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Entrevista

Mariana Enriquez: “Hay una aceleración autodestructiva en el mundo como nunca se había visto antes”

La escritora argentina Mariana Enriquez acaba de lanzar "Un lugar soleado para gente sombría", un nuevo libro de cuentos entre el terror y los fantasmas.

Agustina Larrea

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Mariana Enriquez dice que escribió los doce cuentos que integran Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024) durante el verano agobiante de 2023 en Argentina. Que salieron uno tras otro después de revisar apuntes que había tomado durante un tiempo, en especial durante los días de la pandemia: algo que registró sobre el secuestro y el asesinato del joven argentino Matías Berardi, por ejemplo, terminó formando parte del cuento Mis muertos tristes, que tiene a una mujer tratando de lidiar con distintos fantasmas que acechan en un barrio periférico de Buenos Aires (“Me impresionó mucho cierta crueldad involuntaria de la gente, que no lo ayudó en ese momento en que él logra escapar de los secuestradores hasta que lo atrapan de nuevo”, recuerda). Una serie de mensajes inquietantes que recibió en el contestador automático de su casa fueron, a su vez, la llave para la historia de La mujer que sufre, otro de los relatos. “Pasa que voy tomando cosas de distintas épocas, pequeñas imágenes, pequeñas situaciones, y después las voy metiendo en mis obsesiones más generales”, comenta entre risas sobre la trastienda de sus relatos. Este volumen, según cree, trae historias de un “horror melancólico” donde se suceden fantasmas de todo tipo: algunos vinculados con la última dictadura, otros con los malestares del cuerpo, otros con los que recorren un hotel mítico y aterrador en Los Ángeles.

Recién llegada a Buenos Aires después de una gira por España, donde presentó su flamante libro ante distintas multitudes que la esperaban con entusiasmo para verla en vivo –algo que es cada vez más habitual para ella y que le ocurre en distintas partes del mundo–, la escritora recibió a elDiarioAR en un bar porteño.

– Desde el primer cuento, a diferencia de lo que ocurría en Las cosas que perdimos en el fuego donde el terror se jugaba en otros espacios, en este libro se marca mucho más lo fantasmal o la figura del espectro. De hecho, podría verse este libro como un gran catálogo de fantasmas. ¿Cómo lo pensaste vos? ¿Hacés o hiciste en algún momento algún tipo de catalogación de fantasmas, dado que lo no muerto tiene tantas formas distintas?  

– Sí. Estuve leyendo mucho sobre fantasmas. Creo que a partir de la pandemia, o durante la pandemia, se me empezó a volver todo muy fantasmal. Los contactos con la gente que eran todos virtuales, por ejemplo, tienen algo muy fantasmal. Leí a una escritora noruega muy joven que se llama Jenny Hval que decía que en los ‘90 la sensación que ella tenía cuando se metía en internet era parecida a hacer el juego de la copa. Esto de entrar ahí y hablar con un desconocido que se te aparecía y no tenía nombre. Eso con el tiempo se rompió un poco cuando aparecen las redes sociales, pero al mismo tiempo no, porque seguimos sin saber muy bien quién está del otro lado. Entonces es como una conversación medio fantasmal y estuve por ahí. Como estaba pensando en fantasmas también leí mucho sobre el espiritismo de finales del siglo XIX que es el momento donde el espiritismo de las mujeres médiums toma fuerza. Se conforman como una especie de grupo de mujeres que tienen un empleo en un momento en que las mujeres no pueden tener un empleo. A algunas incluso las bancan mecenas. Me gustaba porque además este tiempo se une con el de las sufragistas en un punto, con ese movimiento feminista primigenio. 

– Ser médium como una salida laboral.

