Laura Alcoba: “La materia de mis libros es autobiográfica, pero el objetivo no lo es”
“A la edad en que hablar es una fiesta, una niña descubre de repente que su palabra puede derribar su mundo, provocar la muerte de su padre y de su madre, reducir a nada su escondite –la casa de los conejos– con todos sus habitantes. De ahora en adelante, tendrá que aprender a hablar sin decir nada”. Así describió el escritor francés Daniel Pennac, al conmemorarse un aniversario de la salida de la novela, el nudo de lo que ocurre en La casa de los conejos, de la escritora Laura Alcoba.
El libro primero salió en francés e impactó al mundo con el relato de una niña que, hija de militantes montoneros en los años ‘70 en la Argentina, de un día para el otro pasó a vivir en la clandestinidad y en un lugar muy particular: la casa oculta en la que funcionó la imprenta del periódico Evita Montonera en las afueras de la ciudad de La Plata, mientras la dictadura militar torturaba, secuestraba y arrasaba vidas. Una prosa casi diáfana, deslumbrante, para un historia de terror en todos los sentidos posibles.
Junto a su madre, mientras su padre permanecía preso en la Argentina, Laura Alcoba partió con 10 años al exilio en Francia, experiencia que quedó plasmada en otras dos novelas posteriores de la autora, también traducidas al español como El azul de las abejas (Edhasa, 2015) y La danza de la araña (Edhasa, 2018).
Por estos días llega a la librerías argentinas un tomo que reúne estos tres libros de la autora, casi en coincidencia con el estreno de una versión cinematográfica de La casa de los conejos.
Radicada en París, donde estudió Letras y se dedica a escribir –de hecho acaba de terminar una novela que saldrá a principios del año que viene en Francia y ya tiene un nuevo material entre manos–, Alcoba reflexiona en diálogo por videollamada con elDiarioAR: “Los libros vinieron cada uno en su momento, por supuesto que yo no tenía pensado escribir una trilogía. La casa de los conejos fue el primero, que terminé en 2006, en París. Después vinieron libros de otro tipo, Jardín blanco y Los pasajeros del Anna C. Hasta que sentí la necesidad de retomar la voz de La casa de los conejos desde el otro lado del Atlántico, para continuarla en el exilio. Entonces salió El azul de las abejas y pensé haber terminado, que ya estaba. Hasta que en una presentación con estudiantes jóvenes tomé conciencia de que faltaba algo, no sé cómo decirlo. Fue en el intercambio con ellos que surgió: pensé que lo que faltaba era la liberación de mi padre. Que era de hecho un poco extraño haberlo dejado en la cárcel: había algo no resuelto, había algo que no estaba en paz todavía, algo que tenía que resolver. De alguna manera sentí que tenía que salir el padre de la cárcel en un libro, que hasta que no saliera en un libro de la cárcel era como que quedaba encerrado. Y así apareció La danza de la araña”.
Hablás de “mi padre” para referirte a esas escenas. ¿Cómo pensaste este material desde que nacen estos libros que hoy componen la trilogía a la hora de escribir? ¿Pensás a cada uno como un personaje, decís “es mi memoria, mi historia personal”, o encontraste algún camino intermedio?
A veces me preguntan el tema de que si lo que escribo es autobiográfico. Por supuesto, digamos, la materia es autobiográfica, pero yo siento que el objetivo no lo es. Me parece que eso expresa de la manera más simple lo que yo siento digamos. Es decir, trabajo a partir de cosas, digamos, esencialmente recuerdos, esencialmente imágenes, esencialmente sensaciones. Y trato de construir algo para casi desembarazarme. Es como si yo trabajara con una materia prima autobiográfica para armar, no sé, una figura como se trabajaba con plastilina cuando éramos chicos. Eso es lo que yo siento. Entonces también hay muchas cosas que dejo de lado. Así que desde ese punto de vista lo mío no tiene nada que ver con lo que sería un testimonio, porque hay muchísimas cosas de las que me acuerdo que no están, porque para mí no tienen su lugar en lo que pasa a ser el libro. Entonces pienso a la nena protagonista como un personaje, pero vestida con recuerdos propios y con muchas sensaciones. Para mí tuvo mucha importancia retornar a Argentina antes de escribir La casa de los conejos, volver a ver el lugar, volver a casi tocar las paredes: ahí afloraron una serie de sensaciones y de impresiones totalmente personales, de las que asumo cierta subjetividad. O sea, en ese sentido. Pero es verdad que sólo trabajo con ese material y que al mismo tiempo no hay exactamente ficción. O sí: hay una forma de ficción en la manera de ordenar las cosas. Por ejemplo, la cronología de lo que pasa en la primera novela yo la tengo borrosa. Pero no importa: en ese sentido, a partir del momento que me lanzo a escribir, trabajo con esa materia, que tiene que ver con la memoria. Y a la vez trabajo armando algo.
