Tastil, el paisaje sonoro prehispánico que mapean arqueólogos argentinos
Una campaña arqueológica desarrollada este invierno acaba de documentar 2.758 petroglifos en los alrededores de Tastil, donde existió la aldea prehispánica más extensa de lo que hoy es Argentina. Pero esto es sólo el treinta por ciento del arte rupestre que cubre estas colinas áridas y ventosas situadas a 3.200 metros sobre el nivel del mar, en la llamada pre puna, 100 kilómetros al oeste de la ciudad de Salta. Se estima que las piedras grabadas que se esparcen por Tastil llegan a ser 8.000, una colección enorme que los investigadores apuntan a mapear en nuevas etapas de un trabajo de campo novedoso.
Las ruinas de Tastil fueron descubiertas en 1903 por el arqueólogo sueco Eric Boman y excavadas por varios equipos durante el siglo XX. En más de doce hectáreas de construcciones, se identificaron sectores urbanos completos (plazas, zonas para cultivo, más de mil recintos habitacionales y cientos de enterratorios). Se hallaron restos de indumentaria y utensilios (aún hoy, el sitio está plagado de trozos de cerámica y de puntas de proyectil hechas de vidrio volcánico obsidiana). Y se infirieron las claves de una sociedad que tuvo su auge entre el año 1.200 y el 1.400 de nuestra era, con más de 2.000 habitantes. Esto antes de que llegaran desde Perú los incas, vencieran a los pobladores locales e impusieran su organización política.
Los petroglifos están en los cerros que rodean a estas ruinas como anillos. Hace 50 años, los científicos que los vieron quedaron impactados por su abundancia y diseños: formas geométricas, llamas (camélido clave en la economía andina), víboras, ñandúes, máscaras. El más famoso es una figura de 14 cm con los brazos en jarra, el torso desnudo y una pollera o tutú, que en 1967 Rodolfo Raffino (de la Universidad Nacional de La Plata) bautizó La Bailarina y se convirtió en el icono de la localidad. Este antropólogo consideró imposible “calcular dentro de los límites de lo fehaciente” semejante cantidad de hallazgos.
Mucho después, desde el pequeño museo situado en la base del sitio arqueológico se estimó la cantidad de petroglifos en 8.000. Pero ese registro global no había sido sistematizado hasta ahora, y esta suerte de gran pinacoteca a cielo abierto – una de las mayores concentraciones de arte rupestre del país y entre las principales de Sudamérica– permaneció tan desaprovechada como vulnerable: está cerca de una ruta turística (la RN 51, que une Salta capital con San Antonio de los Cobres, una de las capitales de la puna) y muchas piedras son fácilmente portables.
UN DNI por roca
Nueve personas, entre tesistas de Arqueología, Geografía y Arte, y empleados del museo local, registraron ahora los primeros 2.758 petroglifos. Lo hicieron con GPS, fotos y dibujo técnico. La información recogida se traducirá en un mapa virtual donde cada piedra será un punto y contendrá datos detallados, de interés académico. Por ejemplo, su ubicación, tamaño y orientación, la inclinación del terreno, la textura, el estado de conservación (si tiene hongos, líquenes, fisuras o fracturas, por ejemplo) y las características del motivo grabado en ella.
El mapa también dará información sobre la sonoridad, atributo de muchas piedras tastileñas. “Hay rocas que son campanas”, muestra Bernardo Cornejo Maltz (tesista de Arqueología en la UBA) golpeando una de ellas con el hueso de algún animal en la cima del sector conocido como Duraznito. A su lado trabajan Ana Paula Cervidanes y Antonio Cari, y unos 30 metros más abajo lo hacen otros miembros del equipo. Por estas laderas pedregosas se ven lagartijas, vizcachas, ovejas y los cactus típicos de las quebradas norteñas.
En la superficie relevada (60 hectáreas, tres de once áreas de interés que se proponen mapear), el equipo ya detectó cientos de petroglifos sonoros. Muchos tienen posibles marcas de percusión o abrasión, y se ubican con vista al centro urbano (las ruinas de Tastil) o a cerros aledaños. “Un registro como éste nos abre la oportunidad de comenzar a discutir este paisaje sonoro arqueológico”, dice Cornejo Maltz. Interpretar el contexto de producción del arte rupestre y su relación con el uso (comunicacional, organizativo, quizá ceremonial) del sonido en la zona es uno de los desafíos del equipo.
