Derecho a la identidad
Encontró su identidad a los 45 años: “Pensé que me iba a morir sin saber de dónde vengo”
Cecilia Beatriz Alesio se pasó la vida soñando con descubrir quién es en realidad. Ella fue apropiada durante la última dictadura e inscripta con datos falsos, pero no es hija de desaparecidos sino una víctima de la cultura antigua y silenciosa de robar chicos, que afecta a decenas de miles de argentinos. El último viernes, a los 45 años, al fin encontró sus orígenes. La chica de Bahía Blanca que la contactaba por Facebook tenía razón y son hermanas por parte de madre, como acaba de probar un cotejo de ADN. Sentada al sol sobre el pasto en el Bosque de La Plata, Cecilia sonríe apenas: “Pensé que me iba a morir sin saber de dónde vengo”.
Ahora sabe que Olga Graciela González la tuvo en el hospital Dr. José Penna, de Bahía Blanca, el 5 de enero de 1976, y que estaba en una fragilidad social extrema: tenía 16 años, solía pedir en los trenes y su novio había caído preso. Poco después, a principios de los ochenta, una mujer que a veces cuidaba a Cecilia decidió arrancarla de ese entorno, sin más. “La Gorda chocolate”, como todos conocían a Haydeé Julia Alesio, se la llevó al sur y logró inscribirla en el Registro Civil de Confluencia, Neuquén, como una hija propia nacida en esa provincia. Declaró ser “la madre”. Le había reseteado la biografía a la nena de flequillo negro, brillante y tupido que sonríe en una foto que quedó de aquellos años.
Haydeé hablaba en portugués, la vida con ella era mudarse de acá para allá todo el tiempo, y a veces veían también a una nena rubia, Natalia. Fin de los recuerdos. Cecilia creció vacía, sin relato familiar, y nunca pisó una escuela. Ni siquiera cuando quedó viviendo con un pariente de su apropiadora en Lomas de Zamora, en otra casa llena de silencios, sin entender nada ni volver a saber de Haydeé. “Lo de Ismael era como una cárcel”, resume. Ella hacía las tareas domésticas para él y su mujer, y miraba la adolescencia por la ventana. Empezaban los ‘90. A veces se fugaba a divertirse con chicas del barrio, y un día ideó embarazarse para cambiar su suerte. Pero le salió mal. Después de parir muy sola, Ismael judicializó la situación y la mandaron con la beba a un instituto de La Plata para niñas madres, donde la recibieron con una paliza. Ahí aprendió a leer y escribir.
La década siguiente no fue mejor. Después del encierro, atravesó depresiones, parejas violentas, adicciones graves, y dos partos más. No podía con su cuerpo ni con su vida. A sus hijos de esta etapa no los pudo criar, una experiencia circular que le sumó heridas profundas. Y la incógnita más visceral no la dejaba en paz: quería saber quién era. Pero sólo tenía un acta de nacimiento (trucha), una tonada portuguesa en la memoria y una soledad aplastante. Antes de morir, Ismael la mandó a buscar al instituto y le soltó la palabra “Olga”. Pero ella seguía pensando en Haydeé, a quien creía su madre.
Los años setenta de la gente común
En 2018, Cecilia llevó su historia a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad [Conadi]. Nacida en 1976 y con una inscripción irregular, era candidata a un cotejo con la sangre de los familiares de víctimas del terrorismo de Estado que almacena el Banco Nacional de Datos Genéticos [BNDG]. Pero el cruce dio negativo y siguió buscando sola. En Google. Dejando posteos en redes sociales. En sueños. Sin nada. En un organismo por el que pasó le llegaron a decir: “Si vos querés saber algo, te vas a tener que buscar un detective privado”. Las víctimas no suelen encontrar apoyo institucional cuando sus búsquedas no se relacionan con la trama de la dictadura.
En junio pasado, Cecilia se presentó en el Registro de Personas Desaparecidas de la provincia de Buenos Aires, una oficina del Ministerio de Seguridad provincial donde un equipo de civiles y policías se especializa en búsquedas de identidad de origen. La dependencia, que dirige Alejandro Incháurregui (uno de los fundadores del Equipo Argentino de Antropología Forense), había lanzado #YoSoy, una serie de spots audiovisuales para sensibilizar sobre el derecho a la identidad, convocar a ciudadanos desvinculados en cualquier época, y contribuir a resolver historias como éstas, que compiten contra el reloj. Es la primera vez que una campaña oficial aborda el tema identidad sin restringirse a la búsqueda de los bebés robados a los detenidos-desaparecidos en crímenes de lesa humanidad.
Cecilia pedía ayuda porque la acababa de contactar una chica que creía ser su hermana. Valeria nació en 1986, le contó que su mamá era Olga, que siempre habló de una hija mayor robada y que murió en marzo. También le mandó constancias válidas del parto del ‘76, fotos de Olga joven y la foto de la nena flequilluda que sonríe. Ella, que creció sin postales de su infancia, se estremeció. En pocas semanas reunieron datos, documentos dispersos y testimonios fragmentarios de esta historia. Las coincidencias eran fuertes y Personas Desaparecidas encargó a un laboratorio de genética forense privado la comparación de los marcadores genéticos de las presuntas hermanas.
El viernes, el cotejo arrojó que ella y Valeria son hijas de Olga. “Conseguí lo que nunca creí que iba a tener”, alcanza a decir Cecilia, que recibió la noticia de su vida en la casa de Ensenada donde hoy vive con su pareja y sus dos hijas más chicas; “las que me enseñaron a rehacerme como mujer y como mamá”, resalta. Llegó a la verdad, tiene más hermanos y sobrinos, y piensa en cambiarse el apellido. “Cuando vi mi patita de bebé en la partida no lo podía creer. ¿Por qué me arrancaron? Podría haber tenido otra vida. Alguien a quien contarle mis cosas”. También sabe ahora que Haydeé murió. Y se quiebra al enunciar que llegó unos meses tarde para abrazar a Olga.
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