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Federico Kukso

21 de febrero de 2021 01:59 h

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El 20 de julio de 1969, Michael Collins viajó hacia donde nadie había ido antes. Mientras sus compañeros Neil Armstrong y Buzz Aldrin estampaban sus impolutas botas blancas en la superficie de aquel mundo desolado, este astronauta de 39 años se deslizó en el lado oculto de la Luna a bordo del módulo Columbia. Ningún humano había llegado tan lejos. Durante 27 horas, el piloto estuvo allí completamente solo, desconectado de cualquier forma de vida conocida. “Desde Adán, ningún humano ha conocido la soledad que experimenta Mike Collins durante los 47 minutos de cada revolución lunar cuando está detrás de la Luna sin nadie con quien hablar excepto su grabadora”, dijeron por entonces en una transmisión desde el Centro de Control de la misión Apollo XI.

Al regreso a la Tierra, la prensa lo apodó la “persona más solitaria del universo”. Pero el astronauta no tardó en rechazar ese título. “Lejos de sentirme solo o abandonado -registró en su grabadora-, me siento muy parte de lo que está sucediendo en la superficie lunar”. 

Lo que a Collins realmente lo abrumó fue el apagón de las comunicaciones, un silencio ensordecedor. “Entonces, me introduje en la oscuridad y obtuve mi primera buena mirada al universo a mi alrededor”, recordó luego en su libro Carrying the Fire: An Astronaut's Journeys. “Las estrellas estaban en todas partes. Había una majestuosa y elegante sensación de movimiento mientras me deslizaba en total silencio y con absoluta suavidad. Estaba feliz”.

La experiencia de Collins fue única. Tanto por lo que vio como por la calma que lo invadió. Hoy, a más de 50 años de aquel momento sublime para la humanidad, en cambio, una fracción de aquella serenidad es una especie en extinción, una rareza en la furiosa vida urbana.

No hay escapatoria. El ladrido de un perro. La alarma desatendida de una auto. El caño de escape de una moto. Una podadora de césped. El murmullo constante de una avenida o una autopista cercana. Un camión de basura que acelera. Un bocinazo. Un grito. Otro. A la mañana. A la tarde. A la noche. A toda hora.

Vivimos en la era del ruido. El silencio se volvió una práctica exótica solo reservada para retiros espirituales, espacios religiosos, excentricidades como las silent parties, performances artísticas del estilo de la serbia Marina Abramović o burbujas de tranquilidad como spas, museos y bibliotecas. La ciudad -su declarada enemiga- lo expulsa. Para abrazar la calma hay que viajar lejos: ir al desierto, a la montaña, a la playa, al bosque, a la Luna. Huir de la tiranía sonora de la realidad. 

Omnipresente y ubicuo, el ruido constituye otra forma de contaminación, menos combatida que la contaminación del aire y del agua. Incluso menos que la contaminación lumínica que nos roba el cielo nocturno o aquella que asfixia con plásticos a los océanos. Constituye una crisis de salud -paradójicamente- silenciosa.

La poca importancia que las autoridades le dan al tema quizás se deba a que aprendimos a convivir con esta presencia intangible pero perturbadora porque creemos que no nos queda otro remedio. Como si fuera un integrante inherente del tejido urbano, una parte integral de la vida humana cotidiana, de nuestro “paisaje sonoro” como lo denominó en 1970 el compositor y ambientalista canadiense Raymond Murray Schafer en The Soundscape.

Aún así sus efectos sí son palpables: “El ruido constituye un problema social, cultural, ambiental y de salud”, indica el ecologista John Stewart, autor de Why Noise Matters: A Worldwide Perspective on the Problems, Policies and Solutions. “En todo el mundo, más personas se ven afectadas por el ruido en su vida cotidiana que por cualquier otro contaminante de la Tierra. Desde los barrios marginales de Bombay hasta los elegantes bulevares de París, el ruido es un problema. Daña la salud de las personas y amenaza los sistemas de sonido naturales del mundo de la misma manera que el cambio climático está alterando sus ecosistemas”.

Alrededor de los 50 decibeles, un sonido molesta. Cerca de los 55 decibeles la molestia se vuelve extrema. A los 85 decibeles, provoca dolor físico.

La contaminación sonora en especial reduce la cálida de vida. En un paper publicado esta semana en la revista Royal Society Open Science los investigadores daneses Jeppe H. Christensen, Gabrielle H. Saunders, Michael Porsbo y Niels H. Pontoppidan documentaron cómo la exposición prolongada a ruidos tiene efectos nocivos en el sistema auditivo y cardiovascular, a pesar de estar en niveles de intensidad por debajo de los que se sabe que causan daño físico. Por ejemplo, las variaciones en el sonido ambiental cotidiano provocan una reacción de estrés al alterar el equilibrio del sistema nervioso autónomo. Esto conduce a un aumento momentáneo de la frecuencia cardíaca y la presión arterial y pueden provocar daños a largo plazo, como incrementar el riesgo de enfermedad cardíaca debido a períodos prolongados de hipertensión.

