Rock y política, la victoria de la domesticación
¿Las crisis en espiral descendente de estos 40 años tuvo quien cante la justa? ¿Acaso la música pudo puntuar este declive que amenaza ser abismo? ¿Cuáles son, por ejemplo, las lecturas que el rock dejó en estas décadas jalonadas por sucesos estremecedores? ¿Qué informará su repertorio a un historiador del futuro que avizoramos ruina sobre ruina?
Rock y política, entonces. Digamos de entrada que esta es una historia abreviada de malos entendidos y confusos entreveros. Antes de pensarlos, una anécdota necesaria de otras latitudes. Hablo de Frank Zappa y su aterrizaje en Praga, el 20 de enero de 1990. Apenas asumido, el presidente de Checoslovaquia, Václav Havel lo había invitado en calidad fan y para tributarle un agradecimiento en nombre del nuevo Gobierno. The Mothers había sido una fuente inspiradora de la disidencia política, con The Plastic People Of The Universe a la cabeza. Y ahí estaba Zappa, después de la llamada Revolución de Terciopelo, hablando con Havel en su despacho sobre el insigne Capitán Beefheart. “¿Esto es The Twilight Zone o qué?”, se preguntó.
Raúl Alfonsín debió haber hecho lo mismo con Charly García, acaso el gran agitador cultural durante la dictadura, al tomar posesión de su cargo. Pero la escena checa no cabía en el perímetro de nuestra compleja transición democrática. Entre Havel y Zappa había cuatro años de diferencia. Una mayor distancia generacional separaba al flamante mandatario del autor de “Los dinosaurios”. Nada diferente a lo que podía suceder en 1965. En Mi primera novia, la primera película protagonizada por Palito Ortega ese año, el changuito cañero tiene una banda de rock and roll. El saxofonista (Edgardo Suárez) no puede tocar una noche porque el padre le prohíbe salir. El grupo le pide explicaciones. “Yo sé lo que hago, a mí nadie me enseña cómo educar a mi hijo. En cuanto a vos (reprende al hijo), te quedarás tres días sin salir, para que aprendas a obedecer”. Suárez se va de la casa. Asume su condición de desviado. Sostiene Howard Becker que la desviación es una suerte de “infracción a algún tipo de norma acordada”. Un grupo o una persona define una actividad en términos negativos. El sociólogo norteamericano investigó esas reacciones en su propia sociedad frente a los consumidores de marihuana y los músicos de salón, verdaderos infractores morales, outsiders que no aceptan las reglas por las cuales son juzgados, al punto de invertir los lugares. Para el infractor, es el otro quien está en falta.
La película de Enrique Carreras termina con la mutua aceptación y reconocimiento entre padre e hijo. Los herederos de Palito asumieron con mayor elocuencia y orgullo la condición de outsiders. Ahí tenemos el manifiesto spinettiano: Rock: música dura, la suicidada por la sociedad. La contracultura como punto de fuga frente a la extrema politización. Así se atravesaron los setenta y los peores años del terrorismo de Estado. Charly puso el cuerpo y las palabras que ni siquiera estaban en la timorata dirigencia política (la Multipartidaria es de 1981 y ya habían sido editados Películas, de La Máquina de Hacer Pájaros, y La grasa de las capitales y Bicicleta, de Serú Giran). Alfonsín, el bonachón joven de ayer 24 años mayor que García, dueño de otra discoteca y sentido de lo musical, no podía ser Havel. Cualquier otra reacción habría formado parte de una dimensión desconocida solo aceptable en años venideros.
La transición supuso un giro festivo. Los Twist encarnaron esa alternativa. La dicha en movimiento es un documento sugerente de cómo podían experimentarse los primeros días democráticos. “Veinticinco estrellas de oro” habla de una plaza colmada en la que no cabe un alfiler, y con la Bombonera ardiendo. “Como dijo Sarmiento: las Masones en bicicleta/ y los radicales a pie”. La fiesta republicana se teñía de boinas blancas y de un nuevo blanco que entraba por la nariz. “Naso, naso, naso, naso, naso, naso/ se viene el cordonazo”. El “general” es un fantasma que recorre una canción que se apropia de unas estrofas de la “marchita” para, después de pasar revista a la alineación del Boca campeón 1969, aboga por una nueva síntesis: “Los Twist, Gardel y Perón”.