El proyecto está a cargo del arqueólogo Christian Vitry, profesor e investigador de la Universidad Nacional de Salta y un reconocido andinista argentino, que destaca la magnitud del trabajo en marcha: “Hice un inventario similar en San Juan, con 400 rocas. Acá hablamos de 8.000 y cada una tendrá una ficha, como un DNI. No existe otro trabajo así en Argentina, y es un modelo a seguir. Quienes somos gestores del patrimonio cultural sabemos que para cuidarlo se necesita información básica. Y que disfrutar de esto, que es parte del pasado, es un derecho de la ciudadanía, que cuanto más se interesa, más lo valora: es un círculo virtuoso. Un patrimonio que la gente no conozca ni disfrute, ¿para qué sirve?”.
Patrimonio vivo e inserción local
El mapeo de petroglifos se enmarca en el Qhapaq Ñan [camino principal, en quechua], un programa internacional creado para preservar y poner en valor el llamado Camino del Inca. El programa involucra a seis países de la región y una selección de 308 sitios arqueológicos. Argentina participa con siete provincias (Salta, Jujuy, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan y Mendoza) y 32 sitios. Vitry es el director por Salta.
El siglo XV, a partir de infraestructura previa, los incas consolidaron un sistema vial que usaron para circular, mover productos y hacer sus ceremonias. Esta red caminera andina unía cumbres, valles y mesetas de Sudamérica (más de cuatro mil km en sentido norte-sur), y dejó infinidad de vestigios de diversa magnitud. Desde aldeas completas (como Tastil) hasta apachetas [montículos de piedra para uso espiritual] y pucarás [fortalezas], pasando por impactantes santuarios de altura, como el del volcán Llullaillaco (el sitio arqueológico más alto del mundo, a 6.739 msnm), donde se hallaron las momias de tres niños que preserva el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta.
El año pasado, el gobierno nacional publicó el libro Camino ancestral Qhapaq Ñan. Una vía de integración de los Andes en Argentina (2020), con capítulos de distintos investigadores (Vitry entre ellos) y fotos maravillosas de los cielos, los suelos y los habitantes andinos. En la Presentación, la secretaria de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura de la Nación, Valeria González, dice: “Confiamos en este programa como una instancia de visibilidad y empoderamiento de nuestras comunidades andinas, y como una oportunidad para enriquecer nuestros imaginarios de pertenencia como nación más allá del patrimonio fundacional decimonónico y de sus referentes europeos”.
Desde 2014, el Qhapaq Ñan sudamericano, testimonio excepcional de la civilización inca, es patrimonio mundial de Unesco. Es uno de los bienes culturales más complejos inscriptos en ese listado, porque superpone jurisdicciones nacionales y provinciales, cientos de yacimientos, y el patrimonio vivo: arte, tradiciones, gastronomía y los ritos donde perdura la cosmovisión andina. La novedad generó temores en muchas comunidades indígenas y criollas asociadas al camino precolombino, ahora insertas en un itinerario cultural protegido y gestionado a otra escala, aunque comprometido a contribuir a su desarrollo sostenible.
En Tastil, siete años después, la experiencia parece ser positiva, por ejemplo con varios lugareños integrados a la gestión del sitio. Antonio Cari, Juan Salazar y Alberto Olmedo, criados en un paraje aislado cerca de las ruinas (La Quesera), son empleados del museo. A diario recorren el yacimiento en moto o a pie, intervienen en las visitas y ahora participan del proyecto de arte rupestre. Este inventario, además de ser un insumo académico, servirá para crear circuitos turísticos (hoy el sector de los petroglifos no tiene cartelería ni senderos seguros). E idealmente, demandará también más guías como ellos tres, en una zona con pocas oportunidades más que ser pastor, hacer queso de cabra o tejer con lana para subsistir.
JLM
0