Urbanismo
La difícil tarea de reducir el uso del automóvil privado en el AMBA
Por estos días, el microcentro porteño es escenario de un fenómeno aparentemente contradictorio: hay muchos menos desplazamientos pero casi la misma congestión vehicular que antes de la pandemia.
Como se sabe, el Covid-19 dejó a su paso un número nada desdeñable de trabajadores remotos, a tiempo parcial o completo. Miles de oficinistas que en lugar de moverse entre semana por Retiro, Monserrat o San Nicolás hoy trabajan desde el hogar y los viajes a la rotisería, el café, el gimnasio y hasta la tintorería ocurren en sus inmediaciones, aunque estén en Colegiales, Villa Urquiza, Núñez, Olivos, Escobar o el centro de Lomas. ¿Por qué entonces las demoras y embotellamientos son los mismos que antes?
Lo primero a señalar es que entre quienes se desplazan hoy por la ciudad es posible rastrear las huellas de la pandemia en la nueva normalidad, una suerte de Covid extendido que se expresa de diferentes maneras: mayor uso de la bicicleta, mayor habituación al transporte privado individual (aquellos que en la semana jamás recurrían al taxi y ahora se toman un Cabify o un Uber por comodidad) y menor uso del transporte público (actualmente operando por debajo de su capacidad, en especial en trenes y subtes).
En términos de movilidad sustentable, sólo el primero de esos fenómenos es positivo.
En junio, un informe del Banco Mundial que elDiarioAR adelantó en exclusiva compartía los resultados de una encuesta que, a priori, sonaba alentadora. Allí, automovilistas y motociclistas del área metropolitana de Buenos Aires (AMBA) decían que un ahorro en el tiempo de viaje de tan sólo 5 minutos en el transporte público en comparación con los tiempos actuales de los modos privados alcanzaría para que más de la mitad de ellos cambiaran al público.
El problema es que poco se está haciendo en ese sentido. Sin dudas la política pública puede trabajar sobre el caso de aquellos que viven y trabajan en CABA y que todos los días encaran viajes cortos en auto que tranquilamente podrían reemplazarse por modos más económicos y eficientes (hay rutas que están muy bien conectadas por uno, dos y hasta tres modos públicos), pero hay muchos otros ejemplos en donde las bondades del pasaje al transporte público no terminan de quedar claras.
Veamos. Las personas que viven y trabajan en el AMBA se encontraron con un lockout de colectivos que llevó semanas, con servicios reducidos y un conflicto por el pago de subsidios que aún enfrenta al gobierno nacional con las autoridades porteñas; un servicio de subte que nunca logró alcanzar la frecuencia prometida (3 minutos en hora pico para todas las líneas) y que hace tiempo dejó de expandir la red; y una red de ciclovías que avanza demasiado tímidamente y que hasta retrocede o cambia de diseño en avenidas y calles interiores tras protestas de frentistas, mientras las guarderías públicas para bicicletas (salvo algún espacio en determinadas estaciones de subte) siguen sin aparecer.
Las obras que se hacen carecen de un enfoque integral. A fines del año pasado empezaron a ejecutarse los trabajos de extensión de la línea Belgrano Sur, entre Sáenz y Plaza Constitución, una obra necesaria para que el tren tenga una mayor penetración en el área central de la Ciudad. Pero a medida que avanza el tendido ferroviario surge la pregunta de si la línea C del subte (que une Constitución con Retiro) va a ser capaz de absorber todo su caudal de pasajeros. La otra estación que podría descomprimir este tráfico (la estación Sáenz de la línea H) lleva más de 10 años sin construirse.
Desigualdad social
Felipe González es magíster en Urbanismo Informático por la New York University (NYU) y este año participó de una investigación encargada por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que analizó el perfil de viajes en el AMBA. El estudio, que hizo con Sebastián Anapolsky, reveló que los niveles socioeconómicos más bajos tienen un acceso de menor calidad al servicio de transporte público masivo y son penalizados por el diseño de la red. En un día hábil promedio, las personas de menores ingresos viajan un promedio de 11,6 kilómetros y hacen 2,3 combinaciones cada 5 desplazamientos. El medio de transporte que más usan es el colectivo (casi 86% de los viajes), que desde hace varias semanas ofrece un servicio reducido en reclamo por subsidios adeudados.
