Teléfonos descompuestos, el encanto tibio de MacGyver
Uno. “Quizás Francie esté más contenta así, no p-p-pudiendo hablar, tartamudeó Tommy. Digo, ¿traducir experiencias en palabras será realmente un logro? ¿No será en cambio la causa de nuestras infelicidades? ¿No será nuestra tragedia, la fuente de nuestra arrogancia? El mundo se entusiasma con palabras, frases, párrafos elaborados. Una palabra lleva a la otra y de un momento al siguiente tenemos affaires, guerras, genocidios y el Antropoceno. El silencio, según Tommy cuando estaba borracho, es el único lugar en el que se puede encontrar la verdad. ¿Y en lugar de eso qué tenemos? Ruido: balbuceos por todos lados”.
La cita pertenece a la novela El mar vivo de los sueños en desvelo (Fiordo, 2022), de Richard Flanagan. Abajo cuento más sobre el libro, por ahora esta imagen: Tommy es un hijo que acompaña en el sanatorio a Francie, una madre moribunda. Los otros hijos de la mujer, más imponentes que Tommy, se ponen de acuerdo rápidamente en hacer todo lo posible (y ahí está la gran pregunta de la historia: ¿hasta dónde?) para mantenerla con vida. Aunque la hagan encarar tratamientos que ella en su fragilidad ya no tolera; aunque, en ese ímpetu por ganarle a la muerte, tengan a una persona aferrada a una vida aparente con toda crueldad. Un cuerpo que se descompone, como todos, pero todavía más: Francie es apenas una respiración, su voz no cuenta. La despedida imposible para una madre que no termina de irse, para un cuerpo obligado a estirarse, a sobrevivir. Y en el medio, las palabras de los otros: Tommy, que es tartamudo, protesta contra esos tropiezos, hasta que se calla. Hecho el lenguaje, hecha la trampa.
Dos. Estamos con una persona a la que quiero mucho en la terraza de un bar. Nos rodean telescopios para mirar la luna, para prestarle atención al cielo. Una noche preciosa en Buenos Aires, de esas que animan hasta a los menos optimistas. La charla va por zonas dispersas (la verdadera intimidad es eso; que no haya altos y bajos, que la conversación se vuelva prisma): de un chisme zonzo a una confesión más personal, de los avatares de un personaje de la tele, hasta una anécdota que llevo a la mesa aunque me parece trivial. ¿Qué dije? ¿cómo lo dije? Otra vez la pregunta: ¿hasta dónde? No lo puedo reponer cuando escribo esto. Pero sí sé que de repente me arrastra una ola: se desata una discusión bastante tremenda que me descoloca. Ya de regreso en casa vuelvo sobre las palabras y eso que se enredó. Pienso que me gustaría ser menos solemne. Hay gente que es buena discutidora, que degusta la escena del retruco, que realmente la disfruta en el paladar, quizá porque se toma el asunto con menos seriedad. Pero no es mi caso: lo mío es un loop que se mete hasta en la almohada. Un desvelo más, la mancha al tigre. Me acuerdo de la frase del libro, balbuceos por todos lados. Pero no me calmo: la discusión de ahora que trae otras, las palabras que podría haber dicho y así. Me levanto y pruebo con algo parecido al zapping en las plataformas de streaming. Esa peregrinación zombie, esa búsqueda del tesoro desde el sillón, desde el desgano. Nada me atrae. Cuando estoy por apagar derrotada, el televisor me muestra a MacGyver (el programa está completo en Paramount+, con el mismo doblaje –ese encanto tibio– con el que se pasó por la televisión abierta a finales de los ‘80 y principios de los ‘90 y veíamos en casa con mi papá y mi hermano). Le doy play, veo a MacGyver colgado de una montaña. Al rato está desarmando un explosivo con su cortaplumas.
Tres. En unos días voy a entrevistar al escritor Martín Kohan por la salida de ¿Hola? Un réquiem para el teléfono (Ediciones Godot, 2022; pronto les cuento más de este libro fascinante). No paro de subrayar el texto, de anotar lecturas próximas, de hacer listas con otros réquiems posibles, de pensar en qué o a quiénes estamos despidiendo cuando esbozamos una especie de adiós (¿las personas? ¿los objetos? ¿lo que ellas y ellos hicieron de nosotros? ¿lo que nosotros hicimos con ellos?). Aunque se trate de un chau chiquito, provisorio, se va alguien, se va algo, y arrastra en su partida un montón de ansiedades, una forma de circulación. También un montón de confusiones. Transcribo esta cita de ¿Hola?: “Con cada nueva tecnología que se inventa, se inventa también un nuevo tipo de error, un nuevo accidente, una nueva falla. En el sentido exacto en el que Paul Virilio planteó que, con la invención del ferrocarril, se inventó también el descarrilamiento. Habría que decir entonces que, con la invención del teléfono, se inventó a su vez el llamado equivocado, la conversación ligada y esa clase de malentendido que dio en llamarse teléfono descompuesto (...). Y hay muchas maneras de entender mal algo que se dice, pero hay una muy específica que es la distorsión del traspaso, tanto como para que ‘teléfono roto’ o ‘teléfono descompuesto’ haya llegado a convertirse en la metáfora con la que se lo define. Existe incluso un juego infantil que se llama precisamente así”.
