El lunes 21 de diciembre la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) al fin le dio luz verde: recomendó la autorización de la vacuna contra el coronavirus desarrollada por la pequeña empresa biotecnológica alemana BioNTech junto al gigante farmacéutico Pfizer. Fue nueve días después de que su contraparte estadounidense, la FDA, hiciera exactamente lo mismo.
En ambos casos, se trató de un momento histórico: nunca antes una vacuna experimental había atravesado con éxito las fases de los ensayos clínicos ni había sido autorizada para su uso de emergencia en tan poco tiempo.
El anuncio propició el arranque de la vacunación europea. “Es el comienzo del fin”, titularon varios medios. Pero hubo un detalle burocrático que muchos pasaron por alto. Ni lo advirtieron. En la ficha técnica y demás documentos que describían tanto la composición química, forma de administración, contraindicaciones, reacciones adversas posibles y eficacia de este producto biológico, un secreto conocido solo por unos pocos en el mundo durante meses era revelado: su verdadero nombre.
Aunque no lo parezca, es un elemento importante. Desde su largada en enero pasado, la llamada “carrera por la vacuna” no consistió únicamente en una disputa científica. O siquiera una contienda geopolítica para ver qué nación -Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido- se convertía en la salvadora del mundo. También implicó una batalla conceptual. Aprovechando el escenario de la pandemia para redimirse, las grandes farmacéuticas o “Big Pharma” -uno de los sectores con peor imagen pública según Gallup, ya sea por los precios abusivos de sus medicamentos como por su fuerte poder de lobby, casos de fraude o por su participación en la crisis de opioides en Estados Unidos- hicieron pasar cada avance, cada conquista científica y luego la anhelada victoria como suya.
En un golpe de relaciones públicas, la cobertura periodística de las vacunas no se cansó -ni se cansa: sigue ocurriendo- de destacar sus nombres, sus logos por encima de los centros de investigación, universidades y científicos verdaderamente responsables. Esto se ve con claridad en la disposición de la ANMAT en la que se autoriza el uso de la vacuna de la Universidad de Oxford/AstraZeneca en Argentina: no se menciona ni una sola vez las palabras “Universidad de Oxford”. Solo figura “COVID-19 Vacuna AstraZeneca”.
En un golpe de relaciones públicas, la cobertura periodística de las vacunas no se cansó -ni se cansa: sigue ocurriendo- de destacar sus nombres, sus logos por encima de los centros de investigación, universidades y científicos verdaderamente responsables.
En muchos casos, incluso las referencias a las inversiones estatales que permitieron el desembarco de estas vacunas fueron minimizadas, como si estos medicamentos hubieran sido un éxito exclusivo del sector privado.
Detrás de estas operaciones, sin embargo, se encuentra la ciencia. Mucho antes de ser la “vacuna de Pfizer”, al compuesto candidato se lo conocía simplemente por su designación técnica: BNT162b2, una fórmula desarrollada por una pequeña compañía biotecnológica hasta entonces poco conocida llamada BioNTech, fundada en la ciudad de Maguncia en 2008 por la pareja del oncólogo Ugur Sahin y la inmunóloga Ozlem Tureci -ambos hijos de inmigrantes turcos- dedicada a fármacos inmunoterapéuticos contra el cáncer. Su apuesta destacaba del resto por un enfoque completamente nuevo: el de aprovechar el material genético llamado ARN mensajero para transformar eficazmente las propias células del cuerpo en fábricas de vacunas.
La pandemia fue el campo de pruebas perfecto para la nueva tecnología o “plataforma”: hasta diciembre de 2020 estas innovadoras vacunas nunca habían sido aprobadas para su uso contra alguna enfermedad.
Fue el 17 de marzo -seis días después de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia- cuando la pequeña empresa alemana y un gigante como Pfizer entablaron una alianza. El acuerdo y una inyección fastuosa de dinero les permitió acelerar los procesos, así como tender a lo largo del mundo la columna vertebral que permite el desarrollo con éxito de un medicamento: los ensayos clínicos.
