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El lobby

Alguien dígale a Javo que viaje a China, que lo va a fascinar

¿Socialismo de mercado? ¿Capitalismo de Estado? En China el mercado está por todas partes y el Estado también.
29 de septiembre de 2024 00:00 h

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Pasé en China la semana en que Javier Milei viajó por sexta vez en diez meses a Estados Unidos para la asamblea de la ONU, donde curiosamente votó igual que Venezuela, Corea del Norte e Irán. Treinta horas de ida, treinta de vuelta, estadía en un campus sin lujos, invitado por la embajada china en Buenos Aires a un programa de formación similar a los que antes agradezco haber cursado en Alemania, Gran Bretaña, el propio Estados Unidos, Singapur e Indonesia. Visité la capital, un pueblito rural, el desierto, la Gran Muralla, una escuela secundaria, tres universidades, una empresa automotriz, una tecnológica, un multimedios estatal e infinitos negocios. Me volví con notas, fotos, chucherías y un montón de preguntas nuevas. Pero también con una certeza: si Milei se anima a dar la vuelta al mundo va a volver fascinado. 

Lo digo en serio. Si algo desmiente la pujanza exuberante del dragón que en 40 años sacó de la indigencia a 800 millones de personas y emergió de la postal penosa de los ciclistas famélicos y el oscurantismo de la Revolución Cultural para destronar al Tío Sam como mayor fabricante de bienes industriales del mundo es la idea de socialismo empobrecedor. Si algo no hizo el socialismo “con características chinas”, como dicen allá, es empobrecer a nadie. Por eso, si al Presidente le queda un resto de honestidad intelectual, seguro va a intentar validar su hipótesis in situ, con una contrastación empírica. Como corresponde a un candidato al Nobel. 

Primero habría que ponerse de acuerdo sobre qué sistema económico rige en China. ¿Socialismo de mercado? ¿Capitalismo de Estado? El mercado está por todas partes y el Estado también. El capital, en cambio, aparece y desaparece. No en su naturaleza física, bien palpable en los rascacielos, autopistas, puertos, teatros, robots, limusinas, molinos eólicos, motos y buses eléctricos, centrales nucleares y servidores de internet que proliferan como hongos por todas partes. Lo intermitente es el capital en tanto relación de poder. El Partido tolera el enriquecimiento de magnates como Jack Ma, el dueño de AliBaba, siempre y cuando no desafíen sus planes de largo plazo. Los grandes accionistas chinos de las 123 compañías que cotizan en el índice Fortune500 pueden “jugar” al capitalista en atmósferas controladas. Acumular ganancias hasta vivir como reyes, sí. Fijar el rumbo no.

En la aldea rural de Kangling, en el distrito Changping, apenas quedan 156 habitantes, la mayoría adultos mayores. Nadie vive del Estado. “Acá la tierra es llana y se puede cultivar. Por eso somos ricos”, me dijo uno de ellos, traductor mediante. Un Mercedes Benz estacionado frente a la placita donde tres ancianas vendían frutos secos y algunas verduras parecía darles la razón. Hace 30 años comían solo lo que cosechaban en el lugar. Por eso hay algunos chinos de mediana edad que odian la batata y otros, el maíz. De chicos se asquearon. 

En realidad Kangling vive del miniturismo: hay diez restaurantes que se llenan de pekineses de clase media muchas noches y todos los fines de semana. Todos pagan con QR (un invento chino) vía AliPay o WeChat (el Whatsapp de ellos) y dejan jugosas propinas. Consumismo al palo. Como en Guangzhou, donde los drones te llevan el pedido de AliBaba a la ventana de tu departamento en el piso que sea. O como en el insólito shopping pekinés La Calle de la Seda, una especie de Salada bajo techo y a gran escala donde se regatea todo. Ahí, en locales aparentemente vacíos, hay vendedoras que exhiben prendas frente a tres o cuatro celulares a la vez, que streamean sus ofertas por redes sociales y videollamadas. Mercado, mercado, mercado. 

Treinta años atrás, el gobierno advirtió que los ingresos en las ciudades eran tan superiores a los del campo que las migraciones internas amenazaban con desabastecer de comida al nuevo proletariado urbano que se amuchaba en el cinturón fabril del sur y el sudeste. La opulencia de urbes como Chengdu, Shanghai, Hangzhou, Xian, Nankin o Fuzhou atraía tanto a los jóvenes campesinos –nietos de los que emprendieron con Mao su larga marcha– que la mayoría se moría de ganas de dejar de serlo. Entonces eliminaron todos los impuestos al sector rural. Exactamente como prometió Milei en campaña.  

