon especialmente, con insistencia. “Pesar que a esos changos les di la confirmación”, le comentó luego a Francisca. En otras oportunidades le tocó esconder o quemar libros que eran considerados “subversivos”, y se ríe cuando menciona que uno de ellos era sobre el Cubismo, que los militares creyeron que se trataba de la revolución cubana. “El Pelado era muy culto, pero nunca se imponía con su conocimiento. Era humilde, sencillo, abierto. En sus tiempos muertos escribía poesía. Y nunca le faltaba tiempo para ser atento y generoso. Después de misa nos hacía una sopa y nos llevaba a nuestra casa con su auto. El obispado era una iglesia de puertas abiertas y con su muerte se volvieron a cerrar”.
Francisca trabajó en las comunidades rurales, se metía en los precarios ranchos de lona y jarilla con una misión clara. “Vayan casa por casa a tomarse un mate y a escuchar sus historias. No hay que enseñarles nada, sólo aprender de la gente”, era todo lo que les decía el Pelado. Doña Francisca recuerda que en los diarios locales se criminalizaba a Angelelli diciendo que era comunista y que escondía armas en el obispado. También tenía a sectores de la Iglesia en su contra: los Cruzados de la Fe, por poner un caso, era un grupo de terratenientes conservadores que persiguió de forma sistemática a la pastoral del obispo. La propaganda en su contra era tan descomunal que hasta hoy, dice Francisca, hay personas que creen que “algo habrá hecho para morir”.
-¿Él sabía realmente que lo iban a matar?
-Sí, pero nunca nos transmitió miedo. El Pelado hacía chistes, se divertía con la gente, siempre se acordaba de sus cumpleaños y ayudaba de cuerpo presente. Sabíamos que tuvo la oportunidad de irse del país, pero no quiso. Su muerte hizo que muchos se fueran, nuestro trabajo se partió en dos.
-¿Usted qué hizo?
-Decidí quedarme, porque sentí que los poquitos que continuamos en la pastoral debíamos prolongar su legado. Me seguían de cerca, una vez casi me llevan. El estigma se siente hasta hoy. Los policías seguían viniendo a mi casa en la democracia porque creían que escondía armas. Ponían todo patas para arriba. Mi única arma es la biblia, les decía. Hasta hace poco me enteré que hubo vecinos que me denunciaron porque vieron descargar cosas de una camioneta, cuando eran donaciones para ayudar a gente. Todavía se me asocia a Angelelli y creen que tengo armas en el patio. Lo único que tengo son unas lechugas en mi huerta –cuenta Francisca, con una sonrisa tan incrédula como simpática.
A pocos kilómetros de allí y en la ermita de Enrique Angelelli, en el punto exacto donde ocurrió su crimen en la ruta, se preparan para un nuevo aniversario. Ramona Romero oficia de laica anfitriona y prepara el cáliz en el que el obispo dará la misa. Dice que vienen católicos a agradecer los favores recibidos y “milagros” de Angelelli como también ateos que lo respetan por su compromiso político y social. La ermita suele llenarse con más de mil personas que acuden desde varios puntos del país y hasta turistas extranjeros que conocen su impronta latinoamericana: Angelelli fue uno de los sacerdotes tercermundistas más conocidos del continente.
-Preparamos ollas de locro y las sillas no nos alcanzan -cuenta Ramona, entusiasmada.
Aunque luego se sincera:
-La memoria de Angelelli no es tan masiva en La Rioja. Hay gente que todavía lo rechaza porque piensa que fue un extremista de izquierda y ésta sigue siendo una provincia conservadora. Los jóvenes no lo conocen. Angelelli rompió los moldes, y en sacerdotes nuevos se siente que sigue siendo una influencia en la cercanía y la simpleza que tenía con el pueblo.
Una cruz de hierro con flores en el pórtico de entrada, luego, a unos metros, una estatua gigante con el Pelado de anteojos sosteniendo una biblia en una mano y en la otra con la palma abierta, en gracia. Una pequeña capilla en el centro de la ermita, donde los visitantes dejan escrito sus gratitudes.
-El juicio fue un antes y un después: después de ahí, pese a los que se resisten en reconocerlo, empezó un concientización. Hasta en la policía se habla con respeto sobre la vida de Monseñor Angelelli –enfatiza Ramona.
En 2018 el Papa Francisco reconoció el “martirio en odio a la fe” padecido por Angelelli y sus compañeros -los sacerdotes Gabriel Longueville, Carlos de Dios Murias y al laico Wenceslao Pedernera- y tomó la decisión de beatificarlos. El reconocimiento eclesiástico fue fruto de un trabajo minucioso del actual arzobispo de Mendoza, Marcelo Colombo, quien se encargó de recoger información, sortear obstáculos institucionales y ordenar el proceso vaticano para obtener la declaración martirial.