Cuatro. Vuelvo a MacGyver, pienso que es el rey del teléfono descompuesto. Porque él descompone a cada rato y no le tiene miedo al gesto. No hay MacGyver sin cuenta regresiva, no hay acción sin bombas a punto de estallar, motores, relojes, mecanismos que él desmonta con pericia, con lo que tiene a mano. Desarma y no sangra. El mito dice que no usa armas de fuego y aunque en el piloto dispara una vez y guarda una pistola en la mochila, en la mayoría de los capítulos se vale exclusivamente de su cortaplumas. Un hombre y el ícono, pienso que buena parte de mi generación se armó alrededor de esa ilusión, de esa educación sentimental: el que no soñó alguna vez con tener entre sus manos ese objeto rojo y multiuso capaz de disolver todos los males de este mundo que tire la primera piedra.
Cinco. Un réquiem para estas series que no aspiran a contar una época. Y que a la vez, por alejarse de la pretensión, no hacen más que encarnarla. Una actitud noble y pequeña: traer con ellas objetos, ropa, peinados, movimientos, sueños, ideas –encantadoras en su torpeza– de lo que su tiempo proyecta hacia el futuro. Sin estruendo, sin pompa. Con escenas en desiertos hipotéticos, en lugares áridos que simulan ser Asia pero huelen bastante a California. Con acciones que exhiben teléfonos o computadoras que nacieron desfasadas, que se van despidiendo antes de arrancar. La descomposición antes de la descomposición.
Seis. Anoto en una libreta que en la tapa dice, ejem, Composition Book: vivir en estado de réquiem, de despedida itinerante, de levedad. La descomposición y la pelusa: ese balbuceo. La cortina de MacGyver se va descomponiendo a lo largo de los capítulos y también vuelve en fragmentos: MacGyver desarma para volver a armar. No hay MacGyver sin cortaplumas. Hay malentendido porque hubo riesgo.
Un montón de teléfonos descompuestos me acompañaron estos días. De esas partecitas confusas, de esas descomposiciones, está hecha esta nueva edición de Mil lianas.
1. El mar vivo de los sueños en desvelo, de Richard Flanagan. Rodeados de humo, de incendios, de noticias que hablan de todo tipo de destrucción, de desapariciones de especies, de catástrofes más o menos anunciadas. Así circulan los protagonistas de esta novela, que también son testigos de otra extinción: la de la vida de Francie. Una mujer grande que agoniza y tres hijos (Anna, Tommy y Terzo) quienes, con dudas, con complicidades y también con silencios, deciden sobre ella y su circunstancia.
El mar vivo de los sueños en desvelo es el título de la novela de Richard Flanagan y es, también, ese limbo en el que vive Francie. Ni plena, ni muerta del todo, la mujer es sometida a dolorosos tratamientos médicos e intervenciones sobre su cuerpo. Un alargue, una agonía, mientras los demás intentan bucear en sus propios dolores, recordar cómo llegaron hasta donde llegaron, qué es lo que a ellos los mantiene vivos. Una forma, también, de eludir la despedida.
Arrasadora, llena de pequeñas observaciones que iluminan incluso en medio del desastre, en la narración confluyen las preguntas, las mentiras como parte del amor que se tienen los personajes, los crujidos de eso que todavía insisten en llamar familia, amor, naturaleza.
Richard Flanagan nació en Tasmania, en 1961. Estudió en la Universidad de Tasmania y en el Worcester College de Oxford. Con una carrera destacada, que comenzó a mediados de los ‘90, es uno de los mayores referentes de las letras australianas. El escritor, que en la actualidad vive en Hobart, Tasmania, es también un activista que colabora con la preservación del medioambiente de su tierra y escribe textos en medios como el New York Times, Le Monde y la revista New Yorker, entre otros, donde cruza cuestiones vinculadas con el cuidado de la naturaleza, la literatura y la política.
La novela El mar vivo de los sueños en desvelo (The Living Sea of Waking Dreams), de Richard Flanagan, con traducción de Tomás Downey, fue editada en español por Fiordo.
