En primera persona
Mi hija mayor cumple 18 y vuelvo a ser un padre primerizo asustado
Fue la primera de tres. Y, en realidad, llegó con un año de retraso... aunque al final le entraron prisas por nacer. Eran otros tiempos. Apenas tuve dos días de baja, que más que una baja era un permiso de 48 horas para que el padre fuera al registro, Hacienda y la Seguridad Social mientras la madre se quedaba en el hospital con la criatura. Nació en La Paz, un hospital gigante de Madrid que confería seguridad a unos padres primerizos y asustados. Hasta tal punto primerizos y asustados que la primera noche que Andrea pasó fuera del hospital acabamos en Urgencias porque no paraba de llorar: solo tenía gases.
Pero ahora es mayor de edad, aunque cuando la mires la veas con sus disfraces, o peleando con olas que le sacaban tres cuerpos. Y, ¿qué es ser mayor de edad? Da miedo. Los padres siempre tenemos miedo, y en eso seguramente seamos machistas, al desarrollar más temores con las hijas que con los hijos.
Tienes miedo como tienes orgullo; y preocupaciones; y amor y desvelos, y pasión y dudas. Ella ha ido creciendo, estudiando, haciéndose cada vez más guapa –¿qué puedo decir?–, generosa, rodeada de amigos... ¿Qué amigos? “Papá, es que nunca te acuerdas de mis amigos”, me gruñe. Y es que tiene muchos, se pierde la cuenta. Uno intenta prestar atención, pero es difícil: del instituto viejo, del instituto nuevo, de las vacaciones, del equipo de fútbol, del barrio... Ufff.
Y, entonces, intentas conectar. Porque te angustia que la construcción de su propia vida suponga desapego con respecto a la tuya. En realidad, cumplir años es un ejercicio de autonomía, hasta que llega una edad en la que cada año que se cumple te hace ser más dependiente.
Pero, sí, ella ha ido cumpliendo, y ganando autonomía. Yo le ponía música de rock, pero a ella le gustaba Ed Sheeran y Melendi. Hasta que, de repente, empezó a escuchar rap. Y entonces íbamos a ver a los Chikos del Maíz. Pero, después, dejan de gustarle. Y conectas con Zoo y Mafalda. Y está bien, pero se va haciendo mayor y, claro, aunque tengas entradas para los conciertos, prefiere salir con sus amigos. Y quiere ir a festivales, claro, pero no va a ir contigo. Pero de repente se pone Muse, y es de tu época; y Estopa, que también, aunque te lo ponías menos... Y sonríes, porque en eso es como tú: le encanta la música, y hacéis los viajes solos en coche en verano hasta la playa de canción en canción mientras el resto de la familia va en tren. Y mola.
Pero, claro, ella a los conciertos va con sus amigos. ¿Y a qué hora vas a volver? “Pues cuando cierre la discoteca”. Y no sabes por qué, tú, que has cerrado discotecas hasta no hace tanto, piensas que cierran a las 3.00. Y cuando te despiertas a las 6.00 y miras en su habitación y no está, entras en pánico, y no aciertas a marcar su número, entre otras cosas porque sin gafas no ves tres en un burro. Y llamas: “Papá, si ya lo sabías. Te dije que cuando cerraran las discotecas, y cierran a las 6.00. Ahora voy”.
Y se te queda cara de tonto. Piensas: ¿qué habrá estado haciendo? Y piensas en lo que tú hacías a su edad cuando salías. Pero, ¿entonces bebe? ¿Qué bebe? Ella no lo cuenta, aunque preguntas. Pero, ¿bebe? Fumar... no huele a tabaco, pero, ¿habrá fumado, el qué? ¿Y drogas? ¿Consumirá drogas? Porque tú sabes que las drogas están por todas partes. ¿Entonces? Pero no sabes. Y a veces no saber tranquiliza, la ignorancia tiene sus ventajas, pero también sus riesgos. Y sus angustias. ¿Qué hará?
Y piensas: ya es mayor, tiene 18, saca muy buenas notas, es una niña maravillosa, una hija estupenda, la mejor hermana. Todo está bien, todo está bien. Ella está bien. Si pasara algo, lo sabrías.
¿Y el sexo? No sabes tampoco. Seguramente preguntes mal, da como vergüenza, piensas que quizá su madre sepa más y que si hay problemas, te enterarás. Pero no sabes. Pero eres periodista, y vives en el mundo, y sabes que hay agresiones, embarazos no deseados, asaltos, acosos, eres especialmente sensible a esas noticias, sientes como que cada vez hay más manadas y que crecen los discursos políticos antifeministas que vienen a dar amparo a conductas peligrosas.