Es curioso que terminaste en Francia, tu lugar de formación también, y un país en el que la literatura, llamémosla, autobiográfica, tiene mucha circulación. ¿Creés que eso influyó en tu trabajo?
No sé, la verdad. Bueno, es verdad que evidentemente hay un trabajo aquí, una literatura que quizá tuvo su influencia en lo que hago. Pienso en Annie Ernaux, por ejemplo. Ella tiene un ensayo muy cortito que se encuentra fácilmente en línea (N. de la R. y breve traducción: se llama Hacia un yo transpersonal. Entre otras cosas la autora apunta: “El yo que utilizo me parece una forma impersonal, a penas sexuada, a veces incluso más como una palabra del otro que una palabra que se refiere a mí misma: una forma transpersonal, en suma. Ese yo no constituye un medio de construir una identidad a través de un texto, de autoficcionalizarme, sino de tomar, dentro de mi experiencia, los signos de una realidad familiar, social o pasional”). Ella habla de ese yo transpersonal. Leí ese ensayo después de haber escrito La casa de los conejos, pero cuando di con ese texto dije: “Uy, es exactamente lo que finalmente traté o trato de hacer”. O sea que es un yo que, digamos, se conecta con algo y que a la vez no tiene que ver con ella. Por eso digo que la materia es autobiográfica, pero la meta no.
Al recorrer los libros se puede percibir cierta idea de romper con una especie de silencio o sigilo. Hay un montón de cosas que esta nena que de muy chica aprendió a callar y eso tiene una continuidad en las otras novelas. ¿La decisión de dedicarte a la literatura vino por ahí o cómo lo leés ahora con el paso de los años?
¿Salir de ese silencio querés decir?
No lo sé, una hipótesis.
Sí, sí, pienso que sí. Tiene mucho que ver también con eso. También pienso que el hecho de trabajar la escritura tiene que ver mucho con el lugar que tuvo la correspondencia en mi infancia. Eso está, es el hilo de El azul de las abejas y La danza de la araña. Vivir por escrito. Entonces ahí, digamos, caí de cierto modo en la escritura, en ese momento siendo muy pequeña. A la vez también fue decir en silencio en otro idioma, desde otro idioma. Claro, eso no se percibe en castellano, en la traducción, pero a mí me conectó con sensaciones o recuerdos que están grabados en mí en castellano y que los formulo en otro idioma al escribir en francés. Entonces la formulación y ese salir del silencio se hace en otro idioma. O sea que, bueno, un poco paradójico.
Tuvo mucha importancia retornar a Argentina antes de escribir La casa de los conejos, volver a ver el lugar, tocar esas paredes: ahí afloraron una serie de sensaciones y de impresiones totalmente personales, de las que asumo cierta subjetividad.
El primero de los libros es un libro de escenas de alguna manera de terror, para una niña de 7 u 8 años. Eso se percibe mucho. ¿Tenías miedo también a la hora de escribirlo, sentiste esa cosa física o pudiste tomar cierta distancia?
Fue raro escribirlo. Aparte fue mi primer libro. De hecho yo no tenía muy claro que llegase a ser un libro. Cuando empecé a remover esa materia no sabía muy bien para qué lo hacía, si iba a llegar a publicar. Yo sigo teniendo contacto muy cercano con mi madre que vive en París también, y cuando ella venía a verme, por ejemplo, si yo tenía un archivo abierto en mi computadora lo cerraba. Ahí me di cuenta de que lo escribía a escondidas, era muy raro.
Como el secreto de un secreto, la clandestinidad después de la clandestinidad.