A esto se le suma, trastornos del sueño y deterioro cognitivo en todos los grupos de edad, según un documento publicado por la Organización Mundial de la Salud en 2011. De hecho, se ha descubierto que muchos chicos que viven cerca de aeropuertos o calles ruidosas sufren estrés y otros problemas como deficiencias en la memoria, bajo nivel de atención y problemas de comprensión lectora.

Silencio, por favor

En el siglo XXI, el silencio se convirtió en un bien escaso. “El silencio es el nuevo lujo”, advierte el noruego Erling Kagge, autor del libro El silencio en la era del ruido (Taurus). “Poder alejarse del ruido cotidiano es un privilegio”. 

En su caso, este escritor y explorador para encontrarlo tuvo que viajar a los sitios más extremos del planeta, de la Antártida al Polo Norte y de allí a la cima del Everest. “El silencio puede ser un amigo. Una fuerza enriquecedora. Aislarse del mundo no consiste en dar la espalda al entorno, sino lo contrario: en ver el mundo con un poco más de claridad. El silencio es una llave que puede abrir nuevas formas de pensar”.

Kagge no es el único pensador que, perturbado ante el diluvio sonoro actual, ha explorado esta profunda necesidad humana. En su libro Silencio (Ediciones Godot), John Biguenet la desgrana: disecciona el silencio en tanto castigo y forma de poder -el silenciamiento de grupos oprimidos, por ejemplo- pero en especial en su devenir como una mercancía, un bien que se compra y vende al mejor postor. 

Conseguir instantes de plena paz y la tranquilidad tienen un precio cada vez más elevado. Este escritor y guionista estadounidense advierte esta tendencia en las salas VIP de los aeropuertos -“una de las boutiques más exitosas que venden silencio”-, ofrecidas por las aerolíneas a los poseedores de pasajes de primera clase y viajeros frecuentes con membresía anuales para ingresar en estos oasis, corralitos que separan del bullicio ajeno. 

También esta tendencia se aprecia en los auriculares con cancelación de ruido para huir del ruido no deseado -una de las forma más molestas de agresión sensorial-, en autos silenciosos de alta gama como un Lexus LS 600h, un Mercedes-Benz Clase S o un Tesla Model S o en retiros de meditación.

“El ruido es la más impertinente de todas las formas de interrupción”, se quejó el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en el siglo XIX. “No es solo una interrupción, sino también una alteración del pensamiento”.

Un mundo sin silencio

Esta asociación del silencio con el lujo y la riqueza, sin embargo, no es exclusivamente moderna: quedó condensada en el proverbio árabe del siglo IX “el habla es plata, el silencio es oro”. 

En otros tiempos, la cultura occidental apreciaban la profundidad y los sabores del silencio. Pero con el pasar de los siglos y el aumento de la excitación sonora del mundo, esta actitud para muchos pasó al olvido. “Lo consideraban como la condición del recogimiento, de la escucha de uno mismo, de la meditación, de la plegaria, de la fantasía, de la creación; sobre todo, como el lugar interior del que surge la palabra. La intimidad de los lugares, la de la estancia y sus objetos, la del hogar, estaba tejida de silencio”, recuerda el historiador francés Alain Corbin en su Historia del silencio (Editorial Acantilado). “Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua. La sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo, en lugar de mantenernos a la escucha de nosotros mismos. De este modo, se altera la estructura misma del individuo”.

No solo el paisaje sonoro de las ciudades cambió con las épocas. También se han transformado las sensibilidades y las actitudes respecto al valor del silencio mismo. La vida, la celebración, la alegría, los festejos se asocian en el siglo XXI al bullicio, a la exuberancia sonora. Al silencio, en cambio, se lo emparienta con la tristeza, el enojo, el malestar y la sospecha. En una sociedad hiperestimulada -sonora y visualmente- como la actual, el silencio es visto como peligro. El silencio incomoda, el ruido conforta. 

Para muchos espectadores, una película muda resulta insoportable. El espectador moderno exige sonido envolvente y tridimensional, experiencias inmersivas. En el silencio, corre el peligro de encontrarse a sí mismo. 

Durante la Edad Media, en cambio, el silencio era condición necesaria de toda relación con Dios. La meditación y la oración interior lo exigían, como estipuló en 1555 el jesuita Baltasar Álvarez en su Tratado de la oración de silencio

Como resaltó el sociólogo alemán Norbert Elias, a partir del Renacimiento, en el momento mismo en que el mundo exterior se alejaba del silencio, se instauró la interiorización de las normas civilizadas. Entre lo que se debía hacer en sociedad y lo que figuraba el llamado “silencio de los órganos”: la progresiva difusión de las prohibiciones de eructar, de expeler flatulencias y de hacer perceptible cualquier manifestación orgánica. El cuerpo debía ser mudo.

