Necesitamos “momentos Chubut”, en los que todo el mundo se pone del lado de la vida
Me sorprendo a veces mirando los ojos de los niños con un interrogante que se siente como un tarascón: cuán deforme será el mundo en el primor de sus vidas. Las temperaturas están dando saltos aritméticos sorprendentes, estimuladas por mares que son pura sopa caliente debido a una acumulación de energía inaudita que viene de la quema de combustibles fósiles. La era de la ebullición ha comenzado, dice la ONU. Pero la era de la impotencia venía desde mucho antes. Y nos tiene maniatados contra un poste, mientras asistimos al espectáculo del derrumbamiento global.
De todas las noticias catastróficas de las últimas semanas, que fueron muchas (en realidad, demasiadas), algunas me impresionaron no por su espectacularidad en términos geológicos, sino por sus pequeños detalles. Uno fue el rostro desencajado de Jason Box, una de las máximas autoridades en Groenlandia, mientras explicaba cómo los glaciares del sur de la gigantesca isla se desintegran. Otro viene de Phoenix, en Arizona. Una seguidilla de más de un mes de calores extremos dejó a muchos con algún tipo de quemadura de hasta segundo y tercer grado. Se produjeron por hechos simples y fortuitos: caerse en el suelo, andar descalzo, la hebilla de un cinturón de seguridad, que se transformó, de repente, en una brasa, al igual que una manija de metal expuesta al sol.
El espectáculo en Maui, Hawai, de la gente tirándose al mar en el medio de un huracán porque si no se quemaban vivos es una señal de que nadie, ni los ricos, están seguros con este clima cambiante. Una dirigente indígena de los Estados Unidos se lamentaba de que si hacía más calor (que es lo que pasará inexorablemente) ya no se va a poder habitar en los territorios ancestrales. O sea: ya se puede ver con claridad que hay vastas geografías que estarán vedadas para la vida en no mucho tiempo. Y que ocurrirá otro genocidio.
La desintegración del paisaje físico provocado por el calentamiento sólo puede traer una descomposición de las sociedades, sus instituciones y de sus liderazgos. ¡Ojo con esto!
No se trata de una profecía, como dijo hace poco un titular del diario La Nación. Mal lenguaje para hablar de esto: liviano, frívolo, inadecuado. No hay ningún Nosferatu aquí. En cambio, lo que estamos atestiguando es lo que la ciencia ha descripto desde hace muchas décadas, incluso, en los estudios reservados de las compañías petroleras, que convalidaron en los años 70 y 80 que la combustión de los productos que ellos mismos extraían del suelo alteraría la atmósfera a límites insoportables.
“Para el momento en que el calentamiento global se vuelva detectable será demasiado tarde para tomar contramedidas para reducir sus efectos o aún para estabilizar la situación”, escribía un memo confidencial de la Shell en el año 1988, que se llamaba “El efecto invernadero”. Qué cinismo. Hoy, la misma compañía dice que “la sustentabilidad consiste en suministrar energía de una manera responsable para satisfacer las crecientes necesidades de la población mundial”.
Hay un detalle: para que haya población tiene que haber un mundo vivible.
Y eso es lo que está en cuestión con el cambio climático. No nos referimos a la atmósfera, que sólo se gobierna por las leyes de la física. Estamos, en cambio, hablando de nuestros propios cuerpos. De poder vivirlos. O no.
Ser pesimista o ser optimista.
Me pierdo en el laberinto de la respuesta.
Siguen las temperaturas apocalípticas, dice un titular.
Y sigue lo que causa el apocalipsis, no dice ningún titular.
Se inauguran grandes obras de infraestructura para más hidrocarburos.
Ninguna frontera hidrocarburífera se cierra.
Al contrario: todas las fronteras hidrocarburíferas se expanden.
Las ganancias de las empresas de energías mortales son máximas.
¡Máximas!
Y los poderosos se ponen contentos.
Ni siquiera Lula, que pretende convertirse en un campeón mundial de las causas climáticas, se aviene a decirle basta a la ambición desmedida de Petrobras. Lleva a la empresa junto al corazón, que más que verde debe ser negro. Sólo Gustavo Petro se anima a decir la verdad. Pero lo acorrala su propia debilidad.
Y también está Yasuní.
El 20 de agosto, junto a las elecciones presidenciales, los ecuatorianos podrán votar si dejan un sólo bloque de petróleo debajo de esa tierra milagrosa, el lugar más biodiverso del mundo. Por supuesto, el argumento económico dice que Ecuador se hunde sin esa cosa mugrienta que yace oculta. Pero omite que se muere todo lo demás si la siguen sacando.
Ojalá el voto de Yasuní sea como un momento Chubut, en que todo el mundo se pone del lado de la vida.
Necesitamos momentos Chubut en todas partes.
Momentos en los cuales la gente se levanta y dice No es No.
Y los poderosos reculan como sucedió en 2021, cuando la ciudadanía se negó a la megaminería de plata. Y la detuvo.
Cuando suceda eso con los hidrocarburos, tal vez tenga la respuesta que busco: ¿esperanza o desconsuelo?
Por ahora, la mantengo en suspenso.
Y temo.
MA/MG
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