El reino: qué ves cuando lo ves
En la controversia que disparó el estreno de la serie El Reino un hecho me sorprendió gratamente: que una parte de los espectadores y la crítica vislumbró sus sesgos y los objetó. Es allí que son eficaces los efectos expandidos de la prédica pluralista, principalmente la feminista, en la sensibilidad masiva: a ella, y no a la conspiración de tres antropólogues y dos sociólogues, debemos la expresión crítica respecto de los estereotipos de la serie en las redes sociales y en otras instancias del espacio público. En ese contexto, el esclarecimiento de que El Reino es ficción y la ficción es mentira produce al mismo tiempo alguna conformidad y varios desacuerdos. Acá no se trata de cuestionar ninguna libertad sino de discutir el funcionamiento de la ficción en relación a la verdad y a lo social. Y en esto nos parece que la cuestión es más compleja que lo que se señala.
Aceptamos el argumento en su intención de resguardar la libertad de expresión de les artistes de todo tipo. La libertad de expresión no se negocia. Tampoco es posible aceptar ninguna pretensión de que el arte no pueda ser analizado en sus proveniencias y emergencias sociales, sean estas conscientes o inconscientes. En primer lugar, por la razón más simple del mundo: la libertad para decir es correlativa de la libertad para interpretar (una institución en gran parte protestante). En segundo lugar, por una razón compleja que no casualmente el feminismo, entre otras expresiones críticas y analíticas, ha expuesto de forma ejemplar. Continuando la saga de los estudios culturales, del estructuralismo y sus superaciones, del psicoanálisis y de miles de años de hermenéutica, se ha demostrado que ideologías hay en todo. Hasta en El señor de los anillos. Así que, más allá del estatuto de la ficción en relación a la verdad-cuestión que tomamos después- es preciso ver que la supuesta autonomía social de la ficción es bastante discutible. La ficción tiene significados sociales, es socialmente interpretable y genera, lógicamente, disputas sociales por su interpretación. En tercer lugar, como el caso específico de El Reino roza el hecho de la desigualdad religiosa que rige en el país, es preciso exigir la misma sofisticación analítica (y la misma precaución política) que pide cualquier otra desigualdad que por ser legitimada encubre un proceso estructural. En consecuencia, la ficción no sólo no puede pretender inmunidad en su lectura social sino tampoco puede asombrarse de la movilización de actores sociales que quieran discutir los procesos de estereotipación libre que rigen la actividad de la industria cultural. Y todo esto no quiere decir que, como me dijo un amigo evangélico, el comunicado de ACIERA (Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la República Argentina) no haya sido pésimo o que haya que establecer censura alguna para purificar nada. Solo subrayo que estos procesos existen y que no sería la primera vez que un grupo movilizado le discute a una compañía de entretenimiento la lógica de producción de guion.
Volvamos a la autonomía del arte. La presentación romántica del artista fue verosímil en un pasado e incluso en ese pasado, inclusive en el siglo XIX, fue discutida. La ilusión que le subyacía fue discutida y superada incluso en el propio mundo del arte. Y hoy es mucho menos válida para una parte de los artistas, la crítica del arte y la mirada del arte desde las ciencias sociales que son, además, círculos recíprocamente relacionados. Y es más que problemática la figura del artista que vive en el cielo incondicionado de su imaginación y su sensibilidad y reclama una superioridad a la que una buena parte de la historia del arte cuestiona (Silvio Rodríguez decía irónicamente “Un obrero me ve, me llama artista y noblemente me suma su estatura”). Si es difícil de aceptar este argumento en general lo es mucho más en el caso de una producción en la que al genio del artista se sobreimprimen las exigencias organizacionales, ideológicas, políticas e incluso lingüísticas de tener un producto a la medida de un público X y las consecuentes obligaciones de adaptar referencias políticas y culturales a un nicho de público latinoamericano. Tampoco resulta plausible que se reivindique la posesión del WhatsApp de las musas cuando la obra antes, durante y después de su lanzamiento se afirmó y defendió, como denuncia, mientras otres la percibieron como agresión. Ni por el proceso social implicado en esta producción artística, ni por sus intenciones explícitas estamos ante una obra de arte autónoma.
