Adopción: el tabú de formar una familia numerosa y con chicos grandes
“Por suerte tengo el campo y me traigo leche”, dice Inés desde el tambo familiar en el que trabaja en Coronel Brandsen, provincia de Buenos Aires. Cada día, en su casa consumen casi dos litros. “A veces mi hermano carnea y también traigo”, agrega.
Desde hace cinco años, la dinámica familiar cambió. En su casa, en las afueras de la ciudad, cada día se ponen en marcha dos lavarropas y se amasa pan de a montones. En su casa ya no son dos, sino siete. En 2017, Inés Pini y Alejo Castro adoptaron a cinco hermanos y hermanas de entre 6 y 11 años.
Solo el 0,13% de las personas que deciden adoptar aceptan más de cuatro niños, niñas o adolescentes. Inés y Alejo están en ese universo diminuto y ahora, cinco años después, organizan el Día de las Infancias para Danna (15), Morena (13), Rodrigo (12), Agustín (11)
Y Valentino (10). Ya les compraron un reloj a cada uno para que aprendan a leer la hora. “Es algo que nos quedó pendiente, por eso seguimos con el tema de las enseñanzas. A los más grandes les hemos enseñado a nadar, a andar en bicicleta, un montón de cosas que capaz nenes de la edad de ellos ya lo saben”, cuenta Alejo a elDiarioAR desde su negocio de productos agrícolas.
La convocatoria de adopción les llegó por WhatsApp, una amiga de Inés les reenvió el mensaje. Cuando ningún Registro de aspirantes tiene respuestas para la búsqueda de postulantes, las Convocatorias Públicas son la última instancia para restituir el derecho a vivir en familia para niños, niñas y adolescentes. Inés entró al link y leyó: cinco hermanos. Se lo reenvío a Alejo. “Llamá”, le respondió él. “¿Viste que son cinco?”, retrucó ella. “Si, si. Llamá”. Hacía cuatro años que estaban inscriptos en el Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos, Inés tenía 44 y Alejo 39 y ya habían habían hecho varios tratamientos para tener hijos. Se anotaron junto a otras 130 familias, pasaron evaluaciones, entrevistas y quedaron preseleccionados junto a otras 7.
“Fue un parto de quintillizos”, dice Inés. La primera vez que se vieron fue en la Facultad de Psicología de la UBA. Esperaron a los chicos en el bar, les llevaron tortas, regalos y una mini cancha de fútbol que usaron para jugar en una de las aulas. “Me costó mucho ese día, fueron sentimientos encontrados. Algunos te van a decir que es el momento más lindo de tu vida. Una amigota mía adoptó dos más chiquititos y me dijo que fue el mejor momento de su vida y yo pensé: ‘Este no es el mejor momento’. Y no es porque eran grandes porque la mayor tenía 10, eran unos bebitos, pero todo te parece mucho. No es que esperás algo, no sé qué esperás, pero me costó. Hicimos lo que pudimos, todos estábamos nerviosos”, recuerda.
Según las últimas estadísticas del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación publicadas este mes, solo 0.13% de los postulantes tiene disponibilidad para adoptar a más de cuatro niños, niñas o adolescentes ( 3 en un total de 2430 casos). En cuánto a las edades, la familia Castro también es una excepción: solo el 1.89% de los postulantes aceptan chicos de 11 años. “Lloré un día entero, me había agarrado una angustia, mucha inconsciencia. Te tirás a la pileta olímpicamente”, relata Inés mientras sonríe.