Hay muchos lugares de China casi sin impuestos. La primera fue Shenzhen, frente a Hong Kong, donde el Partido Comunista de China (PCCh) estableció una Zona Económica Especial (ZEE) cuando la excolonia británica estaba por volver al control chino. El plan era equipar rápido el desarrollo empresarial de la isla a la que habían migrado banqueros y comerciantes tras la revolución del 49. No querían contrastes del estilo Cuba-Miami. Las exenciones hicieron llover las inversiones extranjeras y se logró el catch-up buscado. La romántica utopía de Liberland que supo soñar el Presidente con Lilia Lemoine, cuando se disfrazaban de Capitán AnCap y Lady Lemon. Solo que planificada. 

Leviatanes 

A todos los chinos que traté les encanta hablar de plata. De lo que está barato, de oportunidades de negocios, de cuánto necesitan para un proyecto o de cuánto se paga determinado trabajo. Otra vez, el mercado. En la mesa circular con centro giratorio donde comí con los aldeanos en Kangling charlamos sobre Maradona, Messi y la soja argentina con la que estaba hecho el tofu que servían. Me contaron que en Beijing se pusieron de moda las cerezas chilenas y su preció voló. Mercado. Respondí que en Argentina son más ricas, igual que el vino. “Traé que vas a hacer negocio”, me tradujo alguien. 

Una noche el argenchino Willy Liu me llevó a un gentrificado barrio de hutongs (callejones de piedra donde vivían los sirvientes de los emperadores) lleno de bares cosmopolitas para turistas y chinos de guita. Una casita de 50 metros cuadrados ahí puede valer millones de dólares. Más mercado. La diferencia con las urbes latinoamericanas es cómo el Estado les procura allá un techo a los desalojados por esa gentrificación. Ahí están, prolijas, las cientos y cientos de torres de 40 pisos que levantaron en tiempo récord la Compañía Constructora de China (que cotiza en Shanghai pero dirige el Partido) y otras gigantes por el estilo. Con Willy, que vive en Buenos Aires hace dos décadas, evaluamos la viabilidad de importar otro business: el alquiler de baterías externas para celular con máquinas expendedoras instaladas en comercios. En China hay por todas partes. Concluimos que acá lo harían inviable los amigos de lo ajeno. 

Ahí –a la hora de reprimir el delito– aparece el Estado, claro. Para robos menores o hurtos hay penas altísimas. Las cámaras omnipresentes, los robots vigilantes y el reconocimiento facial que ahora potenció la inteligencia artificial disuaden a cualquier potencial ladrón. No es solo la cárcel. El control es permanente y por una infracción se puede perder incluso el derecho a vivir en la ciudad que se habita. Una pena impensable en cualquier país occidental. Ningún liberal de verdad toleraría algo así, pero ¿no mostró ya el Javo que se lleva bastante bien con la represión estatal?

Si alguna cámara detectara a alguien fumando porro en un callejón de Beijing, por ejemplo, podrían condenarlo a 15 o 20 años de cárcel. Si lo agarrara vendiendo, pena de muerte. El uso de drogas y psicotrópicos es muy perseguido en toda Asia pero especialmente en China. ¿Marihuana legal recreativa? “Inimaginable”, me dice uno de mis anfitriones. En la Argentina libertaria uno creería que sí. Así lo recomienda Murray Rothbard. Pero no. El Leviatán mileísta no renueva siquiera los permisos REPROCANN que se les vencen a quienes hacen uso medicinal. Otra coincidencia.  

Esenciales

El Milei que mandó a los profesores universitarios a ganarse la vida “vendiendo libros” y que decidió vetar la ley que recomponía sus salarios no quisiera que las facultades sigan siendo gratuitas. Allá no lo son. En Beijing están las más prestigiosas, como Tsinghua (la “Harvard china”, donde estudió ingeniería y abogacía Xi Jinping), sin nada que envidiarle a las de la Ivy League y mucho más barata. El Estado otorga becas, pero solo a los mejores. Al imponente campus donde dictaron conferencias Nicolás Sarkozy y Mark Zuckerberg entra uno de cada mil postulantes locales: para intentarlo hay que sacar 676 de 750 en el examen preuniversitario GaoKao

Tan difícil como entrar es mantenerse. La exigencia es casi inhumana. Una brasileña que estudia en Tsinghua desde la pandemia me contó que algunas noches no puede dormir pensando en que sus compañeros están aprovechando esas horas para adelantársele. Para ellos hay un laboratorio y una biblioteca abiertos las 24 horas del día y los siete días de la semana. El miedo no es zonzo: su beca de maestría corre peligro si no está entre los primeros de la clase. Es la meritocracia que gusta y gana entre los exfuncionarios macristas que recalaron en la ultraderecha. Aunque casi todos hayan pagado por sus estudios superiores en universidades no tan exigentes. 