Mientras avanzaban las pruebas en más de 40 mil voluntarios, otra investigación mucho más silenciosa se realizaba en paralelo. Antes de concluir la Fase I, los ejecutivos de BioNTech habían contratado los servicios de una de las más grandes empresas especializadas en el desarrollo de marcas e identidades, el Brand Institute que en 2018 ideó el 80 % de los nombres de medicamentos aprobados por la FDA. La etiqueta “BNT162b2” no bastaba.
“Una marca poderosa puede influir en el comportamiento y las actitudes”, indica Tom Blackett, especialista en gestión de marcas y autor de Brand Medicine: The Role of Branding in the Pharmaceutical Industry. “En el corazón de todas las marcas se encuentra un conjunto de valores, creencias que los clientes tienen sobre una marca que les resulta intuitivamente atractiva y que probablemente influyan en sus percepciones”.
El proceso de elegir el nombre comercial de un medicamento normalmente implica dos años. Durante la pandemia, ese trabajo semiótico se condensó en seis meses.
El proceso de elegir el nombre comercial de un medicamento normalmente implica dos años. Durante la pandemia, ese trabajo semiótico se condensó en seis meses.
Recién en junio, sin comunicados de prensa y luego de barajar más de mil combinaciones posibles, BioNTech registró ante la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos una lista de posibles candidatos. Entre ellos figuraban “Covuity”, “RnaxCovi”, “Kovimerna”. Otra opción, RNXtract, se presentó en agosto.
El ganador, sin embargo, fue otro. Su vacuna terminó llamándose “Comirnaty”. “Representa una fusión de los términos Covid-19, las siglas de la tecnología detrás -mRNA- e inmunidad”, explica Scott Piergrossi, presidente de operaciones y comunicaciones del Brand Institute con sede en Miami, sobre la marca comercial de este medicamento cuyo nombre genérico es tozinameran y fue aprobado por la OMS. “En su conjunto el nombre está destinado a evocar la palabra comunidad y a destacar los esfuerzos globales conjuntos que hicieron posible este logro con un rigor y eficiencia sin precedentes”.
Así figura en los documentos de autorización de la EMA, así como en los de la ANMAT en Argentina. Pero no tendrá una trayectoria de vida fácil. Deberá imponerse a su denominación coloquial, la manera cómo la conocen millones: la nada inocente etiqueta de “la vacuna de Pfizer”, instalada por medios y comunicados de prensa a partir de la reiteración.
La elección de la identidad de marca de la primera vacuna contra el coronavirus autorizada corrió el velo que cubre un negocio millonario y poco conocido en el que se realizan malabares lingüísticos para bautizar los medicamentos que usamos todos los días.
Asignarle un nombre a un producto que por lo general tarda una década en llegar al mercado luego de una inversión de dos mil millones de dólares no es una tarea fácil. Las compañías farmacéuticas suelen pagar a agencias de branding cientos de miles de dólares para dar con una marca atractiva y memorable que distinga su producto del resto y le transmita al consumidor cierto atractivo emocional.
Este proceso suele iniciar varios años antes de que un laboratorio presente su droga a una agencia reguladora para su aprobación. Ya no basta con recurrir a la fuente biológica de la que se obtiene el medicamento como sucedió en 1899 cuando el químico Felix Hoffmann de Bayer registró la aspirina (de “a” por el proceso de acetilación al que se somete al ácido acetilsalicílico, “spir” por la planta Spiraea ulmaria de la que el compuesto fue aislado e “ina” un sufijo común en aquella época para los nombres de medicamentos que los hacía fáciles de pronunciar). O como hizo Alexander Fleming en 1928 al llamar al primer antibiótico “penicilina” por el hongo Penicillium notatum de importantes propiedades antibacterianas.
Para llegar a la marca comercial de un medicamento se debe atravesar barreras legales, de marketing, lingüísticas y comerciales. Por ejemplo, la FDA o la EMA no aprobarán el nombre propuesto de una droga que suene demasiado a otro ya existente para evitar que médicos receten por error el medicamento incorrecto.
