“La Aurora”, el detrás de la tranquera de 650 hectáreas que no usan agroquímicos y son rentables
“Visita a La Aurora, faro agroecológico en Benito Juárez, Buenos Aires”, decía la invitación. A 400 km de Capital Federal, la oportunidad de cruzar las tranqueras de uno de los 52 campos reconocidos por la Organización de las Naciones Unidad para la Alimentación y la Agricultura (FAO) como modelo de producción sustentable, resultaba atractiva para quienes quisieran comprender cómo funciona un espacio de 650 hectáreas que no utiliza agroquímicos y que resulta económicamente rentable.
Cerca de las 14 horas, unos veinte vehículos ingresaban por el acceso principal al terreno de Juan Kiehr. La séptima edición del mes de la Agroecología fue impulsada por RENAMA, la red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología. Este año se sumaron a la organización la Sociedad Argentina de Agroecología (SAAE) y la nueva Dirección Nacional de Agroecología (DNAE), que depende del Ministerio de Agricultura de la Nación, encabezada por el ingeniero Eduardo Cerdá. Entre el 20 de octubre y el 20 de noviembre se realizaron jornadas de trabajo comunitario, encuentros virtuales, intercambio de semillas y saberes, talleres y mercados; más de 200 eventos en total.
Entre las visitas a campos extensivos, este es uno de los más relevantes: el establecimiento de Benito Juárez. En una ronda todavía pequeña, uno de los artífices de lo que algunos consideran “un milagro”, reparte saludos y sonrisas. Con 78 años y gran parte de su vida transcurrida en el campo, Juan Kiehr mantiene un bajo perfil. No siempre permaneció en el mismo lugar, en los años setenta participó de un campamento de trabajo en comunidades indígenas del norte de Chaco, así conoció a su esposa suiza, Erna Bloti. Cuando murieron sus padres volvió para hacerse cargo de las tierras, que dividió con su hermano.
“La Aurora” es un establecimiento agrícola ganadero en donde se produce de manera extensiva. En la búsqueda de aprender a mejorar las condiciones del suelo, apareció la figura de Eduardo Cerdá, el ingeniero agrónomo que, en pleno auge del menemismo, durante la década del 90, le propuso ir a contracorriente del modelo transgénico que surgía como un negocio imperdible. Mientras que las tierras cultivables en Argentina ocupan más del 75% con soja, maíz, algodón —y ahora trigo— transgénicos, ambos decidieron adoptar el paradigma agroecológico.
Según RENAMA, en el país, uno de cada 50 establecimientos son agroecológicos. La proporción tiende a crecer, ya son 40 los municipios que promueven esta práctica. Si de lo que se habla es de costos y rendimiento, la ecuación es simple. Frente a un rendimiento similar, la diferencia se encuentra en el ahorro de insumos, ya que no se necesitan paquetes tecnológicos que incluyan semillas transgénicas, pesticidas, herbicidas o fertilizantes químicos. Esto es lo que pone en duda el CEO de la agroquímica Syngenta, Antonio Aracre. En una entrevista con elDiarioAR, consideraba que sería irracional que la mayoría de los productores optara por la agricultura convencional si no obtuviera beneficios a nivel rendimiento.
Bajo unas nubes rebeldes que más tarde dejarán asomar el sol, la ronda de recién llegados se extiende y cobra forma de elipsis. Es el turno de las presentaciones, algunos cuentan que están en plena transición, varios provienen del municipio de Guaminí, conocido por ser el primero en declararse agroecológico.
La caravana, comandada por una Ford F100 antigua, que maneja Kiehr, pasa por lotes de trigo y cebada, un sector destinado a las vacas y sus crías, uno de avena con vicia que, según dicen, sirven para regenerar los suelos y se usa para forraje del ganado.
“Cada dos o tres años hacen pastura en tierras agrícolas”. Utilizan diferentes aguadas, cerca de los molinos, para que el ganado camine por el terreno y le aporte los nutrientes necesarios a la tierra con sus excrementos. Por esa misma razón, las vacas y sus crías también rotarán en forma circular entre cuatro potreros de doce, a medida que el pasto esté en condiciones, “para que el bosteo sea parejo y no quede concentrado”.
