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Caso Báez Sosa
OPINIÓN
Hasta que un día llegaron ellos

María Graciela Sosa Osorio, la mamá de Fernando Báez Sosa, en una manifestación para pedir justicia en febrero de 2020, a pocos días después del crimen. Miles de personas acompañaron el reclamo ante el Congreso de la Nación.

Alejandro Seselovsky

7 de enero de 2023 00:25 h

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Si todo preso es político, todo crimen es cultural. Las masitas de Yiya Murano entregan una cartografía bastante completa de las señoras de clase media, toda esa nomenclatura del té, la vajilla y los modales puesta a matar para evadir pagarés. Asesinato en el mundo de las finanzas de barrio, prestamistas de acá a la vuelta, la Argentina que cacarea amistad y te sirve cianuro.

Nadie se hubiera fascinado con unos rulos morochos, pero los de Carlos Robledo Puch eran el mismísimo sol de la bandera. Y como el hombre que muerde al perro, el rubio que mata es noticia. 

Porque el negro mata.  El rubio en cambio lleva encima la pigmentación angélica de las criaturas de Dios. El Ángel, la película que narra la vida de Robledo Puch, tramitó estos consensos. Llegar al cine es llegar a un umbral de los consenos públicos: teñí esos rulos con negro Issue y te quedás sin estreno.

A los crímenes de lesa les corresponde otra escala: no hay crimen más crimen que el crimen de lesa humanidad. Ahora, el resto del devenir criminal es ejecutado hacia el interior de nuestra condición doméstica: el robo del siglo son unos tipos que habían visto películas de robos.

El crimen como una operación de dragado cultural, como una excavación al fondo marrón de lo que somos.

El crimen como un absceso, como una gota de pus sobre el tejido urgente de la consciencia. El absceso es una acumulación de glóbulos blancos y bacterias (pus) que el cuerpo crea para provocar dolor y encender así el alertas de la infección. Después el dolor se purga. Pero no hay cura sin tajo.

Diez rugbiers matan al hijo de un encargado paraguayo a la salida de una disco con nombre francés en un balneario inventado por el hippismo argentino. Hablemos de quiénes somos.

Deporte y clase

En 2008 fui Santa Fe a conocer a don Amilcar Brusa, el tipo que fabricó a Carlos Monzón como campeón del mundo. Lo encontré, con más de 80 años, en un gimnasio de UPCN haciendo guantear a los pibes que llegaban de las villas. Una noche, comiendo chupín de sábalo en el quincho de Chiquito, me lo dijo así:

- Los chicos que vienen a verme pelean para comer.

Al día siguiente fuimos a un entrenamiento. El único rival que subió al ring era la condición de clase porque peleaban contra uno otro, pero en rigor peleaban con el hambre.

Deporte y clase es un tag que las narrativas periodísticas argentinas han tipificado lateralmente, en general a través de una historia superadora que postula inspiración. Pero la trama cultural, historicista, nunca queda dicha en esos cuentos del día.

En contrasimtería al boxeo, el polo está igualmente atravesado por la circunstancia de clase. Hasta el plan quinquenal de Perón, que masificó la moto Puma y el Rastrojero Diesel, el caballo era todavía un bien utilitario del argentino suburbano. De hecho el Turf era el fútbol antes de fútbol, un asunto de masas que tenía en Irineo Leguizamo a su D10S y en Carlos Gardel, al potro que lo cantaba. La industrialización desplazó al animal y la tracción a sangre fue quedando sumergida hasta alcanzar la última napa de la indigencia cartonera. Hacia el vértice superior de la pirámide social, en cambio, el caballo se volvió el Lotus de un patriciado criollo reducido al haras de su expresión estanciera.

Los pobres son pobres, los ricos son ricos, la diversidad -en cambio- es una pertenencia de clases medias.

Los caddies del golf, tenis deporte blanco, negro tumba del ring. En el paisaje que se forma cuando deporte y clase obtienen su cruce, el rugby también se deja leer aunque como una expresión menos definitiva que el polo o el boxeo. Es lógico: los pobres son pobres, los ricos son ricos, la diversidad -en cambio- es una pertenencia de clases medias. Clases de clase media: la ilustrada, la cuentapropista, clase media empleada, pyme, propietaria, clase media que alquila. Clase media progre, clase media gorra. LGTB+ y mataputo. Peronista y antiperonista. Abortera y antiderecho. De la avenida Santa Fe y de Montes de Oca al fondo. El mosaico es ancho y el rugby expresa uno de esos bordes, uno de los tantos bordes de clases medias que tenemos, la más aspiracional según la síntesis del imaginario, ese tanteo de la verdad que construimos entre todos. No corresponde ubicar al capital simbólico del rugby en un tejido de clases altas, sino en un deseo de cierta clase media por percibirse alta. Ningún joven de clase verdaderamente acomodada veranea en Villa Gesell. El rugby es una conjetura social.