– Sí, al mismo tiempo es raro porque empecé a ver en los últimos años todo este movimiento, sobre todo en redes, de muchas chicas médiums. Pero muchas, eh. Hay muchos experimentos de brujería, en el Mundial se vio mucho y hasta por momentos, incluso si leíste o te interesaba la brujería y no te impacta demasiado, daba para decirles “¿chicas, no será mucho?” o “chicas, ¿les parece hacer esto?”. También se ve hoy que hay cursos de tarot por todos lados. Cuando yo empecé a estudiarlo, el tarot todavía era una cosa medio secreta. Hoy te ofrecen cursos de tarot en lugares súper cool. Entonces empecé a ver todo eso y me puse a leer mucho sobre fantasmas. Lo que pasa es que después, cuando te ponés a escribir, al fantasma te lo inventás vos. Quiero decir, mis fantasmas son fantasmas súper activos cuando se supone que el fantasma no puede accionar demasiado porque su vida terminó y entonces no puede hacer nada en este plano. Lo único que podés hacer, que es lo que hacen los médiums en general, es mandarlos de vuelta. Pero a mí no me entusiasmaba tanto ese fantasma, me entusiasmaba más el fantasma tipo Cuento de navidad de (Charles) Dickens. Me interesan los fantasmas que hablan, que muestran cosas, que pasean. Esos que representan un poco la culpa o el trauma o el pasado encarnado. Y después también está la cosa fantasmal de la Argentina, el fantasma que lo que hace es repetir siempre lo mismo. En Las cosas que perdimos en el fuego el fantasma venía más como una amenaza violenta del otro. O sea, las mujeres que se queman a sí mismas o El chico sucio, en ese otro a quien no podés ayudar aunque lo intentes y que encima después se te vuelve en contra. Eran más agresivos. En este libro el fantasma no interviene tanto en tu vida en el sentido de que no la distorsiona tanto. 

– ¿Hay una convivencia ahí?

– Hay una convivencia, el problema es que el fantasma no se va. Y yo en los últimos años de la Argentina empecé a sentir esa cosa fantasmal, algo que se parece a lo que pasaba a fines de los ‘80, y también en los 90, eso que está de vuelta. Hay cierta precariedad. Cierta circulación en la ciudad que hace que sea muy parecido a lo que vivimos esos años. No sé. A eso sumale la pandemia, que trajo una sensación del fantasma que siempre hace lo mismo como en un loop. El loop que ahora como que se rompió bruscamente pero todavía sigue ahí como el loop. Toda esa mezcla, me doy cuenta ahora, junta un montón de cosas me doy cuenta, pero todos esos son los fantasmas en los que estuve pensando. Por eso hay menos agresividad en el horror en estos cuentos. Es un horror más melancólico.

Me interesan los fantasmas que hablan, que muestran cosas, que pasean. Esos que representan un poco la culpa o el trauma o el pasado encarnado

– A su vez, en este libro está muy marcado el horror adentro del cuerpo. Hay personajes enfermos, gente que hace quimioterapia, se mencionan enfermedades extrañas y aparece también la menopausia en un relato, como un cambio brutal en un cuerpo. ¿Te obsesiona, te interesa ese mundo, te da morbo, qué te pasa? 

– A mí el horror del cuerpo que los escritores norteamericanos de terror contemporáneo, que para mí son los más notables en este momento y le llaman el body horror, es algo que siempre me gustó y lo leí. Pienso en Clive Barker o en  las películas de (David) Cronenberg. Hay toda una configuración ahí del cuerpo como lo otro, como el monstruo adentro del cuerpo. La mosca de Cronenberg es eso, el horror en el propio cuerpo. Además es una película que se hace en los años del sida: el cuerpo se distorsiona y se convierte en otra cosa ¿no? Al mismo tiempo es una cosa que por mi propia edad me preocupa: yo estoy en una edad premenopáusica y entonces los fantasmas son los fantasmas de miedos que te pasan con esos cambios del cuerpo. Quieras o no el momento en que el cuerpo de la mujer deja de funcionar para reproducir es un momento en el que aflora la muerte, es así. Pasa con todos. Pero lo que pasa es que el cuerpo de la mujer lo deja mucho más claro: hay cosas que tienen que ver con la reproducción que dejan de ocurrir porque dejás de sangrar. Y como las hormonas para que vos reproduzcas dejan de existir o de alguna manera te abandonan, el cuerpo reacciona y te secás. Es muy claro el proceso. Y es muy temprano también, porque vos tenés nada más que 50 años y si estás más o menos bien podés vivir 30 o 40 más. Todo esto, además, en un terreno donde nadie te explica nada.