“También hay que garantizar que un nombre no tenga asociaciones negativas o problemas graves de pronunciación en los mercados en los que se lanzará el producto”, advierte Alison Azulay, abogada especialista en propiedad intelectual. “Un nombre perfectamente aceptable en inglés puede resultar desastroso, en otros mercados”.
Las buenas marcas crean asociaciones con los atributos del producto. Valium (diazepam), por ejemplo, viene del latín “vale” que significa “adiós/buenas noches”. Otros apuntan a sugerir la enfermedad que pretenden calmar: por ejemplo, Tamiflu trata la influenza (gripe).
También se le presta bastante atención a las letras seleccionadas y los efectos que generan en el consumidor: se dice que consonantes como P, T, D, K, Q y C transmiten poder. En cambio, V, F, S, X y Z comunican la rapidez de acción de un medicamento. Mientras que H, J y W no se suelen usar pues generan problemas de pronunciación en varios idiomas.
En la Argentina, esta manipulación subliminal no es tan directa. Según la ley 25.649, las recetas de los medicamentos deben tener el nombre de la droga que los compone y no su marca comercial para que se pueda elegir libremente cuál comprar.
Aún así, estos juegos lingüísticos inducen actitudes. Esto se ve claramente en uno de los productos farmacéuticos más famosos de las últimas décadas: Prozac. Desarrollado en 1971 por la compañía Eli Lilly, el antidepresivo más utilizado en el mundo nació como el compuesto “LY110141”. En 1975 recibió el nombre genérico de “fluoxetina”. Primero se probó como tratamiento para la presión arterial alta. Luego contra la obesidad. Hasta que terminó funcionando en depresivos leves.
La FDA recién aprobó la nuevo molécula en 1987. La droga necesitaba una identidad comercial, un nombre de mercado fuerte. La consultora de marketing Interbrand la bautizó “Prozac”. El nombre sonaba positivo, profesional, fuerte, rápido y también hilarante (“zak” en hebreo significa risa).
Rápidamente se filtró en el léxico y la cultura popular. Debido a que era un fármaco seguro, los médicos comenzaron a recetarlo a pacientes con síntomas más leves. En 1990, se convirtió en el antidepresivo más vendido de todos los tiempos. “Existía toda la idea de que el Prozac te hacía mejor”, advierte Joanna Moncrieff, autora de The Bitterest Pills: The Troubling Story of Antipsychotic Drugs.
Popularizado por memorias como Prozac Nation de Elizabeth Wurtzel, su éxito ayudó a que las condiciones psiquiátricas comenzaran a ser vistas como aceptables a los ojos del público: es decir, que la depresión y otros trastornos mentales eran enfermedades tratables, no fallas de carácter.
Interbrand también fue la empresa responsable de la elección del nombre Viagra (sildenafil) de Pfizer. Se dice que fue elegido por sus referencias al vigor, la fuerza y la calidad de vida. Se especula que está inspirado en la palabra sánscrita “vyaghra” que significa tigre. Cuando el producto fue lanzado en marzo de 1998, transformó un tema tabú en un problema médico con solución. Hoy es una de las la marcas farmacéuticas más famosa del mundo.
Como se ve, la elección de un buen nombre resulta un proceso complejo. La FDA, de hecho, rechaza un tercio de los cientos de nombres propuestos anualmente.
Como se ve, la elección de un buen nombre resulta un proceso complejo. La FDA, de hecho, rechaza un tercio de los cientos de nombres propuestos anualmente.
Encontrar un nombre adecuado -recordable, distintivo- de un fármaco implica un equilibrio. Se puede desear sugerir ciencia de vanguardia pero no tanto como para que no sea visto como un producto tan nuevo capaz de implicar un riesgo para la salud.