La clase media del rugby es Homero Simpson, el flojo, celebrando su musculatura en el espejo.

Ahora bien, no siempre el rugby contuvo en su nación intramuros esta expresión desencantada de violencia tilinga. Hay un dato sorprendente, o por lo menos inesperado, que reubica a la familia del rugby argentino en un contexto de trascendencia política: de los 220 deportistas desaparecidos por la dictadura cívico militar, 150 son rugbiers. Es decir, cuando hubo que enfrentar el terrorismo de Estado, el rugby puso los muertos.

De los 220 deportistas desaparecidos por la dictadura cívico militar, 150 son rugbiers. Es decir, cuando hubo que enfrentar el terrorismo de Estado, el rugby puso los muertos

¿Cómo se explica? En los setenta, la impronta simbólica de Ernesto Guevara Lynch de la Serna, el Che, muerto en 1967, se extendía con la fuerza de su arquetipo: el joven de clases altas que juega al rugby y decide que le dará la espalda a sus procedencias para dejar la vida combatiéndolas. Antes de remera, Guevara fue ejemplo de una praxis y el deporte que practicaba formó parte de esa edificación. 

El personaje y su mito, sin embargo, son insuficientes para agotar la respuesta, lo que produce la necesidad de afinar la pregunta: ¿cómo se narra la curva que va de la juventud rugbier revolucionaria de los setenta a la bulla de pendejos que veranean en Gesell creyendo que se broncean bajo el sol de José Ignacio? 

“Los rugbiers desaparecidos eran estudiantes de la universidades públicas”, dice Gustavo Veiga, autor de Deporte, desaparecidos y dictadura (Ediciones Al Arco, 2006). Sigue Veiga: “yo jugué al rugby en los setenta, lo hice en un club de Lanús. Entrenábamos en el campito, de noche, porque todos laburábamos. Nos tocó, por supuesto, jugar contra Newman o Champagnat, y ahí se veía claramente un perfil de clase que es el que se impuso como totalidad del rugby, pero esa totalidad es un estigma. Hay, también, un rugby popular”.

El club de rugby que más desaparecidos tiene es La Plata Rugby Club, con 20 jugadores -Dios mío, esa ciudad.

Dice Juan Branz, doctor en Comunicación Social de la Universidad de La Plata, autor de Machos de verdad - Masculinidades, clase y deporte en Argentina (Ed. Mascaró, 2020), investigador CONICET y ex jugador de rugby, que el rugby divide para distinguirse. La divisón es entre macho y puto, entre blancos y negros. Dice que el rugby obtura el pleno acceso a partir de esa escisión estructural de su comportamiento social. Cito a Branz de su texto publicado en la revista Anfibia: 

“Hacer deporte entre varones no es constatar cuán heterosexual sos, podés ser o debés ser. Por el contrario: compartir un espacio deportivo con otros varones es exponerte a la medición de cuán ”puto“ sos. Esto no implica –necesariamente- que te gusten tus compañeros o algún otro pibe extragrupo. No. Esto significa cooperar en un espacio donde no se admite ‘lo otro’. Convertir al otro en puto es convertirse uno mismo: la constitución propia a partir de nombrar al otro. Perpetrar al otro mediante violencias (simbólica y física) es la celebración de la propia masculinidad que no acepta otro modo de vincularse con otro varón.”

Así, no hay forma de desentramar género y clase. El hombre puto está haciendo un viraje hacia la mujer. Y el hombre negro está haciendo un viraje hacia el pobre. Ambos, en el paradigma de la clase media que se desmarca de sí misma, merecen violencia física y simbólica. Continiúa Branz:

“La negritud reside en una diferencia de estilo y de clase. La negritud tiene correlación con lo que, en tendencia, la grupalidad del rugby denomina como ‘grasa’. Lo que no es ‘fino’. Lo que no resiste un estándar refinado de costumbres tales como ‘hablar correctamente’, ‘estar instruido’, ‘vestirse mal’ u ‘oler mal’, ‘tener mal gusto’. Pero esta división trae consigo la separación moral del mundo entre ‘blancos’ y ‘negros’, que es la correlación del ‘nosotros’ y ‘ellos’ y del ‘buenos’ y ‘malos’, respectivamente.”