Para ser atractivo, el transporte público debe ser seguro, confiable y eficiente, y nada de esto se le está ofreciendo a los sectores de menores ingresos del AMBA. De hecho, el discurso del gobierno nacional ha sido minimizar el impacto de las disrupciones de estas semanas (“no hay esperas ni filas ni se ven en los noticieros largas filas en los centros de transbordo”, fuentes gubernamentales confiaron a la agencia Télam) y hasta sugerir que hay un “sobredimensionamiento” de servicios de transporte automotor.
En diálogo con elDiarioAR, González asegura que podría hacerse mucho más para convertir al transporte público en una real alternativa al automóvil mediante políticas de push and pull, es decir, que a medida que se fomentan los medios más deseables, se dificultan los menos deseables.
“Del lado pull habría que mejorar mucho el servicio de buses con carriles exclusivos en todas las avenidas y hacer más eficiente la red para que no haya tanta superposición de recorridos. Esto hoy no puede hacerlo el Gobierno de la Ciudad hasta tomar control de las 32 líneas que nacen y mueren en CABA, y cuando lo haga igual tiene que coordinar con Nación para las otras”, explica el especialista, que también reclama avanzar cuanto antes con la línea F del subte para unir Plaza Italia con Constitución.
“Del lado push habría que sacar puestos de estacionamiento y empezar a poner un cargo por congestión. Pero creo que siempre lo mejor es ir por el lado del stock de lugares para estacionar. Es la política más sencilla, más efectiva, barata y que afecta al aspecto más ineficiente del modo: su uso del espacio para estar sin ser usado”, concluye.
Micaela Alcalde, directora ejecutiva de la Fundación Urbe, también detectó “puntos de dolor” en el transporte público de pasajeros sobre los cuales podrían actuar los gobiernos. “Uno es la falta de acceso a un sistema sincronizado de datos que comunique en tiempo real la llegada de las unidades y los recorridos en toda el área metropolitana. Estos mecanismos ayudan a fidelizar al usuario estimulando el uso de transporte público”, dijo Alcalde, que viene de coordinar un ciclo de charlas entre especialistas, asociaciones civiles y referentes del ámbito privado y público llamado Caja de Resonancia.
No es lo mismo saber con exactitud a qué hora pasa un colectivo o un tren que tener que andar corriendo para llegar a la parada y a la estación solo para tener que esperar un número indeterminado de minutos hasta que aparezca la unidad. Lo segundo mata la previsibilidad y confiabilidad del servicio y da argumentos a quienes deciden parar un taxi o pedir un Cabify para no llegar tarde a un encuentro.
Otro punto de dolor, sostuvo la investigadora, son las brechas urbanas que generan los “no viajes” de la población discapacitada o con movilidad reducida que ve imposibilitada su traslado, es decir, todas las veces que quisieron moverse y no pudieron por limitaciones en los sistemas. Un claro ejemplo son las estaciones de subte sin ascensor o escalera mecánica.
Sin negar los debates sobre el nivel de tarifas o la estructura de subsidios, Alcalde explicó que no se debe abandonar la inversión en infraestructura ni en producción de datos. “Se pueden pensar asociaciones público-privadas para acceder a datos de empresas o de código abierto y medir los costos sociales de la congestión. Mientras tanto, y para recuperar el uso del subterráneo, se pueden aumentar las frecuencias, en conjunto con un sistema de concientización de modos públicos de transporte”, enumera.
Para el final, Alcalde sumó la madre de todas las batallas: “Hay que concretar la operación coordinada de la Agencia de Transporte Metropolitano, para que realmente tenga como objetivo sacar a la gente del auto privado e instalar la infraestructura pública como política.”
FP
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