El jolgorio irónico apunta contra la lógica contravencional. “Pensé que se trataba de cieguitos” cuenta la experiencia sabatina de un joven que se topa con seis tipos de “anteojos negros” que lo interrogan en la calle. “Acto seguido me invitaron a subir al Ford”. Lo someten a un breve interrogatorio en la comisaría. Y como era “muy tarde” le sugieren que se quede. Vaya cohabitación. “A los tres días de vivir con ellos/ de muy buen modo me dijeron váyase”. Pero, antes de irse, le advierten que volverán a verse. “No fueron las pastillas, fueron los hombres de gris”, apostilla Charly en “Nos siguen pegando abajo”. El asunto es “policial”, incluso en “Los dinosaurios”. En la séptima canción de Clics modernos, de fuerte impronta renovadora, queda en suspenso la posibilidad de que aún desaparezcan “los amigos del barrio”, “los que están en los diarios”, “la persona que amas”, y se manifestaba la certeza de que los depredadores “van a desaparecer”. Ese potencial peligro genera zozobra. “No estoy tranquilo, mi amor/ Hoy es sábado a la noche/ Un amigo está en cana”.
El horror pasado, su dimensión atroz, no se tematiza, se elude o menciona al pasar. “Usualmente, solo flotan cuerpos a esta hora”, canta Luis Alberto Spinetta en “Resumen porteño”, en su extraordinario Bajo Belgrano, presentado en diciembre de 1983. “Los que sobrevivieron marcaron huellas”, señala el muy joven Fito Páez en “Viejo Mundo”, su disco debut, y llama a no olvidar a “los que se fueron”.
Admito cierta arbitrariedad en este recorte (de hecho he soslayado la cuestión Malvinas y el Festival de la solidaridad). Lo que entra y queda afuera en el seguimiento de esta transición omite consideraciones estrictamente musicales. Se camina sobre un alambre de púas, entre la “teoría de los dos demonios” que será refutada en el mismo juicio a los excomandantes, y las inmediatas dificultades de materializar el nuevo dictum estatal “con la democracia se come, se cura, se educa”. Alfonsín sueña con un Tercer Movimiento histórico que resuma las mejoras aspiraciones del yrigoyenismo y el peronismo. Fito conjuga ese horizonte de expectativas en “Yo vengo a ofrecer mi corazón”. El Plan Austral marca no obstante el pulso de los latidos. Pero él, en nombre de muchos, cree que no todo “está perdido”.
El optimismo se atempera. “Hoy te convocan a la plaza/ Y mañana te la dan”, rezonga Miguel Mateos en “En la cocina faltan huevos”. La cocina de la institucionalidad se ve desbordada de detritos. Mano de obra desocupada, la llaman. La CGT lanza huelgas. El radicalismo menguante había aprendido la lección. Vale la pena tutelar esa música que convoca a los jóvenes. Los Fabulosos Cadillacs no serán recordados por sus iluminaciones artísticas, aunque sí por su desaire al diputado Jesús Rodríguez. Cómo sentarse a la mesa servida por un Gobierno al que le tuercen el brazo los uniformados. Se había fundado no obstante una relación entre el rock y el Estado.
El estatuto del rock era cuestionado antes desde sus entrañas por Los Redondos con sus propios deseos de autonomía. “¿Y cuánto vale se la banda Nueva/ y andar trepando radares militares?”. El Indio Solari salpica frases reveladoras sobre el estado de la cuestión. A la distancia, “atrapado en libertad”, el verso que pone fin a “Preso en mi ciudad”, es una de las imágenes más diáfanas de aquel presente de condicionamientos. “Entre las lluvias y los Falcon”, tercia Spinetta.
Los ochenta avanzan entre tropezones. Escuchamos notas al pie del desencanto. “Cultura y poder son esta porno bajón”, detecta el mismo LAS en “La bengala perdida”. Los militares presionan por el fin de los juicios. La deuda define los límites de la redención. La ofrenda de Páez es reemplazada, al compás de las desilusiones y las primeras leyes de impunidad, por un nuevo repliegue hacia adentro. Charly es el heraldo del menemismo aun cuando se encontraba germinando. “No necesito a nadie alrededor”.