– Y en el medio, puede aparecer alguna enfermedad.

– Sí. Y la enfermedad a mí es algo que me obsesiona desde Nuestra parte de noche más o menos, que es una novela construida alrededor de un cuerpo enfermo. El cuerpo de Juan es un cuerpo enfermo.Desde entonces creo que quedé con cosas para decir con eso. También la panhipocondría, o la hipocondría de la pandemia. Sobre todo porque creo que quedó muy presente en el léxico. Yo estoy acostumbrada al léxico médico porque mi mamá es médica. Pero hay algo de la pandemia y es que trabajo el léxico médico de una manera muy impresionante. Sobre todo por la rapidez con que la gente lo fue incorporando. Alguien tenía una neumonía y había que darla vuelta para que respirara mejor y enseguida te decían “hay que pronarlo”. Vos habías aprendido la palabra hacía quince días y todo era un drama. Eran como sinónimos de la muerte nuevos. ¿Te acordás que había medidores de oxígeno?

– Sí, hay gente que se compró de todo para tener en la casa.

– Era eso: la tecnología médica en tu casa y saber, por ejemplo, los números de la saturación. Yo jamás supe de esto, o por ahí escuché a mi madre alguna vez, pero fue un conocimiento que incorporé. Estos cuentos los escribí muy rápido, pero se ve que todo lo médico se incorporó de una manera orgánica. Realmente era un miedo nuevo y una hipocondría que tuvo todo el mundo, más allá de que fueras hipocondríaco o no. Pero fue algo que pasó y que vino con un léxico que me permitió sacarlo.

– Otro de los fantasmas que estaba ya en La hostería, en el libro de cuentos anterior, que sigue en la novela En nuestra parte y que acá vuelve en Los himnos de las hienas es la dictadura argentina. En el cuento citás a Cormac McCarthy, que habla de sitios que fueron como huéspedes de situaciones extremadamente dolorosas. ¿Por qué volver ahí?

– Sí, él dice que esos lugares se pueden quemar o volverse templos. Creo que es un poco por eso. Quemar para mí implica la desaparición y esos lugares todavía existen, entonces son de alguna manera templos en el sentido de ritual: podés volver ahí, al lugar del horror. Entonces el lugar del horror no puede desaparecer porque no puede desaparecer el trauma. Yo estoy personalmente un poco cansada de escribir cuentos de la dictadura, pero al mismo tiempo no puedo evitarlos porque es mi trauma infantil, social o lo que sea. Cuando apareció esta historia lo que apareció fue una visita a un castillo en Tandil y lo único que se sabía era que el castillo había podido ser un centro de detención. Un centro, digamos, modesto, no la ESMA, un centrito de provincia. Y lo raro es que había una habitación llena de ropa. Esa ropa era una línea, una especie de guía que atrae a los personajes. Y lo que aparecía es probablemente el fantasma de un torturador, pero cuando escribía ese cuento yo no quería que los chicos salieran dañados. Es un fantasma que no les hace nada, no quedan con lastimaduras. Es un flashback.

– Te alejaste de lo físico, ellos no son torturados en términos físicos. 