Ambos están de acuerdo en que su elección tiene que ver con ampliar la mirada y ver el campo como un todo, un gran entramado biológicamente activo, no solo de tierra y cultivos asociados, sino de ciclos, flores, plantas, insectos. Aplican conocimientos de la agricultura biodinámica, por lo que tienen en cuenta la influencia de la luna y los planetas. Le suman corredores biológicos para mantener el equilibrio de la población de insectos y pequeños animales. “Acá tenemos insectos que vuelan, corren, caminan, hay muchas arañas que no hacen telarañas, sino que atrapan a las plagas. Esos lugares hay que preservarlos”. Por eso los pesticidas no son necesarios ni convenientes, aseguran.
En medio de los campos de cebada, Cerdá cuenta que hay algo de “malezas”, pero que no constituyen un problema. En la jerga ellos las llaman “especies espontáneas”, cumplen una función en la naturaleza y permiten que haya mucha capacidad de fauna benéfica. Pero se las puede controlar con plantas leguminosas que compitan por el espacio, como el trébol rojo que, además, fija el nitrógeno.
Con un sombrero color caqui, Kiehr explica por qué le parece lógico no utilizar agroquímicos ni fertilizantes industriales: “Quienes tenemos la bendición de haber heredado un pedazo de tierra, lo menos que podemos hacer es cuidarlo y dejarlo en condiciones para nuestros herederos”.
Entre los asistentes, un productor ganadero de la sociedad rural de General Belgrano consulta por la eficiencia de La Aurora. Aunque pareciera generarle curiosidad el funcionamiento, su campo se rige con el modelo convencional y no cree que eso vaya a cambiar en el mediano plazo. Pone en duda que los agroquímicos produzcan algún daño en las personas. “Nunca lo vi, a veces acompaño al fumigador y nunca me pasó nada”.
La respuesta llega desde varios frentes. Dos productores hablan de externalidades que no se tienen en cuenta si el único parámetro es la eficiencia en relación a los resultados económicos. “La búsqueda de la agroecología es producir sin esas externalidades. En los 90, esa corrida de la eficiencia nos fue dejando afuera”. Por su parte, Eduardo Cerdá marca la importancia de otros componentes, como lo social. “Cuando medimos eficiencia, anduvo parecida, ahora hay que poner en juego si para que salga todo así yo no tenga más vida o me termine intoxicando”. Le pregunta a Kiehr acerca de su tranquilidad económica: “Nunca necesité un crédito, vivo tranquilo”.
Una de las mayores preocupaciones tiene que ver con lo que sucede en los campos aledaños. Porque no se puede evitar la contaminación cruzada, solamente atenuar sus efectos y dejar tierras libres de cultivos para mitigar el impacto de los transgénicos y las fumigaciones. “Hace un tiempo vino una investigadora de CONICET para medir los agrotóxicos, y los encontraron. A mí nunca me preguntaron si me afectaba, es un daño silencioso, muy difícil de medirlo”. La investigación a la que se refiere fue realizada por El Centro de Investigaciones Medioambientales de la Universidad Nacional de La Plata, que halló en las muestras tomadas la concentración y persistencia de químicos como glifosato, 2,4D y atrazina, entre otros.
“La agroecología mejora la fertilidad de los suelos y recupera la calidad de la tierra, reduce los costos de producción al evitar la dependencia de insumos cada vez más caros, importados y dolarizados, aumenta el empleo, el arraigo rural y la vida en el campo”, dice una gacetilla que promueve el VII mes de la Agroecología con el slogan #ElCaminoEsLaAgroecología. Ya cerca del final y de la despedida de la jornada, Juan Kiehr observa: “Un pajarito insignia de las pampas es el hornero. Cuenten cuántos horneros hay: con los dedos de las manos”.
KO/CB
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