Sí, sí, sí. Y fue por muchos motivos creo, porque a mi madre le sigue costando muchísimo evocar ese momento. Y que yo pensaba “para qué atormentarla con algo que tal vez nunca salga”. Entonces diferí mucho el momento de decirle que había escrito algo. Además fueron años casi, porque tardé mucho en escribirlo, en darle una forma definitiva. Fue una materia que estuvo madurando mucho. Y lo escribí con una especie de temor a hablar de lo que estaba haciendo. Cuando tuve la primera reacción positiva de (la editorial francesa) Gallimard les dije: “No lo puedo continuar sin decirle a mi madre que está en un libro” (risas). Era sobre aquello de lo que nunca hablamos porque ella sigue sin poder hablar de ese momento. Me parecía que debía decírselo, hasta que lo leyó antes de que yo firmara el contrato. Finalmente salió en enero de 2007, pero yo venía escribiendo desde 2003. ¡Fueron dos años y medio de clandestinidad! Fue muy raro.
¿En ese momento o después te acercaste de alguna manera a la producción cultural de otros hijos de militantes de los años ‘70?
Sí, pero fue después, cuando el libro salió en Argentina. Antes nada, porque yo en Francia leía a los clásicos, no frecuentaba escritores argentinos contemporáneos. Después sí, conocí y leí a Félix Bruzzone, por ejemplo. Pero hasta ese momento la verdad no eran temáticas con las que estaba conectada para nada. Yo escribí desde otro lugar y tal vez eso se sienta en el libro. Como que estaba bastante desconectada con respecto también a la manera en que en Argentina se hablaba o no se hablaba del tema o los debates en torno a ese período. Escribí desde otro lugar, en otro país y en otro idioma. Pero claro, conectándome con mi vivencia personal vi que era un libro totalmente argentino aunque estaba escrito en francés y a la vez venía de otro lugar. Pero de todo eso tomé conciencia después.
¿Cómo surge la idea de la película con La casa de los conejos, que se estrenó finalmente este año en la Argentina? ¿Te ofrecieron participar, tuviste algún vínculo?
La idea por supuesto no fue mía. (La directora) Valeria Selinger creo que me escribió un día y me encontré con su mail, no sé. ¡De hecho le tengo que preguntar porque fue hace muchísimo tiempo! (risas) y tardó muchísimo en hacer la película. Ella también vivía en París y nos encontramos en un café. Ella me dijo que tenía muchísimas ganas de adaptar ese libro para hacer su primera ficción, porque viene del documental. Y este sería su primer largo de ficción. Me propuso trabajar con ella y yo le dije que no, que podíamos dialogar, pero que para mí era otro lenguaje, que estaba dispuesta a charlar todo lo que ella quisiera y ya. Fue larguísimo: nos veíamos, al principio, después durante un año, dos, no tenía más noticias de Valeria. Como muchos proyectos cinematográficos, el guión pasó por varias etapas. Yo iba opinando más que nada como lectora.
¿Y qué pasó al verlo terminado?
Me sorprendió bastante porque Valeria me había contado episodios tan complicados del rodaje que yo tenía mucho miedo por el resultado. Bueno, como muchos rodajes, tuvo un montón de problemas. Pero incluso con las dificultades materiales, creo que llegó a un resultado fuerte. Las escenas que más me impactaron, que más me gustan en la película, son las que más se alejan del libro. Porque ella tenía miedo de hasta dónde podía hacer, y yo le decía: “Valeria, hacé tu casa de los conejos”. Y creo que eso lo logró.
Exilio, correspondencia y vivir entre lenguas
El azul de las abejas marca, entre otras cosas, el pasaje a la lengua francesa de la protagonista, ya exiliada con su madre en Francia. ¿Cómo funciona ese tránsito entre lenguas para vos, que te formaste en escuelas francesas y a la vez seguías en contacto por escrito con la Argentina?
Digamos que sentí la necesidad de llevar la voz de Manèges/La casa de los conejos hacia el idioma que permitió que existiera ese libro también. Había algo ahí un poco extraño: tenía que llevar esa voz hacia el idioma que lo hizo posible. Por eso no es sólo el exilio: porque existe la influencia del francés se entiende que exista Manèges. Y la idea de El azul de las abejas salió después de una entrevista que me hicieron por En los pasajeros del Anna C. El periodista me había preguntado cómo fue eso de empezar con la escritura y le conté de la correspondencia con mi padre, algo que hasta entonces yo nunca lo había formulado. De hecho tenía las cartas en una caja, realmente en una caja, y después de esa entrevista sentí que había ahí un camino que tenía que volver a tomar. Del mismo modo que para escribir Manèges fue muy importante volver a estar en contacto con el lugar al que nunca había vuelto desde el ‘76, para escribir El azul de las abejas fue muy importante conectarme con esa correspondencia casi en su dimensión física.