– Claro, es un flashback del trauma. Es lo mismo que pasa en el cuento Diferentes colores hechos de lágrimas, que es el de los vestidos. Hay una cosa con el vestido en general. Ahí el vestido te carga la fantasía de violencia y vos sentís el dolor y todo lo demás, pero cuando te lo sacas no está. Como un trauma, ¿viste?, el trauma es como que no existe más. O está, pero en el pasado. Es algo con lo que vivís, algo que no te importa en algún sentido o no te parece tan grave hasta que hay un disparador y te lo revive por mil. Hay una cosa de la escritura sobre el trauma o incluso el testimonio sobre el trauma de la persona que no está traumatizada que es un poco tonta. Como decir, no sé, “una vez te secuestró un taxista entonces nunca más te vas a subir a un taxi”. No es eso, el trauma no funciona así. A veces es un olor lo que dispara todo, algo menos evidente. Entonces traté de que no fuese lineal tampoco en el cuento. Yo no quería que en el cuento de las mujeres muriesen mujeres como no quería que en el cuento de la dictadura fuesen torturados esos chicos a los que, además, la dictadura les queda en el pasado. Era solamente en ambos casos marcar históricamente que hay jóvenes que nacieron en este país que pueden tener el trauma aunque no lo sepan. Porque es el trauma de sus padres, del país, de lo que sea. Lo mismo con las mujeres que cargan con este trauma o fantasma de la fantasía de la violencia de los hombres aunque nunca la hayan vivido en carne propia. Pero está todo en la cabeza de un tipo y eso es lo que cuesta desactivar, ahí está lo fantasmal. Por ahí apareció un cambio mío en todos estos años y por eso en estos cuentos transcurre todo mucho más melancólico, más imaginativo, menos punk, creo. Y eso puede ser también por la edad, las lecturas, la novela en el medio que me hizo tener otros tiempos para los cuentos. Entonces hay un montón de cosas que son muy parecidas a mis obsesiones, pero más apaciguadas. Y yo lo sabía eso cuando estaba escribiendo, pero dije “bueno, no van a ser cuentos de terror tan como los cuentos de terror anteriores”. Pero no me importa, estoy en otro momento. 

– Estos cuentos llegan después de un recorrido enorme de la novela Nuestra parte de noche, que sigue circulando, que se sigue traduciendo y reseñando en muchísimos países. Para muchos la expectativa era la de una nueva novela y publicaste cuentos. ¿Cómo te llevás con ese tipo de demandas? ¿Cómo lo vivís?

– Yo soy lenta para las novelas y hasta este momento escribí cuatro. En realidad tres y una nouvelle. Entre la primera y la segunda hubo casi 10 años. La nouvelle es de 2017. Y Nuestra parte de noche de 2019. Por supuesto entiendo la demanda, pero yo no puedo, no escribo novelas rápido, no es mi técnica, necesito encontrar mucho la historia. Así que lo único que puedo hacer es seguir con mi instinto. Y entiendo que la gente pueda pedir una novela pero bueno, ¡yo no soy Taylor Swift que tengo que sacar un disco! (risas). Incluso ni ella lo hace hasta que de pronto nadie está esperando el disco y lo termina anunciando en los Grammy más rápido de lo que pensábamos. Creo que la demanda del público existe, aunque es una cosa rara que le pasa a un escritor que tenga una demanda de ese tipo. Pero la única forma con la que puede lidiar con eso un escritor es haciendo lo que puede hacer. Por eso yo prefiero hacer un libro que no guste tanto, o que no lo esperen tanto, a hacer un libro con el que yo esté disconforme.

– En el primero de los cuentos aparece de fondo el caso del secuestro y muerte de Matías Berardi, en otro de tus libros se veía claramente la historia de Ezequiel Demonty, el joven asesinado por la policía cuando lo obligan a tirarse al Riachuelo sin saber nadar. ¿Te siguen interesando estas noticias, pese a que ya no existan más las redacciones como las que conocimos? ¿Cómo llegás a esas historias?

– La verdad es que miro tele y leo cada vez menos diarios, como todo el mundo. Cuando hay un caso así después de verlo en la tele me informo, aunque no tiene mucho que ver con mi quehacer periodístico y en general me interesaban más allá de si se comentaba algo en la redacción del diario o no. Cuando hice la Silvina Ocampo, me sorprendió enterarme que ella recortaba noticias raras. Tenía un cuaderno de noticias raras pero súper locas y de eso tomaba cosas. Creo que me lo contó (Edgardo) Cozarinsky y ahí dije “mirá, hasta una escritora súper literaria como ella hacía eso”. Yo creo que todo el mundo lo hace, lo que pasa es que yo lo hago súper obvio o eso creo, cuando es un caso que podés reconocer. Quizás no puedas reconocerlo desde fuera de Argentina, como me pasa a mí si leo un libro noruego donde también se cuenta un caso súper obvio para ellos. En este libro, por ejemplo, también está el caso de Elisa Lam, que es un caso internacional. A mí me gusta, creo que una de las posibilidades de la ficción es tomar cuestiones de la realidad y distorsionarlas. Y lo hacen muchos, pienso por ejemplo en Maggie O´Farrell con Hamnet. Por algún motivo, como es realismo hay ahí un permiso que no sé si se da tanto en el terror. De todas maneras, mi influencia más que del ámbito periodístico o de las redacciones viene más de lo que hace la tele. A mí me sirve más ver ese punto de histeria o de acumulación de algunos casos. Algo que ahora se ve todavía más con las redes. Algunos acaparan todo y otros nada. Me interesa pensar en eso, en el volumen de eso. El volumen de la histeria, quiero decir.