Milei acaba de declarar a la educación “servicio esencial”. Lo hace para restringir el derecho a huelga de los docentes, pero haría bien en visitar la Secundaria de Artes y Turismo de Dunhuang, una ciudad de apenas 200.000 habitantes (para China, nada) a cuatro horas en avión de Beijing, a las puertas del desierto de Gobi. Ahí sí que se la financia como algo esencial. Todos los pizarrones de plástico blanco son corredizos porque atrás hay pantallas de 60 pulgadas donde los profesores exponen contenidos multimedia para alumnos y alumnas, equipado también cada uno con su tablet. 

Guardianes

¿Y el totalitarismo? Para cualquiera que haya crecido en democracia en Argentina, el sistema de partido único y la ausencia de canales para la crítica pública al poder sería sencillamente irrespirable. ¿Pero acaso el bipartidismo estadounidense -con su voto indirecto, optativo, minoritario y sus campañas electorales financiadas por billonarios- refleja mejor la voluntad del pueblo que la “democracia en todo el proceso”, como llaman los chinos a su combo de representaciones, plebiscitos y asambleas vecinales bajo control del Partido Comunista? ¿No apuesta Donald Trump a volver al Salón Oval aún cuando obtenga menos votos que su rival, como pasó cuando se impuso ante Hillary Clinton en el colegio electoral en 2016? ¿Puede horrorizarse de que no haya elecciones presidenciales un fanático y aliado de Trump y Jair Bolsonaro, dos presidentes que intentaron quedarse en el poder pese a haber perdido las suyas?

Alguien me señalará que ningún medio de comunicación chino publicaría una columna como ésta si hablara de su presidente en este tono. Es cierto. No se leen críticas ni ironías sobre el gobierno de Xi en el Diario del Pueblo ni en los 140 medios que tiene la China Global TV Network. Tampoco se urden investigaciones que podrían hacer tambalear al comité central del PCCh. Algo con lo que Milei se sentiría tan cómodo como en sus largas tertulias con Alejandro Fantino, Luis Majul, Jonatan Viale o Esteban Trebucq, los pocos periodistas que le pudieron preguntar algo desde que asumió. 

Es cierto que las redes sociales que usan los chinos son chinas y que la nube oriental entorpece el uso de Whatsapp y X. Pero ojalá le llegue este dato: con un buen VPN funcionan Google y todas las redes sociales y no va a tener problema para retuitear todas las fake news e insultos a periodistas que quiera. Todo el que lo desea se descarga uno o contrata un chip virtual que cumple la misma función. Si entendiera chino quizás se molestaría por las burlas que circulan sobre su amigo Elon Musk, a cuya empresa de autos eléctricos ya superó la china BYD y ahora salió a competirle Xiaomi, con un modelo más barato que los Tesla que acelera de 0 a 100 kilómetros por hora en 2,8 segundos. Pero nadie le va a decir nada. Es gente tan cordial y reservada que te renueva un millonario swap de monedas aún después de verte posar para fotos con los taiwaneses, de que les allanes un observatorio astronómico por orden de Washington y de que les desprecies una membresía del BRICS.

Que alguien le diga a Milei que los chinos acaban de limpiar bastante el aire de Beijing tras una década de labor planificada pero que antes no dudaron en contaminarlo como nadie para desarrollar su industria, como él dice que debería poder hacer cualquier empresa sin que nadie la moleste. Que están peleados con Elon Musk pero se llevan bárbaro con Tim Cook, el CEO de Apple, que produce allá y consiguió que todas sus aplicaciones funcionen perfecto. Que coinciden con él en que a veces el Estado tiene que achicarse para hacerle lugar a la empresa, como hicieron en su momento Jiang Zemin y Deng Xiaoping. Que reciben el segundo mayor flujo de inversión extranjera directa del mundo desde hace 15 años. Que son colectivistas desde tiempos de Confucio pero también librecambistas desde antes de que los ingleses les metieran sus monopolios a cañonazos. Y que tampoco pretenden exportar su modelo sino simplemente competir. Como él dice que le gusta. 

Que alguien le diga al Presidente que viaje a conocer China porque Xi viene a Sudamérica dentro de un mes, para una cumbre de la APEC en Perú y otra del G-20 en Brasil, y ni se le cruzó por la cabeza agendar una visita a su aliado estratégico integral mientras sostenga su timón alguien que lo insulta. Que le explique que el crecimiento chino tracciona al de toda Asia, adonde migró indiscutiblemente el centro de gravedad de la economía mundial. Que si no abandona sus prejuicios maniqueos nos va a hundir todavía más en un estancamiento ya demasiado largo. O peor, nos va a terminar metiendo en una guerra. 

Que le pregunte a Karina, que va en noviembre a la gigantesca China International Import Export (CIE) de Shanghai. O al centenar de argentinos que vuela cada semana a buscar distintos negocios. Pero sobre todo que alguien le diga que se fume las 30 horas de viaje porque lo que va a ver lo va a fascinar. Incluso a él. Sobre todo a él. 

AB/DTC

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