Y aquí, en lo respectivo a lo real, es preciso volver a lo de siempre. El Reino se hace verdad en el lazo que se trama entre una presentación discutible del caso brasileño y la recepción de un mercado desinformado que compra la posibilidad, casi el hecho, de que en todos lados puede ser o es igual que en Brasil. La verdad sociológica es que el mundo evangélico en Argentina no se ha comportado hasta acá como lo hizo el brasileño en ningún momento de los últimos 30 años. No porque no haya habido partidos evangélicos en ese lapso (su relativo desconocimiento evidencia su incapacidad de traccionar el supuesto voto evangélico). Lo que sucede es que los evangélicos hasta ahora votan como lo hacen los fieles de otras religiones del mismo sector social y cultural. Si la crisis de la política y la economía pos pandémicas llevan a un voto anti político que congregue también a los evangélicos, quizás el problema no pase por los evangélicos, sino por una política abandonada a la improvisación y a un cortoplacismo increíbles. La lectura de Brasil parece más realista, pero tampoco lo es tanto. La relación entre evangélicos y política en Brasil es más fluida y diversa de lo que se piensa y la misma mayoría evangélica que quiso a Bolsonaro presidente hoy lo quiere a Lula. Como se puede ver hoy la aprobación de Bolsonaro entre los evangélicos es del 29% y de los que ganan más de diez salarios mínimos es del 47%. Capaz que la lectura impresionista pero estigmatizante está equivocada.
En este punto, y aunque no se sepa, la estrategia argumental de la ficción sigue punto por punto la línea que hace 40 años promovió la iglesia católica, a título de investigación: la “crítica de las sectas” y la reducción del fenómeno evangélico a iglesias avasallantes, líderes ambiciosos, manejos turbios de dinero y poder tuvo muy pobres resultados políticos y analíticos. Por este camino, la conversación sobre la serie derivó en un giro que tampoco es nuevo en la historia de estos debates pero asombra tanto por su potencial discriminatorio como por la inconsciencia con que se lo profiere: “No queremos ofender las formas de genuinas de fe”. ¿Y quién las determina como tales? En los últimos treinta años hemos visto gente ignorante, envarada y poderosa afirmar contra los evangélicos la necesidad de tener en cuenta las “religiones establecidas” y no a las “sectas”. Y veinte años después apareció la idea de que las respetables eran las monoteístas, pero no otras (algo que algunos evangélicos aceptaron). A la pretensión catolicocéntrica ya superada viene a relevarla una lectura del laicismo que por su falta de perspectiva histórica da la vuelta completa para ponerse del lado de la desigualdad religiosa. Laicidad es Estado libre de religión pero, también, religión libre de Estado y de fiscales de oficio.
En nuestro balance de claroscuros El Reino indica y obtura al mismo tiempo un debate que excede la serie y sus públicos y plantea una tarea para quienes tienen intereses democráticos y populares. Los evangélicos están para quedarse y para crecer por lo que es necesario plantearse políticas que excedan la hipótesis infantil de que no están, se van a ir o van a repudiar su pertenencia religiosa. Quienes tienen proyectos emancipadores quizás no pueden darse el lujo de combatir privilegiadamente al 25% o 30% de sujetos al mundo popular que tiene reclamos económicos como los de sus vecinos católicos pero es evangélico. El debate político y el de la serie se unen en un horizonte superador.
El británico E.P. Thompson, hombre bueno e inteligente, escribió su historia de la clase obrera en Inglaterra con una comprensión ejemplar del papel de los movimientos religiosos en la estructuración de una conciencia popular. Los evangélicos contemporáneos no son la réplica de los radicalismos de origen religioso que hicieron del socialismo inglés una fuerza que debía tanto a Marx como a Cristo. Pero tampoco son ajenos a las lucha defensivas con que las clases populares, desde hace mucho tiempo, enfrentan la violencia doméstica, las adicciones, la expropiación cotidiana, el desarraigo y el desánimo organizado como discurso. Y en este punto no está demás recordar que el título del libro de Thompson (The making of the working english class) no sólo se remitía al make del hacer, sino el del maker que es, como fue observado por un crítico, el término antiguo del inglés para poeta. La ficción tiene relaciones mucho más complejas con la verdad que la de la simple “mentira”: la refleja, la actualiza, la promueve, la establece, la versiona, juega con sus potencias como lo entendía el gran historiador. Desde que al menos una parte de la biblioteca, la más actualizada, dice que la estructura de lo real es ficcional, ¿podemos sostener la dicotomía simplificadora de que la ficción es a la mentira lo que el documental a la verdad? Luego si uno quiere hacerse o no responsable de posiciones políticas frente a una parte importante de los sectores populares o de los sesgos derivados de la falta de ciudadanía religiosa en el país es una decisión personalísima que tiene además muchas inflexiones. Pero no es posible ignorar que esos problemas están.
PS
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