El vínculo entre animales y humanos, o los animales y “los otros animales”: dos libros para pensar una convivencia
Fueron varios los artículos, investigaciones, noticias y publicaciones de todo tipo alrededor del mundo que durante los tiempos más duros de confinamiento por la pandemia volvieron sobre un tema reiterado y fascinante: el vínculo entre animales y humanos. O, alguien corregiría, entre animales y los otros animales. En especial los llamados de compañía, que en esos tiempos de aislamiento global se volvieron para muchas personas una presencia vital mientras un virus desconocido tensaba los hilos del planeta. Un virus, además, que paradójicamente y aunque sigue en estudio, podría tener un origen zoonótico, es decir, que podría provenir de los mismísimos animales.
Entonces, con la misma velocidad expansiva de la enfermedad, también aparecieron debates alrededor de la explotación del medio ambiente, de ciertos tipo de ganadería a escala industrial, de la domesticación de seres vivos, de una supuesta venganza al antropomorfismo, mientras también circulaban como memes animales que de buenas a primeras copaban las ciudades, nadaban en los ríos ahora cristalinos, salían de sus jaulas para volver a sus orígenes.
En las investigaciones académicas y en la literatura el tema del lugar que ocupan los animales en las sociedades es recurrente y también inagotable. Sin embargo, nunca faltan nuevos abordajes, curiosidad, imágenes indelebles, ideas que ayudan a desperezarse mediante la lectura.
Sin ir más lejos, y aunque con enfoques, estilos y géneros distintos, dos novedades editoriales recientes vuelven a poner la lupa otra vez sobre este vínculo.
El primero de los lanzamientos es Perrita Country (Editorial Páginas de Espuma, 2022), de la escritora española Sara Mesa. Se trata de una nueva novela, breve, de narración ágil y con ilustraciones a cargo del artista visual español Pablo Amargo, luego del éxito de la publicación anterior de esta autora, Un amor, elegido en distintos medios de habla hispana como libro del año en 2020.
A diferencia de Un amor, donde los animales le daban a la atmósfera del relato un aire todavía más inquietante del que ya tiene el pueblo al que se va a vivir la protagonista –un perro bravísimo al que ella se quiere acercar a toda costa; una víbora que tuerce algo del curso de la historia–, en Perrita Country los animales son un sostén para la narradora. Como en el libro anterior, aquí también se trata de una mujer sola que se muda a una casa nueva y desconocida. Una joven profesora que irá conociendo el lugar y entendiendo cómo es la convivencia de a tres en un nuevo espacio: además de ella están Ujier, un gato gordo que le quedó después de una separación, y Perrita Country, el animal que adoptará apenas llegue a la nueva casa.
Entre escenas de encierro, de la casa y con la pandemia de fondo, aparecen reflexiones sobre la animalidad: en el texto hay citas a Descartes, Plutarco, J. R. Ackerley y Mario Levrero sobre la importancia de estos seres vivos, al tiempo que ella le va a pedir a sus alumnos que escriban sobre sus mascotas para saber cómo las observan los niños pequeños. En el medio, se va a notar la contradicción que representa para esta mujer sentirse parte, como sostiene, de la naturaleza y al mismo tiempo dueña de los bichos con los que convive mientras arma una nueva vida con este triángulo doméstico como piedra fundamental.
“Me agacho a su lado, le acaricio el lomo áspero, las orejas suaves. Ella me mira. No se va. Se queda allí conmigo, entregada a las caricias. La revelación es inexplicable, tan fuerte que no se puede negar ni ocultar. Aquí no interviene la razón. Este es el dominio del espíritu y de su enorme, insondable, secreto. Es ella. Soy yo. Somos nosotras”, describe la narradora sobre el primer contacto con la perra.
Hacia el final de la historia, aunque la protagonista deba atravesar sus días con dudas y desafíos, aparecerá una certeza vinculada con los convivientes que eligió tener.
“Hay un virus rondando alrededor, pero el Ujier y Perrita Country están fuera de peligro (...). Yo me siento en paz. Miro a mis animales. Su fragilidad ante nuestra ignorancia, su vulnerabilidad ante nuestra crueldad. El secreto de su existencia, que guardan bajo llave, celosamente. Mirarlos es como mirar un misterio. Quizá están hechos de la misma sustancia de los dioses, de la magia que sincroniza los astros y ocasiona la telepatía. Quizá acariciarlos, sentir su calor y sus latidos bajo la humilde palma de la mano, es la única manera que tenemos de rozar la trascendencia”.
