Borges cuenta que Francisco Laprida, ilustre abogado sanjuanino y prócer de nuestra independencia, se pensaba como un hombre “de sentencias, de libros, de dictámenes” hasta que se encontró con su destino sudamericano--un tropel de caballos corriendo sobre su cabeza. ¿Es la vida pública argentina realmente incompatible con el derecho, como sugiere Borges? ¿Es la Argentina realmente “un país al margen de la ley”? En esta serie de notas, exploraremos los encuentros y desencuentros de nuestro país con el derecho. Tras este recorrido, tal vez descubramos que Argentina y derecho no tienen por qué ser antónimos.
Necesitamos una ley
Las palabras “necesitamos una ley”, buscadas en Google, aparecen 250 mil veces. Solo en la primera página de resultados nos enteramos de que “necesitamos una ley de alquileres”, “necesitamos una ley de humedales”, “necesitamos una ley de pandemias”. Los problemas públicos, parecería, son el resultado de legisladores indolentes o despreocupados. Los diputados se tienen que sentar a la-bu-rar. Si sancionamos las leyes correctas, la cosa va a empezar a andar. Si reformamos la Constitución, ni hablar.
Efectivamente, necesitamos leyes. Sociedades complejas como las nuestras necesitan reglas comunes y públicas que nos permitan coordinar nuestras expectativas y ajustar nuestras conductas. Gracias al derecho, sabemos que los autos vienen por la derecha y confiamos, razonablemente, en que intentarán no pisarnos. También necesitamos leyes para controlar el poder de los gobernantes y para regular al Estado, con sus millones de empleados y miles de funciones: en el constitucionalismo moderno, el Estado es un producto de nuestra voluntad como sociedad, y somos nosotros quienes lo autorizamos a actuar y marcamos sus límites. Finalmente, las leyes son una poderosa herramienta simbólica que permite a los pueblos expresar sus valores y tradiciones. Al igual que los actos escolares o los desfiles militares, el proceso legislativo nos sirve para reafirmar nuestra pertenencia a la comunidad y permite la disputa simbólica acerca de qué valores nos representan mejor. Ninguna de estas funciones merece ser ridiculizada.
Sin embargo, las leyes no arreglan nuestros problemas por sí solas. Veamos dos ejemplos recientes, en un área tan tangible como simbólica. La Ley de Violencia contra la Mujer, de 2009, define lo que se considera violencia de género y crea mecanismos para combatirla. Sin embargo, pocos sostendrían que con su sanción se terminaron los delitos contra las mujeres –de hecho, la cantidad de femicidios aumentó desde la sanción de la ley–. No sabemos si sin la ley la cifra habría sido aún mayor; sí sabemos que erradicar ciertas prácticas requiere mucho más que una norma. Por su parte, la legalización del aborto abrió la puerta a que una práctica socialmente extendida saliera de la clandestinidad y así, efectivamente, cambió la vida de miles de mujeres. Pero, otra vez, muchas dificultades siguen en pie: médicos reticentes, estigmatización, falta de conocimiento. Seguramente ambas leyes sean mojones ineludibles para el objetivo de la igualdad de género. Sin embargo, está claro que no se termina con el patriarcado con una norma, como celebró el Presidente al promulgar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.
En el caso anterior, la fantasía presidencial no quita los aportes de las leyes. Pero la situación se agrava cuando la confianza mágica que se deposita en la ley reemplaza al estudio de las condiciones reales que producen los problemas. Cuando esto pasa, nuestros esfuerzos son vanos y nuestras expectativas son rápidamente frustradas. A veces, el resultado parece cómico, como cuando un candidato presidencial propuso una «ley para bajar la inflación» que consistía en la creación de una «Oficina para la Reducción de la Inflación». El poder místico de la ley en su máxima expresión: considerar que un problema estructural de la economía argentina se resuelve con una norma y un organismo. Un caso más actual es el de la Ley de Alquileres. Solo un año después de la sanción de una ley que modificó la regulación anterior, inquilinos y propietarios señalan su fracaso y piden una nueva norma; los legisladores validan el pedido, admiten que “se hicieron mal las cosas la otra vez” y confían en que ahora se harán bien. Probablemente, se pueda sancionar una norma mejor. Pero lo cierto es que con una inflación del 50% anual, una brecha cambiaria del 100%, y propiedades que se venden en dólares y se alquilan en pesos, pensar que una tercera regulación en tres años en solucionará el drama de la falta de acceso a la vivienda es, en el mejor de los casos una quimera, y, en el peor, una huida hacia adelante.
