Borges cuenta que Francisco Laprida, ilustre abogado sanjuanino y prócer de nuestra independencia, se pensaba como un hombre “de sentencias, de libros, de dictámenes” hasta que se encontró con su destino sudamericano--un tropel de caballos corriendo sobre su cabeza. ¿Es la vida pública argentina realmente incompatible con el derecho, como sugiere Borges? ¿Es la Argentina realmente “un país al margen de la ley”? En esta serie de notas, exploraremos los encuentros y desencuentros de nuestro país con el derecho. Tras este recorrido, tal vez descubramos que Argentina y derecho no tienen por qué ser antónimos.
Consejo de la Magistratura: El ataque de los clones
Los episodios IV, V y VI de La guerra de las galaxias nos muestran a un Darth Vader temible e impiadoso. Los episodios I, II y III, estrenados décadas después, nos muestran cómo un inocente e idealista Anakin Skywalker degeneró en semejante villano. En esta nota nos proponemos algo similar. Los diarios de estos días nos muestran una batalla descarnada por el control del Consejo de la Magistratura que involucra a todos los poderes del Estado. No nos muestra, en cambio, cómo un intento de profesionalizar y despolitizar al Poder Judicial nos trajo a semejante bochorno.
Empecemos por los noventa. En el primer lustro de su mandato, Carlos Menem había convertido al Poder Judicial en uno de sus feudos. En ese entonces, los jueces se nombraban a dedo presidencial, validado por una mayoría simple del Senado que el menemismo alcanzaba fácilmente. Así, la ampliación de la Corte y la duplicación del número de jueces federales de instrucción porteños le permitieron al gobierno tener una mayoría automática en asuntos constitucionales e impunidad garantizada en causas penales. La presidencia de la Corte en manos de un ex comisario socio del hermano del presidente y los jueces de la servilleta en Comodoro Py son algunas de las marcas de la época.
En este contexto, uno de los temas que el radicalismo puso sobre la mesa en el Pacto de Olivos y que fue incorporado por la reforma constitucional de 1994 fue la creación del Consejo de la Magistratura, un organismo encargado de otorgar transparencia y de instaurar el mérito como un factor en el nombramiento y la sanción de los jueces. Previsiblemente, cómodo con los nombramientos sin control, el menemismo trabó la aprobación de la ley que definía la integración del Consejo.
Pero esto tenía un problema: la cláusula transitoria 13ª de la Constitución establecía que un año después de la reforma todos los jueces deberían ser nombrados a través del Consejo. Frente a esto, Menem amenazó con que, si el radicalismo no aprobaba el proyecto que él quería, con clara mayoría oficialista, comenzaría a nombrar jueces por decreto (el famoso mecanismo que luego intentó, frustradamente, Mauricio Macri). La situación recién se destrabó tras la derrota del justicialismo en las elecciones legislativas de 1997: con la certeza de que ya no sería presidente en 1999, la idea de legar a su sucesor una justicia independiente ya no desagradó al riojano.
La ley de 1997, que creó un Consejo de 20 miembros encabezado por el presidente de la Corte Suprema, gozó de cierto consenso mientras ninguna fuerza política tuvo un predominio claro. Recién luego de las elecciones legislativas de 2005, en las que el kirchnerismo selló la hegemonía política que marcaría la siguiente década, comenzó el primer intento de modificación del organismo. La entonces senadora Cristina Kirchner impulsó la ley que estuvo vigente hasta la semana pasada. Con el pretexto de agilizar a un organismo torpe y “elefantiásico”, redujo de 20 a 13 la cantidad de miembros del Consejo, de los cuales 7 serían políticos y 5 serían oficialistas. Dado que las decisiones importantes del Consejo se toman por dos tercios de los votos, y 5 es más que un tercio de 13, el oficialismo (cualquier oficialismo) gozaría de un poder de bloqueo sobre cualquier nombramiento o acusación incómodo.