Después de ese encuentro hicieron la vinculación durante tres meses. Se reunieron en plazas, parques y, otros días, los chicos viajaron desde la Ciudad de Buenos Aires hasta Coronel Brandsen. Finalmente, semanas antes de la Navidad del 2017 sellaron el vínculo. “Siento que pasó un tornado en estos cinco años. Renegás, me volví vieja, pero te cambia la vida para bien. A ellos les cambia, a todos”, comenta Inés. “No solo que estamos a 200 kilómetros por hora y, de repente, somos un montón, también tuvimos que agrandar la casa, ver el tema del colegio, médicos, deportes, la parte emocional”. En esos días, les regalaron colchones, bicicletas, ropa, calzado, sábanas, mochilas, hasta un termotanque. “Rodeate de una red de contención, me dijo una psicóloga y es tal cual. Somos de familias muy numerosas y siempre nos mandan cosas”, agrega Inés, que tiene cuatro hermanos igual que Alejo.
“¿Te puedo decir mamá?”, fue lo primero que le preguntaron. “Estaban desesperados porque querían tener una mamá, una familia, un perro, una cama, sus cosas. Estaban chochos porque tenían abuelas, abuelos, primos, podían andar a caballo, ir a los cumpleaños”, dice Inés mientras hace fotocopias del legajo de una de las nenas a la que más tarde llevará a una consulta médica. Todos van a una escuela jornada completa. A las 16.30, cuando salen, empieza la logística de actividades extracurriculares: unos van a básquet, otros a fútbol, otros a la psicopedagoga, otros a la psicóloga, otros a baile, otros arte. A la noche, además de la cena, preparan las viandas para el día siguiente.
“Es todo una movida, el tiempo que están en la escuela nos da un changüí para poder trabajar. Después, hay que desparramarlos para un lado y para el otro. Educarlos es un trabajo grande, son todos muy pegaditos. Llevarlos, traerlos, ver qué les pasa, que les deja de pasar, por qué tiene amigos, por qué no tiene amigos, cosas que ocupan trabajo en la mente. Pero sentarte en la mesa y tener toda esa multitud alrededor a mi me encanta. Somos de familia grande los dos y es lindo compartir, me gusta escuchar las anécdotas de cada uno”, dice Alejo.
Hace unos meses estuvieron en San Luis, fueron en un motorhome de la familia. Antes recorrieron Villa Pehuenia, Caviahue, San Martín de Los Andes, Villa Gesell y Tandil. “Entramos justito, cuando crezcan los muchachitos más chicos no van a entrar. No sabes lo divertido que es: hicimos la Ruta de Los Siete Lagos y fue lo más lindo de todo”, cuenta Alejo. A veces, a la noche, cuando todos duermen conversa con Inés y se preguntan: “¿Cómo no nacieron acá?”. “No podes entender que no nacieron acá, sino en otra casa porque en la vida cotidiana uno piensa que fueron de acá toda la vida”, dice Alejo.
Durante la pandemia se complicó. Tuvieron que conseguir computadoras para las clases virtuales: Inés trajo una vieja del trabajo, consiguió otra de regalo y fueron piloteando las clases a distancia. “La pandemia fue difícil, por suerte ellos se entretenían con cualquier cosa. Un día atraparon un pollito y lo empezaron a criar, resultó ser un gallo de riña que cantaba a las 4 de la mañana y nos picaba a todos”, recuerda Inés.
También hay cambios en la vida social. “Algunas cosas se te cortan: ya los amigos no te invitan más a comer a la casa”, se queja Alejo mientras se ríe. “Son tanta multitud que la gente no te invita a comer porque es un quilombo y vos no invitas gente porque la casa está justa, a pesar de que tenemos una casa grande. Vienen dos o tres pibes más y es un quilombo porque se potencian”, agrega. Para el próximo domingo organizaron una juntada con toda la familia, le calculan 60 personas.
“Al principio te cuesta porque quizás, querías un bebito chiquito y el de 10 capaz vivió otras cosas, pero ese está tan feliz y a vos te llena plenamente que le hayas cambiado la vida al igual que él te la cambia a vos. Es una maldad que no tengan la oportunidad porque son chiquitos”, dice Inés
“Hay que ser valientes, dejarse de jorobar y adoptar igual”, cierra.
CDB/MG
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