El lugar del horror no puede desaparecer porque no puede desaparecer el trauma. Yo estoy personalmente un poco cansada de escribir cuentos de la dictadura, pero al mismo tiempo no puedo evitarlos porque es mi trauma infantil, social o lo que sea

– Hablando de las redes y en especial de Instagram, que podría pensarse como un lugar soleado para gente sombría, fue la red que elegiste después de irte de Twitter. ¿Por qué te interesa estar ahí?

– Instagram es una red medio boba donde estoy bastante cómoda. A mí me gusta tener contacto en las redes con los lectores. Lo que pasa es que Twitter dejó de ser eso para convertirse en un lugar de discusión pública. Lo que me pasa por un lado es que no tengo mucha espalda para eso, o sea, no me lo banco mucho. Y, por otro lado, no tengo tiempo. A mí siempre me pasó que, por mi personalidad medio adictiva, me obsesiono con cosas. Me acuerdo de los primeros tiempos de las redes que todavía no eran esto, pero había foros por ejemplo. Yo dejaba un mensaje, me iba a dormir y decía “no, pero está mal esta contestación”, y me levantaba a las tres de la mañana a responder. Y Twitter me provocaba eso: contestar y contestar y hablar hasta que te das cuenta de que es un diálogo imposible. Porque ya están las posiciones tomadas y en realidad se arma una especie de falso debate. O sea que parece un lugar de debate público, pero no lo es. Es un lugar de posicionamientos más que otra cosa. Ahí me dejó de interesar. Primero porque no me sirve para comunicar y después porque también es una manera de protegerse en el sentido de que no tengo ganas de dar opiniones sobre todo todo el tiempo. Más cuando tenés más visibilidad, como me ha pasado. Es una cosa muy curiosa porque Instagram, que es pura imagen, te esconde mucho más. En Twitter, con la palabra, como dice Daniel Molina, te donás al malentendido. Y eso tiene un límite hasta físico, porque decís “cuánto tiempo voy a estar, son las dos de la mañana y sigo contestando”. Entonces lo dejé. Pero las redes me gustan en general.

– Participaste hace poco como presidenta del jurado del Premio Ribera del Duero, donde ganó la escritora argentina Magalí Etchebarne. Después de si se quiere una primera generación de escritoras como vos o Samanta Schweblin, aparece Magalí, antes Liliana Colanzi y otras voces de escritoras latinoamericanas recibiendo distinciones o siendo publicadas en Europa, al mismo tiempo que surgen discusiones que tienden a señalar que no todas estas mujeres hacen lo mismo y que lo que tienen en común es que nacieron en un mismo continente que es muy diverso. ¿Cómo pensaste vos esta cuestión? ¿Cómo ves esta supuesta ola?

