Análisis
El Mundial de Messi
Ya se ha dicho todo acerca de Messi. Se vuelve a hablar de él y casi solo de él. El Mundial lo obliga, la maquinaria publicitaria impone la estampita del diez de la selección como dieta ineludible. Estamos al borde de la saturación y la pelota no empezó a rodar. Bien lo saben los enviados especiales a Doha, que llevan días y días de ejercer el arte de la conjetura, de vivir de la imaginación. Pero no se puede parar. Dame más Messi.
Es paradojal, sin embargo, la omnipresencia del rosarino. Porque se ha dicho repetidamente que el léxico de la lisonja, los verbos que connotan el asombro, los adjetivos que refieren la excelencia, le lengua toda, en suma, es insuficiente para describirlo con justicia. Puede ser una exageración de un mundo hiperbólico como el fútbol, de acuerdo. Pero hay otro hecho que invalidaría las referencias obsesivas a Leo: ya no tiene cuentas pendientes, ya demostró que, si no es el mejor de la historia, le pega en el palo. Distinto era antes de la Copa América. Ahora que Argentina la ganó después de 28 años –y nada menos que en una final con Brasil, cartón lleno–, ya no debe nada. Podría afrontar el Mundial de Qatar, según este razonamiento contable, liviano como una pluma, ajeno por fin a las demandas que lo acecharon durante una larga parte de su carrera en la selección.
Hacen bien sobre todos sus compañeros en agitar la consigna de la misión cumplida. Se supone que libera de ansiedad a la gran estrella. Pero también es cierto, y el propio Leo lo debe contemplar en sus meditaciones nocturnas, que en los cuatro Mundiales anteriores vimos un Messi inconcluso. Con un fulgor inestable y, sobre todo, con una personalidad todavía en paciente gestación. No hubo un Mundial de Messi, y no porque se le haya negado el título, sino porque su genio no alcanzó para dejar esa huella que parte la historia. Y que en ocasiones no son más que iluminaciones que duran instantes.
En los Mundiales, Leo metió seis goles. Y todos en fase de grupo. Quizá la campaña más llamativa fue la de Sudáfrica 2010, cuando, en su esplendor, abandonó la competencia sin haber anotado ni una sola vez. Su destreza despertaba el aplauso, claro, al igual que el vértigo de sus diagonales que finalizaban con el zurdazo medido, artístico. Pero ese talento hermético no derivó en solidez colectiva; tampoco insufló la mística optimista capaz de capear temporales. Alemania pasó por encima a aquella selección y la mandó a su casa en cuartos de final.
En Brasil 2014, aunque el equipo estuvo a un palmo del título, las alteraciones tácticas conservadoras de Sabella le quitaron importancia a Leo, que había tenido una gran actuación en los partidos del grupo, y se fue mimetizando con una formación demasiado cauta, que dejó de atacar y de hacer goles. Su primer campeonato, en 2006, casi no cuenta: solo fue titular en un partido y para José Pekerman, entrenador de esa selección que orbitaba en torno a Juan Román Riquelme, no era más que un valioso proyecto. En la Copa de Rusia, la última, dentro de un clima caótico que el efímero Jorge Sampaoli observaba como un espectador impotente, Messi tuvo una imagen casi tan chirle como el equipo (aunque metió un gol exquisito ante Nigeria).
Todos estos años, los distintos entrenadores y dirigentes afrontaron la ardua tarea de construirle un perfil de líder. Convertirlo en una referencia a escuchar y seguir no solo por su colosal habilidad. Un desafío a priori inverosímil no solo por su acendrada timidez, sino por su propio lenguaje futbolístico, originalmente ensimismado y con ritmo propio. Los faros de su desarrollo en el Barcelona fueron Andrés Iniesta y Xavi. Él no estaba para contemplar el panorama ni levantar la voz de mando, sino para las descargas eléctricas que solían acabar en gol.
Con esfuerzo y algo de sobreactuación, paulatinamente Leo se hizo cargo de honrar la capitanía. Pero recién hoy porta el brazalete con soltura y alegría, con la naturalidad del que confía en sus atributos de conductor. Una muestra reciente es la diatriba que circuló estos días como promoción de un documental sobre la Copa América de 2021: el tono y la oratoria calan hondo. No hay dudas de que la transformación se ha consumado de manera exitosa. Ese general que les asegura a sus soldados que van a levantar la copa en las narices del más enconado enemigo entiende que el fútbol, además de bellos pases y bellos goles, es tensión dramática. Messi parece haber asumido, finalmente, la dimensión simbólica de su figura.
No todo ha sido elaboración y perseverancia de quienes lo dirigieron y anhelaban un plus a su proverbial dominio de la pelota. Tantos años –debutó en el Barça en octubre de 2004 y en la selección mayor en agosto de 2005– le dieron una madurez provechosa. Hace tiempo que no es un gambeteador frenético. Más retrasado en la cancha, conserva de todos modos la habilidad penetrante y la velocidad mental para desanudar una jugada en un espacio ínfimo. Además, disfruta de organizar el juego, del oficio de estratega. Y sabe salir de cuadro, incluso dentro del campo de juego. El equipo aprendió a jugar sin él sin miedo ni nostalgia.
Estamos ante un jugador más aplomado. Y como tal, más selectivo. Ya no son todas las jugadas iguales. Ya no puede invertir idéntica energía en todas las carreras. No es necesario que la tenga siempre pegadita al pie. Es fundamental, en cambio, que se proponga irrumpir para definir el destino del partido. Que se reserve para la escena principal. Como Diego en aquel duelo inolvidable con Brasil, en Italia 90. El tobillo no le daba para imitar al demiurgo del Mundial anterior. En cuatro años, había pasado mucha agua bajo el puente. Pero en un momento llenó los pulmones e invirtió su tranco agónico en desmantelar la marca brasileña y cruzársela a Caniggia para que metiera el 1-0. Y desató una felicidad sin fechas, que todavía es motivo de cantitos y chicanas. Maradona era puro drama. Creo que vale el recuerdo. Quizá algunas comparaciones son molestas, pero pueden resultar pedagógicas. Por otra parte, desde el día en que Leo lo homenajeó enseñando la camiseta de Newell’s con el número 10, a poco de su muerte, se firmó la sucesión. Fue el trasvase perfecto, un tributo completo, justamente en los términos dramáticos de Diego.
Este Messi distinto, que ha sumado talentos y generosidad, acaso tiene menos piernas que en Mundiales anteriores. Pero parece una versión más influyente y decisiva. Está todo dado –luego los azares del cosmos jugarán su partido– para que sea su mejor Mundial.
AC
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