Otra vez la materialidad.
Sí. Abrir la caja, sacar las cartas de mi padre, que había un montón, porque escribía una carta por semana desde la cárcel, hasta su liberación en el ‘81. Las puse acá en el suelo una al lado de otra. Empecé a clasificarlas como en una hilera enorme, después volví a leerlas, y empecé a tomar apuntes en un cuadernito. Todo ese trabajo lo hice en castellano y después lo escribí en francés, porque las cartas por supuesto están en castellano.
Claro, en el libro contás la restricción que tenían, que no podía aparecer nada en otro idioma y que esas cartas eran probablemente leídas por las autoridades.
Sí. Y entonces está toda esta vocación de correspondencia hecha en otro idioma. Entonces claro, hay un juego con los dos idiomas constantemente. Pero al mismo tiempo para mí era importante llevar a la nena a la voz de la escritura, a la voz de la formulación, como la voz de la palabra.
Algo que surge allí y que después se retoma en La danza de la araña tiene que ver con las lecturas. No es solamente ponerse a escribir sino también una especie de formación tuya y un código compartido con ese padre preso a partir de lo que se lee. ¿Vos tenés ese recuerdo, esa idea de ir formándote como lectora en esos años o eso vino más con la escolarización formal?
Sí. Porque yo leía para esa correspondencia, pero leía para esa relación, leía para ese espacio que era sólo un espacio entre él y yo por escrito. Y es el hilo de los dos libros. Para mí había un juego importante con algo que fuese sólo imaginado o mental y físicamente ausente, como las abejas. En La danza de la araña también, no hay araña en el libro.
¡Aunque querías, no la podías tener de mascota!
Claro. Por eso quería que fuera el intercambio epistolar, pero también el de una serie de cosas que se imaginaban entre la nena y el padre, pero que no estaban. Porque los conejos sí están en la casa del primer libro. Los primeros animales están y los segundos ya están en la mente. No sé, quería ese movimiento.
Yo escribí mi primer libro desde otro lugar. Estaba bastante desconectada con respecto a la manera en que en Argentina se hablaba o no se hablaba del tema o los debates en torno a ese período.
A la niña de la trilogía, que luego va creciendo y se convierte en una preadolescente, además de los libros, le van contando historias, algunos relatos que resultan muy impactantes. Por ejemplo, en la mesa un día le cuentan la historia de una militante que se llama Mariana y que, ante un operativo militar, se tira por una ventana para no caer detenida.
Sí, esto está en La danza de la araña.
Sos una persona que protagonizó escenas y también que creció escuchando relatos muy crudos, con imágenes que no es frecuente que los niños escuchen. ¿Creés que de alguna manera eso permeó en tu forma de escribir o en tu forma de rescatar historias a la hora de contar?
Claro, en general los niños pueden escuchar cosas muy crueles, pero siempre aparecen como ficción, son cuentos. Es el lobo o, no sé, Hansel y Gretel, que por otra parte es sumamente cruel para ser un cuento infantil. Esto que yo escuchaba venía a ocupar el mismo lugar, pero eran historias reales. Entonces era como escuchar Hansel y Gretel, pero era de verdad. Creo que hay algo sí, un juego con el cuento en El azul de las abejas, pero sobre todo en La danza de la araña, que es un cuento terrorífico de verdad. Creo que hay algo que viene a ocupar ese lugar de lo que puede ser el cuento infantil, pero con una presencia que no es la que tiene habitualmente el cuento infantil, digamos, que aquí funciona de manera catártica.
Algo de “antes de dormir, te voy a contar esta historia”.
Que acá funciona de manera terrorífica.
¿Y cómo creés que eso se mete en tu escritura?
Y, tal vez con lo que decíamos al principio de la realidad y la ficción. Si hay una forma de ficción es para que sea soportable la realidad ¿entendés? O sea: que lo de armar algo tal vez sea para que sea soportable todo lo otro ¿no?
AL
La trilogía La casa de los conejos acaba de salir editada en la Argentina por el sello Edhasa.
La película La casa de los conejos, dirigida por Valeria Selinger, se estrenó en Argentina el 21 de octubre y sigue en cartel en algunos cines del país.
0