Lo que le gritaron a Fernando Báez Sosa antes de matarlo entre ocho, fue: negro de mierda. Y lo que hicieron después, esos ocho, fue matarlo por negro.

El Negro argentino

Para el 17 de Octubre de este año, en Panamá Revista, el historiador Ernesto Semán trazó una historia breve del desclasado patrio que es, a la vez, signo del sustrato nacional y enemigo de la nación: el gaucho, el compadrito, el cabecita negra, el choriplanero. El siglo XIX, primera y segunda mitad del XX, actualización del XXI: he aquí cuatro veces el negro argentino atravesando los tres siglos que llevamos de país.

La piba que me parió era una adolescente que trabajaba en la limpieza, en la Rosario de principios de los setenta. Además de joven, también era negra y era pobre. A tal punto que no pudo quedarse conmigo y arregló mi adopción cuando todavía me llevaba en la panza. Era muqui, como Nicole Unterüberbacher Neumann llamó a Pampita. Así que soy hijo de Muqui. Y si era Muqui, era negra. Así que soy hijo de negra. La familia que me adoptó, los seselovskys, me crió en un tres ambientes de Barrio Norte, me llevó a Disney con el dólar barato del año 81, a GEBA durante el resto de la década y cuando cumplí los 18 me regalaron un Fiat Vivace cero kilómetro. Así que crecí como lo que Luis D’Elía ha llamado un blanco del centro. Había una tira en la contratapa de Clarín de un sujeto que era periodista y se llamaba El Negro Blanco. Yo soy ese enunciado bicéfalo, yo habito esa esquizofrenia de clase. 

Fui tantas veces a Gesell y tantas veces a bailar a Le Brique que, reacomodadas las coordenadas de tiempo y lugar, ese negro de mierda al que le patearon la cabeza hasta matarlo podría haber sido yo.

La noción argentina (la nación también, pero la noción es un constitutivo anterior) ha sido atrapada, dicha, para siempre enunciada en una línea breve de naturaleza adversativa y conjunción en pugna, cimiento del edificio que somos, la línea que nos funda y nos matriza, el tuit fijado del siglo XIX: civilización o barbarie, los 23 caracteres del determinismo nacional.

Es cierto, en el original de Sarmiento la O es una Y, pero esa copulativa, como un falso 9, está jugando de lo que no es. Civilización y barbarie significa civilización O barbarie, porque la copulativa ingresa lo que la adversativa excluye. Y no estaba hecho de inclusiones el proyecto del país unitario. Si esa Y hubiera sido verdadera, el coronel Mansilla no hubiera fracasado cuando en 1870 volvió de su excursión a los indios Ranqueles y le dijo a la sociedad porteña que el indio era también un argentino. 

Si “seamos libres que lo demás no importa nada” es la línea hacia afuera que tramita nuestra independencia, “civilización o barbarie” es la línea hacia adentro que tramita nuestra guerra civil, la voz que la sella y la valida. Es una línea cuya instauración definitiva dice: son ellos o nosotros.

Mansilla fracasó políticamente porque creyó en una conjunción que no era.

Sarmiento se interesó por una civilización que, entre otras cosas, pasara a degüello al Gaucho. Roca ejecutó esa orden con el Indio. Al compadrito lo mató la traza metalmecánica de la urbe en expansión devorando la orilla. Al Cabecita lo mataron en la plaza del 55 y el choriplanero es asesinado todos los días en el timeline de nuestra conversación nacional que usa nombres propios (el Braian, la Jessy) para consolidar el desprecio y atribuirse una supremacía ya no política, ya no moral, sino estética. 

“La grieta es estética”, escribió, sin vergüenza aparente de haberlo escrito, Javier Navia, director de La Nación Revista, el día que Alberto Fernández asumió la presidencia de la Nación. Esa tarde, con un calor de 40 grados, las mujeres conurbanas se refrescaron en el agüita de la fuente, los remerones haciendo vacío contra las panzas alimentadas a olla, sus hijos en símil Crocs chapotenado en el piletón patrio del pobrerío. Lo escribió, Navia, porque no hay matices ni medias tintas en el tracto sentencioso de la historia argentina y porque la orden es una orden clara: el Negro, no. La deriva de esa negación es la supresión. La deriva de esa supresión es la muerte. La línea que condensa todas estas derivadas es: al Negro se lo mata.

Clase y género

Matar al indio. Matar al negro. Matar al pobre. Matar a la mujer.