– Yo creo que hay una búsqueda editorial y de agentes de esas escritoras lo que hace que sean mucho más visibles. Y está bien, porque durante mucho tiempo no lo fueron y es un espacio ganado que hay que ocupar. Al mismo tiempo creo que el fenómeno de escritores notables en los últimos años de América Latina es transexual (risas). Quiero decir que hay hombres increíbles,  hay personas trans increíbles escribiendo en América Latina. Así como te puedo nombrar a todas estas mujeres, te puedo nombrar a Luciano Lamberti, Diego Muzzio, Maximiliano Barrientos, Yuri Herrera, Diego Zuñiga, todos escritores de diferentes países que también son de una generación más o menos similar. Y son todos notabilísimos y por suerte también están siendo publicados afuera de sus países, quizás con menos luz sobre ellos porque en este momento hay como menos luz sobre los varones en general. A veces es una lástima porque hay obras que a mí me parece que merecerían más, pero al mismo tiempo es un momento del mundo editorial e histórico donde le van a dar más bola a las chicas. Lo que me pasa con el tema este es que mostrarnos como en esa mancha donde todas somos lo mismo muestra una cosa no sé si racista, pero sí bastante ignorante de no comprender muy bien que la sociedad ecuatoriana y la sociedad uruguaya no pueden ser más diferentes, por ejemplo. Que María Fernanda Ampuero y Fernanda Trías tienen en común que se llaman las dos Fernanda, ¡pero leelas!: todo, el espacio físico, el espacio corporal, cómo hablan de la violencia, el lenguaje, todo es diferente entre ellas. Yo creo que hay que desarmar un poco esta cuestión de una vez por todas porque lo que pasa es que hay como una mancha terrible que no deja ver la especificidad ni la subjetividad de escritoras que son muy distintas. También pasa algo llamativo y es que todas más o menos nos llevamos bien. Tal vez porque la cuestión de la pelea de estéticas es algo que nosotras ya no vivimos. Es una cosa muy de los ‘60 y muy de los ‘70. Eso no quiere decir que nuestras influencias y las cosas que leemos no sean completamente diferentes. Samanta (Schweblin) y yo no tenemos las mismas influencias para nada. Y creo que nuestros textos tampoco se parecen. Tenemos gusto por lo raro, por el cuento, por lo fantástico, pero ella es mucho más prolija. Ella no recurre a la realidad. Y en lo personal somos muy diferentes también. Yo estoy muy afuera, a mí me gusta tener una dimensión pública y a ella no. Me parece que todavía hay una extrañeza de que haya mujeres escritoras. Entonces una vez que se naturalice que hay mujeres escritoras, ahí recién podés ver las diferencias. Ese es el paso que nos falta.

– ¿Cómo se hace para seguir escribiendo terror cuando el terror o literatura de ficción extraña, para usar un paraguas un poco más grande, cuando el terror se apodera de las noticias de todos los días? Prendés la radio o un noticiero y tranquilamente se puede hablar de clonación de perros o de médiums en la Casa Rosada.

– Creo que este tiempo se parece un poco al de (José) López Rega y el cadáver de Eva Perón. En mi cabeza lo llevé ahí, a ese otro momento histórico con la momia de Eva y López Rega tratando de pasarle los efluvios a Isabel (Perón). Le suele pasar a ciertos gobiernos que en algunos momentos se ponen esotéricos. Estuve hablando con amigos chilenos y me contaban que al final de la dictadura de (Augusto) Pinochet hubo muchos momentos así. Tenían un chico, creo que en Valparaíso, que veía a la Virgen por ejemplo, una cosa orquestada por el gobierno no sé bien para qué. Lo que quiero decir es que más allá de las intenciones, hay momentos donde el poder pega esa vuelta. Un poco lo exploré en Nuestra parte de noche con lo cual verlo ahora mismo me sorprende. Eso hace la literatura a veces y no tiene que ver con la sensibilidad, tiene que ver con que la literatura es así. Ahí había de perros, médiums, esto de que un cuerpo pase al otro. No existía (Javier) Milei cuando yo escribí eso. Pero bueno, hay que escribir lo que a uno le viene en su imaginación y en su fantasía y eso de alguna manera termina relacionándose con lo real. Es una charla que tengo mucho, sobre todo con mis amigos mexicanos que siempre me dicen que les cuesta incorporar el terror en sus narrativas por la realidad mexicana que es muy gore y también tiene una dimensión mística muy importante. Cuando empecé a escribir terror uno de mis puntos de partida acerca del terror venía de una teoría bastante conocida, que dice que el terror empieza cuando la realidad tal como la conocemos se distorsiona por completo y ahí ya no queda lenguaje. En estos tiempos creo que la realidad se empieza a parecer a eso. Entre las fake news, entre el mundo que se está muriendo, los mosquitos (risas). Pasa eso: la realidad se va volviendo algo que no podés creer. 