“Fue un obispo que asumió plenamente su misión de buen pastor entre su gente, preocupado por anunciarles a Jesucristo y, a la vez, ayudarlos a salir adelante, a crecer en la conciencia de su dignidad, a animarlos a organizarse para afrontar solidariamente la dura vida de los pobres”, dijo Colombo cuando salió la beatificación de Angelelli como mártir cristiano. “Aún hoy se desconoce la identidad de los autores materiales de su homicidio. La Iglesia Católica demoró todavía más para asumir institucionalmente el martirio del obispo riojano”, apuntaba aquella vez el periodista Washington Uranga.
Conocido como el obispo de los pobres, desde siempre se había opuesto a la dictadura militar de forma pública y abierta. Nacido en Córdoba el 17 de julio de 1923, había ingresado con apenas 15 años al seminario. Fue ordenado sacerdote en Roma en 1949, y obispo auxiliar de Córdoba en 1960. Antes, como cura, había trabajado como asesor de la Juventud Obrera Católica (JOC). Siendo obispo participó de las sesiones del Concilio Vaticano II (1964-65), un acontecimiento fundamental en la renovación de la Iglesia Católica. En 1968 el Papa Paulo VI le confió la conducción de la diócesis de La Rioja y allí desarrolló una intensa labor pastoral con trabajadores y campesinos, que le trajo como consecuencia la persecución de parte del poder económico y político de la provincia y a nivel nacional.
-Enrique, te están buscando. Vienen por vos –le había dicho una vez su amigo, el también obispo Miguel Esteban Hesayne.
-Si me escondo o me voy de La Rioja, seguirán matando a mis ovejas –le respondió el Pelado. A los 45 años había sido nombrado obispo de La Rioja. Desde allí su popularidad creció tanto que sus misas dominicales desde la catedral riojana eran transmitidas por radio para toda la provincia. Y eso que, a mediados de los ´70, su suerte parecía estar echada: figuraba en una lista negra de la Triple A como una personalidad que sería “inmediatamente ejecutada”.
“Un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”, solía decir en su círculo íntimo. En su pastoral el obispo también hizo suyas las palabras de arzobispo brasileño Helder Cámara, quien solía recordar después del Concilio Vaticano que “si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.
Pocos días antes de su muerte, el 22 de julio de 1976, pronunció una homilía en la que dijo que “este pueblo, como cualquier otro del país, necesita pastores que sigan haciendo lo que Carlos y Gabriel hicieron hasta ahora, y por lo que murieron”.
Y agregó, en una de sus últimas misas: “Ellos han entregado la vida, no por tontos, ni por cándidos, sino por la fe, por servir, por amar, para que nosotros entendamos qué es servir, qué es amar, qué es no ser tontos. Cristo nos enseña a ser humildes como la paloma y astutos como la serpiente; nos manda tomar la cruz de cada día y seguirlo; nos manda ser mansos de corazón, y tener alma y corazón de pobres. Él nos manda buscar a los más necesitados porque son los privilegiados del Señor, y no rechazar a nadie, porque suya es la respuesta para todos los hombres y para todo hombre, aunque se quiera dudar de esta verdad”.
Angelelli sigue vivo en el presente de múltiples maneras. En abril de este año, sin ir más lejos, la Cámara Primera en lo Civil, Comercial y de Minas de la Primera Circunscripción Judicial de La Rioja resolvió ordenar la rectificación de su partida de defunción. El secretario de Derechos Humanos, Délfor Brizuela, había presentado la demanda judicial porque originalmente estaba asentado que el Beato murió por un accidente en la ruta nacional 38, causa que quedó desestimada con la sentencia judicial del 12 de septiembre de 2014, emitida por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de La Rioja Nº1, integrada por Juan Carlos Reynaga, José Quiroga Uriburu y Carlos Julio Lascano.
Y todavía la justicia tiene cuentas pendientes con otras figuras católicas opuestas a la jerarquía eclesiástica que fue cómplice de la dictadura militar. En julio se cumplieron 45 años de la muerte del obispo Carlos Horacio Ponce de León, quien fuera continuador de la obra de Angelelli. Pero a diferencia suya, su caso continúa impune en un acontecimiento casi calcado. Ponce de León, por entonces obispo de San Nicolás, perdió la vida en 1977 en la ruta nacional 9 cuando una camioneta se le cruzó en el camino. El parte oficial comunicó la muerte como un accidente. Hasta hoy no se condenó el hecho, pese a que una investigación judicial demostró que se trató de un asesinato.
En la ermita, junto a la memoria de Angelelli, se recordarán los desaparecidos de La Rioja. Tanto Doña Francisca como Ramona desean que las nuevas generaciones sientan que el Pelado no era alguien encumbrado ni elevado sino alguien más de los humanos, alguien que jamás renunció ni a sus convicciones políticas ni a sus votos de fe. Algo que, para el obispo, iban de la mano: no había un cambio social, no había una revolución política sin un cambio profundo de la iglesia.
-Él miraba a todos por igual. Y el momento que más me emocionaba era cuando juntaba las manos en la eucaristía. Su amor por Jesús, por el Jesús que caminaba descalzo junto a los pobres y sentía dignidad por su gente, era contagioso –resalta Doña Francisca, y sus ojos se humedecen lentamente en el inverno seco y soleado de los llanos riojanos.
JMM
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