Hay 30 años entre el caso María Soledad y el crimen de los rugbiers, y sin embargo es posible rastrear una conversación entre ambos, alcanza con cruzar tres coordenadas comunes. Uno: ambos fueron perpetrados en grupo por, dos, hijos de una clase que se creía con privilegios sobre otra y que, tres, gozaron al matar. 

El femicidio de María Soledad Morales en la Catamarca de los Saadi inauguró la conciencia sobre el país del interior feudal, conciencia que fue rubricada 13 años después por el doble crimen de la Dársena, en la Santiago del Estero de los Juárez.

El asesinato de Fernando Báez Sosa todavía necesita el asiento de la historia y sus perspectiva para entregar un sentido acabado, pero puede leerse en él, menos de un año después de haber ocurrido, una trama de género: los rugbiers también son víctimas. Son asesinos y son víctimas. Del mandato patriarcal de la superioridad física que valida una hombría entendida a partir de la violencia fáctica. De la convicción aprendida hacia el interior del ghetto rugbier de que el macho real es el que pega más fuerte. Asesinos de Fernando, son. Y víctimas de un paradigma de la sociedad y la cultura, también.

En el caso de los rugbiers hay una aspecto fuertemente diferencial con respecto a María Soledad: buscaron ser vistos al matar, quisieron producir espectadores -y esos espectadores produjeron prueba material. No fue solo un asesinato, fue también la vidriera de un asesinato. Miren cómo pego, mírenme pegar. Miren cómo mato, mírenme matar. Y de paso grábenlo con sus celulares.

En cada acción que llevaron adelante esa madrugada a la salida de Le Brique viaja la expectativa de un voyeur que asegure, con su voyeurismo, la victoria. Porque el triunfo debe ser triunfo atestiguado.

En cada acción que Máximo Thomsen; Ciro, Lucas y Luciano Pertossi; Enzo Comelli; Blas Cinalli; Ayrton Viollaz; Matías Benicelli; llevaron adelante esa madrugada a la salida de Le Brique viaja la expectativa de un voyeur que asegure, con su voyeurismo, la victoria. Porque el triunfo debe ser triunfo atestiguado.

 De todos ellos, fue Matías Benicelli, cuya camisa según las pericias quedó impregnada con la sangre de Fernando Báez Sosa, quien le gritó, después de matarlo: “ahí tenés, negro de mierda”. Eduardo Benicelli, padre de Matías, es cazador. Sube fotos con su hijo, un rifle y un antílope muerto. Un hijo que mata por placer con un padre que mata por placer.

#Felizmente

¿Cuánto dura una noticia en el cuerpo? Dos aviones se incrustan en las torres gemelas de New York, todos giramos la cabeza y nos quedamos mirando. Pasan unas semanas, unos meses, y la noticia empieza a ser la memoria de una noticia, va convirtiéndose en su propio aniversario. Un país entero estaba mirando con espanto e indignación los videos que llegaban desde Villa Gesell cuando alguien dijo: coronavirus.

Y de golpe los rugbiers asesinos fueron desplazados por la potencia pandémica de un acontecimiento planetario. El asunto podría ir quedando atrás, entonces, hasta que se actualice con la novedad de la condena, si es que efectivamente los asesinos reciben la prisión perpetua que el expediente parece prometer. Pero en rugbiers hay algo más que un hecho con fuerza de tapa. Rugbiers es un crimen que retiene las claves de lo que somos. Mirarlo de cerca es mirarnos de cerca.

¿Por qué es de mierda, el negro? ¿En qué vértice de la historia argentina fue escrita la línea que Matías Benicelli soltó la noche en que asesinó a Fernando Báez Sosa? ¿Cómo viajó desde el fondo de nuestras constituciones hasta su boca?

Sarmiento, el hombre que redactó los tutoriales de la patria, dedicó las páginas 238 y 239 de Facundo, según mi edición 2011 de Eudeba, a la cuestión de la piel y de la raza. Cito a Domingo F., de su puño y de su letra, haciendo espada de su pluma y su palabra:

“Existen en Buenos Aires una multitud de negros (...) que forman asociaciones según los pueblos africanos a los que pertenecen, tienen reuniones públicas, caja municipal y un fuerte espíritu de cuerpo que los sotiene en medio de los blancos. (...) Rosas se formó una opinión pública, un pueblo adicto en la población negra de Buenos Aires. (...) Los negros, ganados así para el Gobierno ponían en manos de Rosas un celoso espionaje en el seno de cada familia por los sirvientes y esclavos, proporcionándole, además, exclentes e incorruptibles soldados de una raza salvaje. (...) Felizmente, las continuas guerras han exterminado ya la parte masculina de esta población”.