La vida de los otros
“Desde comienzos del siglo XXI, nuestra relación con los animales ha cambiado drásticamente. El maltrato animal resulta insoportable y la extinción de millones de especies se considera un desastre. Hemos pasado del paradigma cartesiano animal-máquina, donde todo estaba permitido, al del animal-peluche, donde ya no se tolera nada más que acariciarlo y protegerlo. Sin embargo, pensar en el animal tal como es, y no como fantaseamos sobre él, continúa siendo un desafío”, propone desde el comienzo de su libro Nosotros somos los otros animales (Fondo de Cultura Económica, 2022), el filósofo y etólogo francés Dominique Lestel.
Este investigador ya había publicado hace una década el ensayo Apología del carnívoro, un texto picante, y para muchos controversial, en el que desarrollaba una serie de argumentos alrededor de un concepto novedoso: según sus ideas, no existiría un conflicto moral en el consumo de carne sino que se trata, en realidad, de un problema político propulsado por la ganadería industrial y el sistema capitalista. Entonces, Lestel anteponía allí la idea de un “carnívoro ético” frente a la vereda del “vegetariano ético”, que suele hacer bastante ruido en sus manifestaciones públicas o en la viralización de videos que exhiben supuestas crueldades en criaderos de ganado.
En Nosotros somos los otros animales, el investigador dedica un par de capítulos a desandar argumentos del veganismo más extremo y, aunque aporta nuevas miradas sobre el tema –en especial las contradicciones vinculadas con no tener problemas en comer plantas u hongos, que también son parte de la naturaleza, pero sí hacer foco en quienes son carnívoros–, prefiere exponer el tema de manera más abarcativa.
Entre otras cosas, el académico prefiere hablar de una “cohabitación” con los demás seres, o de una “vida compartida” antes que de una interacción.
“En otras palabras, solo existimos en la existencia de los otros seres vivos: los animales, los vegetales, los hongos, los virus, etcétera (...). La dificultad no reside en que el humano deba cohabitar con los otros, sino en que él es los otros, así como los otros son él. Con una salvedad, de todas formas. Cuando los otros hayan desaparecido, el humano ya no existirá. Mientras que si los humanos desaparecieran, los ‘otros’ se sentirían sin duda mejor. Apenas un detalle”, apunta Lestel en la introducción de su libro, que tiene capítulos dedicados a la domesticación, el antropomorfismo, las plantas y los hongos, además de un apartado sobre el veganismo.
Sobre la idea de domesticación, el pensador propone las imágenes del “animal-máquina” y el actual “animal-peluche”. “El animal máquina es el de los cartesianos. Es el animal considerado como una máquina exclusivamente movida por engranajes más o menos complejos. El animal-peluche es el animal ‘demasiado lindo’ al que podemos acariciar y debemos proteger. Es una quimera que oscila entre el animal-kitsch y el animal-víctima. La santurronería del siglo XIX beato se ha tornado vellosa o emplumada. La explotación animal es intolerable, no solo porque el animal sufre, sino porque toda degradación de un animal es un atentado contra lo viviente”, describe Lestel.
En sus conclusiones, el investigador propone una posible respuesta para pensar en la cohabitación del humano y los animales desde un camino de cierta espiritualidad, con una nueva forma de ver el mundo: “pasar de una postura moral y compasiva a una ontológica y animista”.
“¿Estamos dispuestos a cambiar de civilización para reconectarnos con la animalidad o hemos decidido, de una vez por todas, que solo queremos conformarnos con una postura compasiva y empática que no le hace ni mal ni bien a nadie (si siquiera al animal)?”, pregunta el autor para cerrar.
En un texto publicado en la página de Fondo de Cultura Económica, el escritor Flavio Lo Presti hizo una gran síntesis de Nosotros somos los animales: “El panorama que pinta el libro de Lestel (...) no es optimista ni auspicioso: vivimos en un planeta donde se crían de forma espantosa miles de millones de animales para ser comidos en un proceso que, al margen de lo reprochable que es desde el punto de vista ético, es un masivo y peligrosísimo ecocidio; estamos participando activamente de la extinción de miles de especies”.
“Después de la reducción cartesiana del animal a la condición de máquina desprovista de alma (...) nuestra respuesta a la catastrófica incidencia de la actividad humana en la vida animal (y vegetal, y fungosa) ha sido la transformación del animal en un peluche intocable por parte de un veganismo ruidoso y agresivo, que incurre constantemente en paradojas insolubles y no parece cooperar frente a los desafíos que se nos presentan como planeta (ni plantearse una mínima aceptación democrática de los carnívoros). La otra respuesta es un transhumanismo gélido, cuyo principal exponente le confesó al propio Lestel que no podía soportar la permanencia en la misma habitación con una mosca, transparentando un odio profundo hacia todo lo vivo”, concluye.
AL
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