–¿Cuesta diferenciar una cosa de otra?

– Es que llevá esto a las fotos de la guerra en Siria, las fotos de Gaza, las fotos de la guerra en Ucrania, las fotos de la guerra en el Congo, Bukele o qué sé yo. ¿Realmente Bukele está poniendo a los presos así o esto es un deep fake? Toda esta mezcla confunde y eso pasa porque la realidad está cada vez más customizada. Cada vez más complejo el panorama, no solo por las condiciones materiales políticas de la Argentina sino por las condiciones de cómo es nuestra convención de realidad que está totalmente explotada. Es posible que siga escribiendo terror y que en eso de la realidad explotada encuentre un montón de cosas, pero nunca sabés del todo cuándo decís “bueno, hasta acá llegué en mi interpretación”. Al mismo tiempo, creo que la realidad te va dando, pero lo que para mí no podés es ser consciente de eso. No sirve decir “bueno, voy a escribir un cuento de terror sobre deep fake” porque ahí fracasás. 

Uno de mis puntos de partida acerca del terror venía de una teoría bastante conocida, que dice que el terror empieza cuando la realidad tal como la conocemos se distorsiona por completo y ahí ya no queda lenguaje.

– O uno sobre Karina Milei.

– Claro, o uno sobre Karina Milei. Fracaso seguro. Y eso que tuve una amiga que me contó hace un tiempo lo de los médiums de perros. Ella vive en  Europa y se le murió su perra, con la que tenía una relación muy íntima. Fue muy dramático para ella. Y online, en esas noches que uno hace cualquiera, encontró en YouTube médiums de perros y me acuerdo que me mandaba los mensajes y me decía “yo quiero hablar con la perra”. Después no sé bien en qué quedó. Pero bueno, yo supe de esos médiums de perros antes de todo esto. Y quería escribir algo, así que básicamente me lo arruinaron (risas). Lo que quiero decir es que, más allá del contexto argentino, están esas cosas latentes por todos lados y creo que hay que seguir trabajando con la latencia hasta que la latencia no funcione más porque la Matrix estalla. Yo cada vez lo veo más cerca al estallido.

– ¿Sí?

– Sí. Todo es muy raro. Creo que hay dos cuestiones, primero la autodestrucción de la especie que tiene que ver con haber quemado la casa, es decir, haber quemado el planeta y no hacerse cargo. Al punto de notar que está todo el mundo con dengue y decir como si nada “bueno, duró más el calor” y listo. Hello! Y después está lo de haber autodestruido el trabajo y la subjetividad con la inteligencia artificial. Me parece una pulsión de muerte como hace años no veía. Me parece más que las grandes guerras como pulsión de muerte. Y más a largo plazo, porque la guerra sucede en un momento geopolítico tal, pero esto es a futuro. Es como decir “bueno, no vas a servir más y lo decido yo”. Por qué decidimos quemar la cabeza y reemplazarnos por robots, no lo sé. En ese sentido cada vez veo más cerca la cuestión del estallido de la Matrix y por eso no me parecen raras tampoco expresiones maximalistas en política. Hay una aceleración autodestructiva en el mundo como nunca se había visto antes. Es la primera vez que veo que claramente ya no es solamente que hay un avance tecnológico que puede ser dañino, ya es un avance tecnológico que reemplaza a la persona, no que la lastima. La reemplaza. Te borra del mapa. Hacerse el tonto con eso es bien complejo. Incluso estar discutiendo si que escriba una novela la inteligencia artificial es literatura o no. Me parece totalmente ocioso. Para mí el punto es por qué creamos la inteligencia artificial aplicada a todo en general. O sea, ¿por qué no hacemos el robot para que nos haga masajes en la planta de los pies y listo? ¿Por qué no la pensamos para hacernos la vida mejor y ayudarnos? Hay algo ahí complicado. En literatura, la gran novela que trata eso es Frankenstein. Entonces, de pronto, es como que el mundo pegó un giro vintage y te devolvió a lo gótico. Desde lo más moderno te termina devolviendo a lo gótico porque te termina devolviendo a la ciencia como algo que te puede destruir como persona. 

AL/MG

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