La contingencia, con sus rispideces, no parece merecer más que un avistamiento lejano. Es interesante lo que sucede con los ascendentes Soda Stereo en el Festival de Viña del mar, en febrero de 1987. Chile está convulsionado. La lucha contra la dictadura de Augusto Pinochet es intensa y cuesta muchas vidas. La radicalización muestra sus límites. Y allí está el talentoso Gustavo Cerati, al frente de su banda. “Para todo el pueblo de Chile, para cuando pase el temblor”, dice y arranca aclamaciones del público. Esa solidaridad sugerida se pone en entredicho en la letra. “Despiértame cuando pase el temblor”. Se trata de resguardarse de las rugosidades mundanas. La política es tectónica y no siempre se toleran sus cimbronazos. “A veces tengo temor, lo sé/ a veces, vergüenza”. Como tantos.
En diciembre de ese mismo año aterriza Sting en Buenos Aires. Eduardo Berti y Gabriela Borgna, periodistas de Página 12 entraron a la conferencia de prensa previa a los recitales en River Plate con dos Madres de Plaza de Mayo. “Recuerdo la cara de Daniel Grinbank cuando nos vio entrar con las Madres. Puso cara de espero que no vengan a hacer lío”, me recordó Berti, el autor de Un padre extranjero, en un WhatsApp. “Lo que también recuerdo es que ahí se generó un debate sobre si el rock argentino era de izquierda ante la mirada de Sting”. El inglés pidió verlas cuando terminara la charla. Este que escribe, por entonces periodista de la agencia cubana Prensa Latina, acompañó luego a Berti y Borgna a la sede de las Madres. Llegó Sting. “Nunca había venido un músico de rock”, dice una madre.
Al otro día fue el primer concierto. “Cuando ellas subieron al escenario hubo gente que las silbó, había personas emocionadas y otras que decían qué hacen estas viejas acá”, me hizo acordar el escritor desde París. La situación da cuenta de complejas simbolizaciones cuatro años después de recuperada la democracia. El bajista retorna en 1988 como parte del mega concierto de Amnistía Internacional, junto con Peter Gabriel y Bruce Springsteen, entre otros. León Gieco y Charly se suman al concierto. Cuando concluye, García roba la escena a las luminarias. Se inmiscuye entre ellos. Les da letra a los astros caritativos y al público. “Derechos humanos ya, párense, luchen, nunca dejen nada por hacer”. Lo que él ya no podría.
Cómo no escuchar un comentario irónico sobre las abstracciones humanitarias en Los Redondos al cruzar la década. “Y ¡ay, ay! puede fusilarte hasta la Cruz Roja, nene/ ¡En esta vieja cultura frita!”. La ciudad no ofrece garantías. “Te encanará un Robocop sin ley”. Tango Feroz angeliza en 1993 la pretérita adversidad de los sesenta. Esa biopic sobre el autor de “Natural” es una declaración de impotencia. La primavera había marchitado. Puesto en boca de Fito en el 2000: “Allá en los comienzos de los años ochenta/ el mundo aún se podía mover/ estaban altas las defensas/ no se comía tanta mierda”. Qué notable revisión.
La convertibilidad monetaria de Menem había arrojado un extendido manto de conversiones. Mejor estar “a un millón de años luz de casa”. No cito en vano Canción animal. Es un disco hermoso, pero sin signos de época, salvo por el hecho de... haberse grabado en Miami. Lo signa su equidistancia respecto del momento. Marca el escaso o nulo desdoblamiento ciudadano mientras se suceden los temblores. Nadie quiere ser un intelectual profético. Además, la autonomía del arte cobija. Menem cree que todo es capitalizable y recibe a Los Rolling Stones. Materializa las fantasías de la paridad cambiaria. A esas alturas, el Estado espectacularizado no necesita adalides culturales. Apenas monigotes.
Los noventa se devoran a Charly. La figura del “desviado” retorna con él aunque “medicalizada” a partir de sus incidentes e internaciones clínicas. Hebe de Bonafini intenta rescatarlo. García juega su propio juego de desesperación. No participa del festival de las Madres, realizado en 1997, nueve años después del recital de Amnistía. “Ni un paso atrás”, realizado bajo el peso de los indultos, cuenta con la participación de Gieco, Los Piojos, La Renga, Divididos, Attaque, Los Caballeros de la Quema, Todos Tus Muertos, Bersuit Vergarabat, Las Pelotas, Actitud María Marta, A.N.I.M.A.L y Rata Blanca. Pasado y presente ya adquieren otra consistencia en el cancionero. Pensemos en “El vuelo”, de la Bersuit, en La era de la boludez (“cuando la mentira es la verdad” irrumpe como refutación de los espejitos de colores primermundista), o “La casa desaparecida”, portentosa narrativa de Páez. “Se viene el estallido” es una canción augur del desastre de 2001. “No da más! La Murga de los Renegados”, avisa Solari en Momo sampler. Al mismo tiempo, este impugnador de los noventa retrata la alienación previa al derrumbe: “están mis muertos tan lejos/ de la pantalla en que vos te mirás”.