Lo que es peor: consagrar derechos en normas jurídicas desatendiendo la práctica en la que se insertarán suele generar efectos opuestos a los deseados. Tomemos un caso vecino, estudiado por el académico Octavio Ferraz. En Brasil, la Constitución garantiza el derecho a la salud, definido como el derecho a la satisfacción de las necesidades de la salud de acuerdo con los tratamientos médicos existentes, sin importar sus costos. Esto fue considerado un logro del «movimiento sanitarista“, que luchó por la incorporación de este derecho en la Constitución de 1988. Los resultados no fueron los esperados. Los ricos, desde ya, no necesitaron ninguna ley para conseguir los tratamientos. Los pobres no contaban con abogados que motorizaran sus reclamos en los tribunales. La ley, finalmente, benefició a la clase media que gozaba de recursos económicos y sociales que le permitían acceder a tribunales a solicitar y obtener tratamientos caros. Dado que el presupuesto es uno solo, estos tratamientos fueron costeados con fondos destinados a atender cuestiones sanitarias que sí afectaban a los sectores de menores recursos. Despejado su aspecto simbólico, entonces, una comprensión maximalista del derecho a la salud pasó a redistribuir recursos de la clase baja a la clase media, lo contrario a lo que sus proponentes habrán soñado.
En otros casos, los derechos no son siquiera aprovechados por las clases medias, sino por las élites. Un estudio comparado mostró como la inclusión de una larga lista de derechos humanos en los textos constitucionales de Nueva Zelanda, Canadá, Sudáfrica e Israel, bajo el discurso de que protegerían a los más desfavorecidos, se convirtieron en la llave para que los sectores privilegiados amplíen su poder. Es que los derechos no alteran realidades por sí solos: el reclamo por su cumplimiento se hace ante el Poder Judicial. Esta rama del Estado ha sido, tradicionalmente, la más abierta a los pedidos de las clases altas y la más cerrada a las demandas populares (tanto por su ethos aristocrático como por los costos que tiene acceder a la justicia). La ampliación de derechos, entonces, en contra de lo esperado, culminó en un proceso en que las élites pudieron judicializar cada vez más situaciones, en nombre de los nuevos derechos, y así ampliar su brecha con el resto de la sociedad. Entre otras cosas, contra lo proclamado, estas reformas constitucionales debilitaron la posición de los trabajadores ante los empresarios. Las élites utilizaron las cláusulas constitucionales que prevén la libertad de asociación, ocupación y expresión para sostener ante los tribunales que estos derechos no apuntan a posibilitar la sindicalización o las protestas laborales, sino a proteger la asociación, la negociación y las formas de contratación empresarial de la intervención del Estado. En Nueva Zelanda, Israel y Canadá los jueces receptaron estos planteos y, desde entonces, las condiciones laborales se han flexibilizado significativamente.
Más cerca de estos lares, en el actual proceso constituyente chileno, el miembro de la Convención y destacado jurista de izquierda Fernando Atria se refirió a este problema mientras se discutía la inclusión del principio «pro persona“ en la Constitución (es decir, el principio de que las normas deben interpretarse siempre de modo tal que tiendan a «garantizar mejor los derechos»). Una mirada ingenua, dijo Atria, podría permitir pensar que esto sería beneficioso para los individuos en general y, en particular, para los más desfavorecidos. Pero el derecho no opera en abstracto: otra vez, quienes interpretan las normas son los jueces y, en la práctica realmente existente, el principio había sido utilizado por empresas para evitar la regulación estatal o por individuos de altos ingresos para eludir subas de impuestos.
No siempre necesitamos una ley. A veces las leyes resuelven totalmente nuestros problemas, a veces contribuyen parcialmente a hacerlo y a veces nos reconfortan simbólicamente. Otras veces, nos hacen perder el tiempo en discusiones estériles, dilapidan el presupuesto público en remedios ineficaces, crean incentivos perversos y redistribuyen los beneficios sociales en favor de quienes pueden pagar mejores abogados. El derecho puede ser la mejor herramienta de nuestra democracia, pero para entender cuándo y cómo utilizarla debemos comprender sus potenciales y, fundamentalmente, sus limitaciones. En esta serie de notas para elDiarioAR continuaremos explorándolos.
MA/SG
Sobre este blog
Borges cuenta que Francisco Laprida, ilustre abogado sanjuanino y prócer de nuestra independencia, se pensaba como un hombre “de sentencias, de libros, de dictámenes” hasta que se encontró con su destino sudamericano--un tropel de caballos corriendo sobre su cabeza. ¿Es la vida pública argentina realmente incompatible con el derecho, como sugiere Borges? ¿Es la Argentina realmente “un país al margen de la ley”? En esta serie de notas, exploraremos los encuentros y desencuentros de nuestro país con el derecho. Tras este recorrido, tal vez descubramos que Argentina y derecho no tienen por qué ser antónimos.
0