A la hora de bautizar una vacuna eficaz, eso importa. Si bien Moderna aun no reveló el nombre de marca definitivo de su vacuna de ARN -se cree que lo hará cuando reciba la aprobación definitiva de la FDA en los próximos meses-, en septiembre registró opciones como “CovidVax”, “SpikeVax” y “SpykeVax”. Así como lo había hecho con “WuhanVax” en enero, aunque por claras razones no se cree que termine usándolo. Johnson & Johnson, por su parte, en octubre reservó las opciones “Jcovav”, “Rezymnav”, “Rezymden”, “Fampelsen”, “Aqcovsen”, “Evcoyan”, “Abfivden”, “Jcovden” y “Ovcinden”.
Lejos de privilegiar su impacto sonoro, países como Rusia han resaltado en su elección el orgullo nacional al remitir a viejas glorias con el nombre Sputnik V (Gam-COVID-Vac). El Serum Institute de la India -el mayor productor de vacunas del mundo- prefirió subrayar la dimensión protectora al denominar “Covishield” a la vacuna de Oxford/AstraZeneca recientemente autorizada en ese país.
A diferencia de antiinflamatorios, ansiolíticos y otras drogas recetadas, los nombres de vacunas contra el coronavirus tienen otro escollo extra que superar: la manipulación política. Como se vio en los últimos meses, a las vacunas candidatas no se las suele conocer fuera de los laboratorios por sus nombres técnicos como ChAdOx1 nCoV-19/AZD1222 (Oxford/AstraZeneca), NVX-CoV2373 (Novavax), JNJ-78436735 (Johnson & Johnson), Ad5-nCoV (Cansino Biologics), BBIBP-CorV (Sinopharm).
Las palabras elegidas para referirse a ellas en medios de comunicación constituyen un ring de disputas ideológicas. En noviembre, el corresponsal de Fox News, Geraldo Rivera, sugirió nombrar la vacuna contra el coronavirus de Pfizer/BioNTech “The Trump” para aliviar la derrota electoral. “Con el mundo tan dividido y todos diciéndole que tiene que darse por vencido y que es hora de irse, ¿por qué no nombrar la vacuna 'The Trump'?”, dijo luego de que el presidente estadounidense se atribuyera falsamente el mérito. “Sería un buen gesto para él, y dentro de unos años se convertiría en una especie de nombre genérico. ¿Ya tienes tu Trump? Tengo mi Trump; estoy bien”.
En Argentina, esto se advierte en especial en el criterio selectivo con el cual ciertas corporaciones mediáticas opositoras y comunicadores se refieren a la vacuna Sputnik V del Centro Gamaleya despectivamente como “la vacuna rusa”. O en el caso de candidatas de Sinopharm y Sinovac como “vacunas chinas”. Es decir, refieren a su procedencia geográfica con el objetivo de instalar un sentido, un modo de ver el mundo, así como de moldear las actitudes de sus audiencias al remitir tácitamente a anticuadas representaciones imaginarias (Rusia y China como estandartes del comunismo y la tiranía), lejos de lo que sucede con “la vacuna de Pfizer” o “la vacuna de AstraZeneca”, fórmulas lingüísticas en las que se privilegia no su origen -nadie habla de “la vacuna alemana” o de “la vacuna inglesa”- sino el laboratorio farmacéutico que las produce y comercializa.
En Argentina, se advierte en especial en el criterio selectivo con el cual ciertas corporaciones mediáticas opositoras y comunicadores se refieren a la vacuna Sputnik V del Centro Gamaleya despectivamente como "la vacuna rusa".
“Rusia y China son sociedades más distantes para nuestra población que Occidente y sus empresas”, señala José Luis Fernández, doctor en ciencias sociales de la Universidad de Buenos Aires y vicepresidente de la Federación Latinoamericana de Semiótica. “La gestión de salud está obligada en estos temas a referenciarse en el discurso científico y no avanzar en otros campos. Si no contribuye a la segregación entre bandos y a la consiguiente desconfianza en un proceso que es bastante delicado”.
Como ocurre con las posturas opositoras al lenguaje inclusivo, los discursos alrededor de las vacunas contra el coronavirus -así como sobre cualquier aspecto de la pandemia- no son inocentes. Una vez desnaturalizados nos recuerdan algo que hemos olvidado: las palabras que usamos para referirnos al mundo terminan construyéndolo.
FK
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