El estallido post corralito encuentra en “El ángel de la bicicleta”, de Gieco uno de los documentos más convincentes al revisar esos días incendiados. “Bajen las armas que acá hay pibes comiendo”. Estamos todavía en tiempos de video clip y el autor funge ante las cámaras como jefe de Estado. La neo-cumbia es poderosa. Homenajea a un joven militante social y auxiliar de cocina en un barrio popular, asesinado por la policía santafecina. Gieco incluye en la canción las últimas palabras de la víctima, Claudio Lepratti, pero podrían haber sido las de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (“bajen las armas”), ultimados por un oficial de la bonaerense en 2002.
En esos instantes inversivos en el barro del conflicto de una música de esporádica politización, no muy distinta a la de la sociedad (cómo podría serlo), irrumpe el kirchnerismo. Comienza, de la mano de Alberto Fernández, en su condición de jefe de Gabinete, un proceso de “patrimonialización” del rock. Los conciertos en la Rosada de los ídolos del ministro -con el macabro trasfondo de Cromagnon- constituyen un punto de corte que coincidirá con la gradual pérdida de negatividad de lo que en un momento fue el soporte sonoro de un movimiento cultural y devino solo un género en las bateas antes de la desmaterialización. Si, en 1973, Spinetta se valía de un manifiesto acusador, el discurrir del siglo XXI, con las heridas sociales a flor de piel y la precarización, el culto al estrellato, el Grammy como paradigma y las reversiones celebratorias de viejos éxitos, transformaron por lo general a ese mismo rock en “un caníbal desdentado enseñando a masticar”, para citar otra vez al ineludible y septuagenario Solari.
La situación que ejemplifica ese entropismo nos reencuentra con Palito, en su calidad de redentor de Charly, su antiguo antagonista. Lo cura, alimenta y educa. Realiza a su estilo la promesa alfonsinista. García participa del disco de Ortega Cantando con amigos. Aquel cruce fue desmenuzado en Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el rey, el ensayo que escribimos con Pablo Alabarces en 2021. El tucumano había juntado a su alrededor a Moris, Pedro Aznar, David Lebón, Nito Mestre, Celeste Carballo, Daniel Melingo, Juanse, Tweety González, Fernando Samalea. Charly interviene en “A mi amigo le gusta el rock”, canción compuesta en su homenaje. “Siempre hizo lo que tuvo ganas, se tiró también de una ventana/ Del noveno piso solo porque quiso darse un chapuzón”.
Palito reescribe al rock en todo su trayecto. En “Dios lo hace todos los días”, el bajo de Aznar parafrasea sus solos de 1979. El sonido fretless tomado de Jaco Pastorius para “Eiti Leda” desemboca en las aguas menos esperadas: las de la reconciliación de los supuestos extremos. Victoria del enderezamiento. El disco marca a su vez la transición del kirchnerismo al macrismo. “Ey, ¿qué te pasa, Buenos Aires?”, cantaba Fito en “El diablo en tu corazón”, de 2000. Tan Biónica responde 14 años más tarde “Qué noche mágica ciudad de Buenos Aires” y se convierte en banda sonora de una nueva derecha con veleidades culturales, al punto de ser distinguidos por el presidente Mauricio Macri. Falta poco para que el programa de Nicky Vainilla sea factible.
Al llegar al poder, mirándose al espejo de Alfonsín, Fernández completó la rectificación del desvío con la guitarra en la mano. Un fan de Litto Nebbia y Spinetta había alcanzado las funciones ejecutivas mientras el trap y el hip-hop le robaban centralidad a la música que lo había educado y que contribuyó a estatizar (mucho más sencillo que expropiar una aceitera, desde ya). Algo más ominoso: a 40 años de “Nos siguen pegando abajo” Javier Milei, excantante de rock, puede hacer suyo de un tema de La Renga y, nada menos, “Se viene el estallido”. Tráfico de palabras. Deflación de los sentidos. Sería escandaloso, pero no por completo inverosímil, que la capacidad de fagocitar significados de la ultraderecha haga suya “La pregunta”, de Babasónicos, y, estribillo mediante, desafíe a sus huestes sedientas: Quién está dispuesto a matar en favor del darwinismo absoluto.
AG
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