Hashtag felizmente. Siempre hubo una Argentina que sintió felicidad frente a la muerte del negro, frente a su matanza y desaparición. ¿A contemplar el banco de su felicidad, entonces, se dio vuelta Máximo Thomsen? Esa Argentina sigue ahí y cuando no consigue matar al negro, cuando no consigue desaparecerlo, entonces le asigna la úlcera de un resentimiento. Felizmente muertos. Felizmente desaparecidos. Felizmente asesinados. Nadie adverbia como Sarmiento.

Noche de entre semana, televisión abierta encendida, Cantando 2020, eso que desde hace 30 años llamamos “el programas de Marcelo” es la caja de resonancia de nuestra rutina de masas, una terminación nerviosa de la circunstancia social. Karina Jésica Tejeda, Princesita del pueblo cumbiero, artista estelar de Magenta Discos, sello insigne de la movida tropical, califica con un 1 la performance de Esmeralda Mitre. Esmeralda Mitre, chozna del dos veces presidente de la república Bartolomé Mitre, impulsor de la hegemonía porteña y el unitarismo puro y duro, se molesta y renuncia. Después declara:

-Me cansé de las resentidas.

La asignación del resentimiento es un tópico de las elites sociales y económicas, en general más preocupadas por la urgencia de usufructuar el mundo antes que por la demora de tener que explicarlo. Esta asignación les entrega una comprensión rápida y suficiente. ¿Cómo no vas a estar resentido si sos negro, si sos pobre? Esta bala suele perforar el cuerpo de los alegatos de izquierda y las discursivas populares, es decir, es un bala que entra. 

Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con las respuestas que suelen organizarse, en especial cuando ese resentimiento es negado. Por supuesto que existe, por supuesto que es real. Solo que ese no es el punto, el punto es la doma de esa ofuscación para la producción de una alquimia que haga del resentimiento, capital. 

Esta es una idea sobre la que suelo volver: el resentimiento es un enojo, una rabia, una furia. Como dijimos, una ofuscación. Es decir, una energía. Es cierto que, a priori, pareciera negativa. Sí, en su origen seguramente lo es porque es producida por un acto que se percibe injusto. Pero finalmente es también una fuerza, un vigor. Domar la enjundia del resentimiento y ponerla al servicio de una obra es obtener potencia para traccionar un proyecto, una empresa, una vida entera. El resentimiento bajo control, con distribución ajustada, reconvertido en ímpetu, en brío, en intensidad, en valor, en carácter, en pujanza, en definitiva, en poder, puede llevarte lejos y un día sos Eva Perón y al día siguiente sos Diego Maradona.

A mí que me den todo el resentimiento del mundo, yo me encargo después de ponerlo en bidones y volverlo nafta.

Asunción

Dos contra uno es de cagones. Ocho contra uno no se me ocurre cómo nombrarlo. 

Será que nos merecemos un crimen así. Como sociedad, como conjunto de personas que comparten devenir y lo hacen sobre un mismo territorio y bajo una misma bandera. Será que nos corresponde esta verruga de espanto, muerte y dolor aparecida sobre la extensión de nuestra piel común. Será que no tenemos piel común.

Entre la profusión de notas, informes especiales, móviles desde la puerta de Le Brique, guardias a los familiares y otras narrativas de la indignación urgente, en Infobae pudimos leer una columna del periodista Lalo Zanoni que, después de un descripción del historial de violencia que le tocó atestiguar como ex jugador, pedía la autocrítica de la familia rugbier argentina. “Fernando Báez Sosa es el Cromañón del rugby”, escribió.

Nueve meses después, me cruzo con un flyer de la Unión de Rugby de Buenos Aires, la URBA. Se trata de una invitación a una charla por Zoom cuyo título es:  “Rugby y masculinidades”. Dentro de la URBA, la que organiza el evento es la Comisión Para la Formación Integral y Mejora del Comportamiento. Va de nuevo: Mejora del Comportamiento. Es maravillosa la capacidad del nombre para contener la asunción.

¿Es, este flyer, una victoria? ¿Implica, esta invitación, alguna clase de triunfo político, social, cultural, de género? Yo aguantaría la respuesta, yo esperaría que responda la Historia.

Cualquier día de estos vamos a estar mirando un partido de Aldosivi y de golpe una placa de noticiero va a farolear su último momento: CONDENAN A LOS RUGBIERS QUE MATARON A FERNANDO, dirá. Entonces este país será el mismo, pero no exactamente el mismo.

AS

(Este texto fue publicado en la edición papel de la Revista Aguinaldo, Número 3, Diciembre del 2020)

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