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ENSAYO GENERAL
Opinión

El regreso de la épica del lujo

Triangle of Sadness,  la película de Ruben Östlund.
5 de febrero de 2023 00:05 h

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El otro día un chico me dijo “volvieron las drogas”, y es cierto; nunca entiendo si las cosas van y vuelven en serio o si en mi cabeza decreto tendencias hechas solamente a medida de mi vida, como la gente que piensa que cuando se enamora es que están de moda las parejas y cuando se separa siente que todo el mundo se está separando, pero como me lo dijo alguien más y venía pensando en el tema hace bastante supuse que tendría razón. Volvió el lujo, también, si es que alguna vez se fue, pero sí, tengo claro que alguna vez se fue.

Cuando yo era chica, pongamos, pongamos del 2000 al 2010, había —al menos en la Argentina post 2001, pero creo que era algo más allá de nosotros— una estética de la sencillez, o más bien, una estética de la poca plata. Estaban las tribus urbanas, todavía quedaba algo parecido a una contracultura: la gente joven no quería parecer rica. Me acuerdo porque a los 18, 19 o 20 años todavía me enteraba de lo ricos que eran mis compañeros de facultad cuando conocía las casas de sus padres. No los delataba la ropa, ni las zapatillas, ni los autos. Salvo contadas —y socialmente condenadas excepciones—, las chicas del Liceo Francés hacían un esfuerzo grande por no desentonar con los jeans mal cortados y los vestiditos hindúes que usábamos las demás. Podría ser algo de la edad, pero no, honestamente pienso que es otra época; veo a los de veintipico mostrando orgullosos su ropa de marca.

Los discursos antisistema no sobreviven en ninguna parte: los artistas que la juventud venera firman con las discográficas más grandes y destapan los champagnes más caros de la carta para festejar sus contratos, los progresistas de mi edad y mi nivel de privilegio nos limitamos a decir que no hay ninguna contradicción entre tener un iPhone y ser de izquierda sin hacernos demasiadas preguntas por la cantidad y el tipo de trabajo que hace falta para que esa comida de diez pasos o ese vestido bordado a mano llegue a nuestra vida. En esto pensaba mientras miraba Triangle of Sadness, la última película del sueco Ruben Östlund que ganó una Palma de Oro y podría ganar un Oscar.

Los personajes, como sucedía en la surcoreana Parasite —que comparte con Triangle of Sadness el tema de la forma que toma la lucha de clases en el siglo XXI y las dosis de absurdo y humor negro— son arquetípicos y paródicos, no realistas ni tridimensionales. Más aún, son mucho más autoconscientes e inteligentes, en su capacidad de disociar, de lo que serían sus contrapartes en la vida real. Al principio de la película, eso me molestaba. En una de las primera escenas, la pareja protagónica de modelos-influencers blanquea su “arreglo” (estar de novios por los followers, básicamente) con una precisión conceptual digna de un matrimonio de intelectuales de izquierda; en otra escena del primer acto Yaya, la mitad femenina de la pareja de influencers, se saca una foto comiendo un plato de pastas que reconoce ante el resto de los pasajeros que no piensa comer.

Por lo poco que sé de la vida de los influencers, lo interesante y lo perverso es que no son completamente cínicos sino que se creen al menos una parte de lo que venden: se sienten genuinamente enamorados de esa persona que les conviene para la foto y se autoengañan moviendo los spaghetti por el plato hasta convencerse de que de verdad se los comieron. Pero la película avanza decididamente por fuera de las convenciones realistas y entiendo que no estamos ante una película de personajes sino ante una película de tesis, incluso si se trata de una tesis muy sencilla y hemos leído y visto ya mucha veces. No es particularmente novedoso el mensaje (porque sí, claramente hay un mensaje), pero sí es inteligente la película al identificar la versión más específica del mensaje que corresponde a esta época, la del mundo del servicio esclavizante y humillante entendido como trabajo inobjetable porque peor es morirse de hambre, la del lujo sin pudor ni vergüenza ni cuestionamientos ni horizontes, la versión más autocomplaciente de lo que Mark Fisher llamó el realismo capitalista, esa sensación de que como igual no hay un afuera posible del sistema más nos vale disfrutarlo.

El personaje de Woody Harrelson, el capitán comunista de un crucero de lujo, es la representación de la inacción y la indiferencia contemporáneas: un tipo que se da cuenta del absurdo y la injusticia de la existencia del crucero de 250 millones de dólares que maneja, pero que no puede hacer más que manejarlo y perderse en la bebida, y que de alguna manera sabe que no es tan distinto del millonario ruso con el que conversa, aunque él cite frases de Lenin que el ruso capitalista conoce, porque las aprendió en la escuela, y el ruso frases de la Thatcher. El capitán comunista representa a lo que Fisher llamaba la clase media que se rebela contra sí misma, que ni siquiera empieza a pensar cómo salir de esa paradoja (el capitán, al menos, parece entender que la paradoja existe) y en cambio solo elige el vocabulario que más cómodo le quede para evitarla: “Lo interesante”, escribió Fisher en su blog, “es que están protestando contra sí mismos. No hay ningún enemigo afuera. Saben que ellos mismos son el enemigo”.

 Por supuesto no voy a contar cómo termina, pero solo para quienes ya la hayan visto aventuro que el final es lo menos fisheriano de toda la película. Mark Fisher (que, por si no quedo claro todavía, es para mí la única persona que podría haber dicho algo perfecto sobre Triangle of Sadness: si estoy acá intentando escribir algo decente es solo porque no está él para escribir algo genial) hubiera, creo yo, entendido lo que la película quiere contar sobre el resentimiento de clase, pero no hubiera comulgado con su hipótesis sobre el poder, con esa tesis —bastante realista en el sentido del realismo capitalista, y quizás un poco antipolítica también— de que cuando los obreros toman el poder necesariamente se vuelven cerdos igual que la clase dominante. Hasta esa intuición llego: a él le hubiera gustado la película, hubiera defendido la chatura paródica de sus protagonistas —¿necesitamos que todos los villanos sean sensibles y tridimensionales? Ya vemos ricos con sentimientos en todo el resto de los productos audiovisuales— y hubiera dicho algo muy genial sobre este final medio pavo y la supuesta dictadura del proletariado, pero esa genialidad no la llego a pensar yo. Es la parte que nos toca perdernos sin él.

TT

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