Y tienes miedo. Pero no puedes vivir siempre con miedo. Es más, a medida que me hago mayor, porque sus 18 son mis casi 49, me duermo antes. Y te ves los viernes y los sábados por la noche intentando aguantar despierto a que llegue, pero te duermes, y te pones una alarma para despertarte para ver cómo llega, que esté bien, que llegue bien.
Pero es mayor. Claro que es mayor. Puede votar, puede trabajar. ¿Qué limites puedes poner? Al mismo tiempo, si hace mucha vida propia, tienes miedo de que tu bebita, que ya es mayor de edad, desaparezca. Y buscas mantener conexiones. Y si se tiñe, te parece bien; y si se rapa, te parece estupendo; y si se deja el pelo largo, pues genial; y si te roba la Harrington de 198, pues encantado; y si ahora se pone vestidos, pues genial... Y si son muy cortos muy cortos, pues bien también. Crees que la mejor estrategia es apoyar, reforzar, pensando que eso mantiene el canal de comunicación abierto, la conexión... Porque el miedo es que haya cortocircuitos.
La conexión del sushi
Desde pequeña le encantaba el sushi, y a mí también. Era una conexión maravillosa, me imaginaba quedando con ella para comer sushi toda la vida. Pero primero decidió dejar de comer carne, y ahora ya no come pescado tampoco. ¿Entonces? Hay que buscar otra y, de momento, la comida india se mantiene, a pesar de su hermano, Lucas, de 16, que le aburre –él prefiere los cachopos–. Y a la pequeña Carmen, de 4, tampoco termina de convencerle. Pero hay que mantener conexiones con cada uno, y el indio es cosa de Andrea.
Les hice abonados al Real Madrid, íbamos los tres al campo. Otra conexión, pensaba: si les gusta el fútbol, podremos ir siempre, como yo iba con mi abuelo, por ejemplo. Pero a Andrea llegó un momento en que dejó de interesarle, y ahora le interesa más ir con sus amigos que con su padre y su hermano. Es normal, claro, es su vida. Pero la echas de menos.
Y en estos días, recuerdas aquellos momentos en los que la conociste por primera vez. Eran tiempos en los que quizá había otra idea de la lactancia, y por supuesto del colecho, y en los que triunfaba el sonoro método Estivill. ¿Conclusión? Con una semana de vida se fue a dormir a su habitación, y había que aguantar sus desconsolados llantos hasta que se durmiera. ¿Por qué? Porque así lo decía el Duérmete niño, libro de cabecera de una legión de familias de principios de los 2000.
“La niña está llorando”, decían sus bisabuelas. Todos la oíamos, claro, pero el método Estivill decretaba que tenía que llorar, que no pasaba nada. Y ahí había que aguantar los llantos y las miradas de desaprobación de las mayores.
Y es que Andrea tuvo esa suerte: conoció a dos abuelas, un abuelo, dos bisabuelas y un bisabuelo. Y parecía tener efectos terapéuticos en todos los demás: desaparecían dolores, artritis, artrosis, problemas, preocupaciones. Andrea no sé si vino con un pan bajo el brazo, pero desde luego sí que llegó sembrando alegrías.
Y desde entonces no ha dejado de hacerlo. Andrea es todo pasión: ríe, llora, se preocupa, se despreocupa, baila, canta, va por la casa tanto cerrando armarios sonoramente como dejándolos abiertos, pone canciones sin descanso, y sin descanso salta de una a otra sin dejar que acaben.
Aún a veces la llamo prince, como solíamos hacer cuando era pequeña. O bebé, porque siempre será ese bebé que cogí en brazos por primera vez con miedo a que se rompiera. Y que ya es mayor de edad. Pero, cuando piensas en ella, es imposible no acordarte de sus coreografías infantiles a patines, de cuando tocaba el piano con esas manos pequeñas, de cómo giraba la cabeza porque veía más de un ojo que de otro, de esa piel atópica que no dejaba de molestarle; de lo concienzuda que fue para aprender a montar en bici, nadar o cualquier objetivo que se ha ido marcando siempre...
Andrea es la primera de los tres en llegar a los 18, nos seguimos en Instagram, pero seguro que tiene otras cuentas y que hay stories solo para “mejores amigos”. Y, claro, un padre no puede ser un “mejor amigo” de Instagram. Ni de muchas cosas. Pero lo que sí es un padre, y siempre será, es quien la querrá siempre, hasta el final, pase lo que pase. Y esa incondicionalidad de los padres con sus hijas e hijos es poderosa y frágil al mismo tiempo. Poderosa, porque los que también somos hijos sabemos que nuestros padres estarán siempre para nosotros. Frágil, porque los que somos padres sabemos que compartimos sus alegrías de la misma manera que padecemos por sus preocupaciones.
Mi hija Andrea ya tiene 18. Y no me hago a la idea.
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