Luego de las elecciones legislativas de 2009 (alica-alicate, Pino Solanas, el Lole senador), la (también hoy) oposición conformó el llamado “Grupo A” en la Cámara de Diputados y dio media sanción a una reforma a la ley del Consejo. Esta media sanción, obtenida tras una ardua negociación que abarcó desde el Pro hasta Proyecto Sur, volvía a una integración de 19 miembros y reincorporaba a un miembro de la Corte Suprema, aunque no necesariamente en la presidencia. No pudo ser: el Senado se quedó sin quórum al momento de votarla. En ocasiones, la oposición en el Senado había tenido mayoría (por ejemplo, para normalizar el INDEC, o para aprobar el 82% móvil). Pero las malas lenguas dicen que, en ese momento, ni a radicales ni a peronistas les convenía un Consejo de la Magistratura independiente.
Así llegamos a 2013, tras el rutilante 54% de 2011. En la época que para decir que algo era bueno había que “democratizarlo”, se avanzó con un paquete de leyes llamado “democratización de la Justicia”. Su punto central: los miembros del Consejo serían electos por elección popular, conjuntamente con las elecciones presidenciales. Mucho se ha escrito sobre esto, pero permítannos una observación puntual: las normas electorales de la reforma exigían a las listas de candidatos al Consejo tener la misma denominación en al menos 18 de los 24 distritos para poder adherir su boleta a la boleta presidencial y beneficiarse del arrastre. No casualmente, sólo una alianza cumplía con tal condición en la época: el Frente para la Victoria. Esta reforma fue inmediatamente declarada inconstitucional por la Corte Suprema y jamás entró en vigencia.
Seguimos avanzando. En Noviembre de 2015, la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal fue más atrás en el tiempo y declaró inconstitucional la ley de 2006 (este fue el fallo que la Corte confirmó en diciembre del año pasado). El gobierno de Macri podría haber simplemente consentido el fallo y adelantado la historia seis años (después de todo, todos los partidos de Cambiemos habían afirmado que la ley de 2006 era inconstitucional).
Eligió no hacerlo. Nada nuevo: lo que es inconstitucional en la oposición es conveniente cuando se está en el poder. De hecho, en 2016 el oficialismo aprovechó una ambigüedad de la ley para reemplazar a un miembro del Consejo por el kirchnerismo por uno del Pro. Poco tiempo después, el gobierno también se aprovecharía de un conveniente fallo que exigía a los miembros del Consejo tener título de abogado (requisito que no estaba en la ley) para dejar al Consejo sin un miembro durante unas horas y así destituir a un juez poco amigable (y muy cuestionable). En 2018, los bloques del peronismo opositor hicieron algo similar, y se burlaron del oficialismo por haber “caído en su propia trampa”, como si el respeto a las instituciones fuera un juego infantil.
Después de todo este derrotero, llegamos al fallo de 2021, en el que después de una causa judicial de quince años sin ninguna complejidad que justificara semejante retraso la Corte Suprema declara inconstitucional la ley de 2006 y ordena volver a la de 1997, en la que es la propia Corte la que preside el organismo. En esta encrucijada, el Gobierno se resiste desde la presidencia de las cámaras y desde sospechosas medidas cautelares desde Paraná. El oficialismo se rasga las vestiduras y denuncia un golpe institucional. La oposición, en cambio, se rasga las vestiduras y denuncia un golpe institucional.
Esto no es una película, acá no hay buenos ni malos: cada uno está defendiendo la ley con la que siente que hoy tiene mayoría. La épica de las instituciones es una muy peculiar: toda su gracia es restringir nuestras conductas y no hacerlas depender de quién tiene la mayoría en un momento determinado. Tal vez la comedia de enredoss de las últimas semanas nos lo enseñe para siempre. Después de todo, la primera película de La guerra de las galaxias anuncia Una nueva esperanza (pero también, ay, es una película de ciencia ficción).
MA/SG
Sobre este blog
Borges cuenta que Francisco Laprida, ilustre abogado sanjuanino y prócer de nuestra independencia, se pensaba como un hombre “de sentencias, de libros, de dictámenes” hasta que se encontró con su destino sudamericano--un tropel de caballos corriendo sobre su cabeza. ¿Es la vida pública argentina realmente incompatible con el derecho, como sugiere Borges? ¿Es la Argentina realmente “un país al margen de la ley”? En esta serie de notas, exploraremos los encuentros y desencuentros de nuestro país con el derecho. Tras este recorrido, tal vez descubramos que Argentina y derecho no tienen por qué ser antónimos.
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