Para comienzos del siglo XIX saber callar, saber guardar silencio formaba parte del proceso de distinción frente a la algarabía y excesos sonoros de los sectores populares. Ya para entonces, el ruido era un problema de clase, un índice de las diferencias sociales. 

Hoy esto se ha exacerbado. “Los trabajadores peor remunerados sufren por lo general más ruido en su entorno laboral que las personas con salarios altos”, indica Kagge. “La gente acomodada vive en lugares con menos ruido y aire más limpio. Sus coche son más silenciosos al igual que sus lavadoras. Tienen más tiempo libre y comen alimentos más naturales y saludables. El silencio se ha convertido en parte de esa brecha que otorga a algunos la posibilidad de una vida más larga, más sana y más rica que la de la mayoría de las personas”.

Combate sin fin

La lucha contra el ruido es un combate antiguo. Ya la Epopeya de Gilgamesh -el poema sumario del 2100 a.C.- cuenta cómo el dios Enlil decide exterminar a la humanidad porque su ruido perturba su sueño. 

La primera ordenanza sobre el ruido que se conoce data del siglo VIII a.C. Los legisladores de la ciudad griega de Sybaris expulsaron a los herreros, carpinteros y miembros de otras profesiones ruidosas de los límites de la ciudad. Incluso se echó a los gallos.

Como rescata el físico y filósofo Mike Goldsmith en Discord: The Story of Noise, la primera queja registrada por ruidos molestos es de 1378 en Inglaterra: vecinos fastidiados con los ruidos fuertes hechos por un armero local. 

La referencia más antigua a acciones legales respecto al ruido en lo que hoy es Argentina se sitúa entre los años 1778 a 1783: Rosario era una de las ciudades más ruidosas del Virreinato. Las quejas de los vecinos obligaron a los carreteros a enfundar las ruedas de sus carruajes con cintas de cuero para suavizar el traqueteo contra el empedrado.

La guerra contra el ruido subió de volumen a medida que ciudades como París y Londres se volvían más bulliciosa con el debut de los motores de la revolución industrial. El escritor Marcel Proust hizo recubrir de corcho las paredes de su habitación y en 1883 el célebre fotógrafo Nadar organizó una campaña contra el ruido de las campanas, sobre todo de aquellas que suenan a primera hora de la mañana.

Sin embargo, a no todos les molestaban el zumbido de los neumáticos que reemplazaron al estrépito de las herraduras de los caballos o el coro de taladros y turbinas. El pintor y compositor Luigi Russolo y los futuristas italianos los celebraban. El autor del manifiesto L'arte dei Rumori (1913) aseguraba que el ruido de un automóvil a gran velocidad y el de la metralla eran superiores a la Quinta sinfonía de Beethoven.

Imposible de extinguir el ruido urbano, cada cultura encontró maneras de adaptarse a él. En Dinamarca las bocinas de los automóviles rara vez se escuchan porque es ilegal usarlas a menos que se esté en peligro inmediato. Y la mayoría de los trenes, tienen un vagón silencioso. 

En Japón, hay una regla tácita de cortesía que consiste en no hablar por teléfono en el subte ni mantener conversaciones fuertes. Y en una de las plazas centrales de Helsinki, en Filandia, los ciudadanos pueden refugiarse en la “Capilla del Silencio”, la hermosa Capilla Kamppi. Un gran contraste con ciudades como Buenos Aires donde la ley Nº 1540 de control de la contaminación acústica casi no se aplica y los caños de escape estruendosos rugen libremente a sus anchas. Según la consultora ambiental CitiQuiet, la capital argentina es la octava ciudad más ruidosa del mundo, detrás de Bombay, Calcuta, El Cairo, Nueva Delhi, Tokio, Madrid y Nueva York. 

La pandemia de Covid-19 ha desbaratado al mundo y quizás lo haga también con la indiferencia sonora. Además de las mascarillas, el lavado de manos y el distanciamiento social, el silencio en el transporte público y en espacios cerrados ayudaría a frenar los contagios de coronavirus. Científicos españoles llaman a viajar callados en trenes y colectivos para evitar la emisión de partículas en el aire.

Pero si esto no logra reinstalar el silencio como práctica de respeto hacia otros y hacia uno mismo, quizás no quede otra más que buscarlo en otra parte. “El silencio es más bien una idea. Un sentimiento. Una representación mental. El silencio que nos rodea puede albergar mucho, pero para mí es más interesante el silencio que llevo dentro. Un silencio que, en cierto modo, creo yo mismo”, aconseja el explorador noruego Erling Kagge. “De ahí que ya no busque el silencio absoluto a mi alrededor. El silencio que busco es una vivencia personal, interna”.

FK

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