2. El baile de los salvajes. Como les conté por acá –y siempre que podemos, volvemos: de alguna manera siempre estamos tocando las mismas notas de una canción interior, limitada y también muy insistente– uno de mis comienzos de libro preferidos de todos los tiempos es el de la novela Niveles de vida (Levels of Life, 2013), de Julian Barnes. Dice así: “Juntás dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia. La gente quizá no lo advierta en el momento, pero no importa. El mundo ha cambiado, no obstante”. La frase se retoma a lo largo del texto, se va se va deformando (ya que estamos con esto hoy: se descompone a su manera), hasta que te estruja para siempre. No son pocos los que sostienen que de esos cruces de elementos nunca antes reunidos nace el arte.
El precioso experimento audiovisual El baile de los salvajes tiene ese espíritu. Surgió en los tiempos más bravos de los confinamientos por la pandemia cuando el músico Martín Ameconi dejó por un rato de lado las canciones para probar con algo que unía dos mundos que siempre le interesaron: la televisión y los dibujitos animados. Entonces probó haciendo dibujos de grandes músicos que luego animó con un programa muy rústico que tenía y les puso audios reales de entrevistas, por lo general de la tele. Esos cortos, que empezaron siendo una especie de broma que le mandaba por Whatsapp a sus amigos, pronto crecieron y terminaron convertidos en un suceso en las redes sociales.
Por estos días circuló una nueva edición de El baile de los salvajes. Se llama La llamada de Rosario y se ve la animación de una escena icónica del cine argentino: la de Silvia Prieto, de Martín Rejtman, donde la protagonista, encarnada por Rosario Bléfari habla desde un teléfono público. El audio que se oye pertenece a una entrevista con la artista en la que de alguna manera se refiere al enredo del que se nutre siempre el acto creativo, a cierta experimentación. “Creo que voy para allá. Pero yendo para allá puede pasar cualquier cosa”, arranca y sigue.
Los cortos de El baile de los salvajes están disponibles en Instagram y en su canal de YouTube.
3. La familia, de Sara Mesa. Como ya hemos citado por acá, Fabián Casas escribió: “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. De ese proceso, de esa forma macerada que avanza hasta algún grado de fermentación se toma la escritora española Sara Mesa para contar la historia de La familia (Anagrama, 2022), su nueva novela.
Ya desde su tapa, la imagen es elocuente: una casa de cartón de la que emergen dos remos frágiles. Una casa que flota sobre algún tipo de sustancia invisible, que de todas maneras luce en pie, entera, esquemática, impenetrable. Aunque esté hecha de un material endeble, aunque una tormenta pequeña logre desintegrarla en segundos. La casa es la familia (y no “una familia”, la decisión sobre el artículo es importante). La familia es esa fragilidad que hace fuerza por mantenerse a flote pese a todo, aunque no se termine de entender cuál es el vínculo, por qué el pegoteo, por qué la opresión, por qué los secretos. La familia es un paredón, aunque esté hecha del material más vulnerable. La familia es una insistencia.
Formada por dos niñas, dos niños, una madre y un padre bastante tremendo empecinado en mantener las formas a toda costa, la familia de este libro está contada en sus retazos. Uno de los hallazgos de la forma que eligió la autora para el relato es que, lejos de la gran novela familiar, se quedó con los resquicios, con las escenas de sus protagonistas a lo largo de varias décadas (algunas ni siquiera tienen un final clásico, se van como en fade out porque no importa la idea de clausura). Y a la vez puso su mirada, como ya lo viene haciendo con lucidez en sus libros anteriores, en los terrores cotidianos disfrazados de buenas intenciones y también en los silencios.
Sobre sus personajes, sobre la génesis de esta historia y sobre las referencias que tuvo a la hora de entretejer esta novela hablé con su autora en esta entrevista.
La novela La familia, de la escritora española Sara Mesa, acaba de salir por Anagrama. Más información en esta entrevista con la autora.
Banda sonora. Llamadas perdidas, esperas al lado de un aparato que no suena, servicios que no funcionan, desesperación, reencuentros, empresas que ya no existen, como Entel. Las canciones que agregué esta vez a nuestra lista compartida navegan por ese lado: el del teléfono fijo y las distintas escenas que se desprenden de él. De Blondie a Jorge Drexler, de Hugo Fattoruso a Emmanuel Horvilleur, entre muchísimas y muchísimos otros.
Algo más. En las últimas horas nos enteramos de una noticia triste: murió Gal Costa. Como homenaje, algunas de sus canciones también se suman a esta banda sonora.
Posdata. Les dejo esta imagen telefónica de una película que me encanta: His Girl Friday, de Howard Hawks.
¡Hasta la próxima!
AL
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