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ANÁLISIS

“No hay plata”: ¿puede Milei cortar con la obra pública? ¿qué alternativas quedan?

Si las obras son socialmente convenientes, puede que lo más eficiente sea que el Estado esté a cargo.
29 de noviembre de 2023 06:13 h

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“No hay plata”. Con esa frase el presidente electo, Javier Milei, ratificó su promesa de campaña de sustituir por completo la obra pública y dejar los proyectos de infraestructura en manos de empresas privadas. Esto remite a los proyectos de Participación Público Privada (PPP) que se plantearon durante la presidencia de Macri. Se buscaba impulsar que la infraestructura fuera construida por privados, bajo un marco regulatorio que les garantizara rentabilidad. Pero casi no se avanzó y casi todos los proyectos licitados terminaron rescindidos por incumplimientos. Lo que hubo en la presidencia de Macri fue un retroceso de la obra pública nacional: su inversión real directa, como porcentaje del PBI, pasó de 1,2% en 2015, a 0,9% en 2019. 

Desde ya, el gobierno nacional no puede decidir la extinción de la obra pública dado que en su mayor parte es ejecutada por provincias y municipios. La financian en parte con fondos que transfiere el Estado Nacional de su presupuesto y, en otra parte, con fondos propios, incluyendo la coparticipación de impuestos nacionales. La primera fuente podría menguar considerablemente, la segunda dependerá de la recaudación tributaria. Es que la obra pública depende en gran medida de las disponibilidades de fondos. Cuando hay estrechez fiscal la obra pública es lo primero que se recorta. Es uno de los gastos más flexibles; basta con no empezar nuevas obras para que en pocos meses empiece a disminuir.

Priorizar la reversión del déficit fiscal tiene lógica macroeconómica, en un contexto de alta inflación como el actual. La forma eficiente de hacerlo, sin aumentar impuestos, es analizar cada partida de gasto público, identificar ineficiencias y programar y ejecutar su reducción, recortando gastos cuya utilidad social no supera su costo. El mismo análisis podría servir para identificar programas que requerirían refuerzos para ser más eficientes; por ejemplo, si no se logran los objetivos por falta de un insumo crítico. 

Pero para que ese análisis sea efectivo implica tiempo y requiere capacidades, decisión y autoridad política que no siempre están disponibles. En el corto plazo, la disminución del déficit sin cambios normativos complejos (por ejemplo, sin modificar la ley de movilidad previsional) podría llevar a reducir en términos reales las partidas para obras públicas, transferencias a provincias, remuneraciones de empleados públicos y subsidios tarifarios (lo que requeriría subas de tarifas de gas, electricidad y transporte público).

Así, en el corto plazo la reducción de la obra pública parece una “fija”. La duda principal es si se interrumpirán las obras en marcha, con compromisos ya asumidos, dado que muchas veces pararlas termina siendo más costoso que su continuidad. Y, en segundo lugar, si la suspensión incluirá a las obras que resulten urgentes, al ser necesarias para evitar altos costos sociales. 

Las opciones de financiamiento de obras

En el mediano y largo plazo, las políticas de los gobiernos deciden qué proporción del gasto se asigna a la obra pública. Hay obras que pueden ser pagadas por sus beneficiarios; por ejemplo, la extensión de la red de gas natural en un barrio de clase media para reemplazar el uso del gas en garrafas. Un gobierno puede decidir que este tipo de obra sea provista por la administración pública (que generalmente contrata empresas privadas para la construcción), financiándola con rentas generales o con “contribuciones por mejoras”, cobradas a los beneficiarios. O también puede establecer que una empresa privada se encargue de la provisión (construcción y cobro a sus beneficiarios). 

Una motivación central para elegir el primer método (financiamiento con impuestos cobrados a toda la población) sería redistribuir ingresos desde los contribuyentes en general a los beneficiarios de la obra. Con el segundo método (tributo a pagar por los beneficiarios) no habría esta redistribución. El tercer método no requeriría la intervención del gobierno más que en lo regulatorio y el otorgamiento de permisos; pero podría hacer menos probable la ejecución de la obra si una parte de los potenciales beneficiarios elige no pagarla (por ejemplo, propietarios de terrenos baldíos). 

En otros casos, es posible identificar a los beneficiarios, pero pueden no tener capacidad de pago. Por ejemplo, si se trata de la ampliación de un hospital público. Los beneficiarios principales son las familias que acuden al hospital público al no tener medios para pagar atención privada (ni atención arancelada, que recupere todos los costos, de un hospital público). Este tipo de obra sólo se haría si el Estado la financia.

También hay obras cuyos beneficios se extienden más allá de lo que reciben los beneficiarios directos, las llamadas “externalidades”. Por ejemplo, una red cloacal beneficiaría a las viviendas que se conectarían a esa red pero hay otros beneficios como la descontaminación del suelo, que se extenderían a una región más extensa. En esos casos, es probable que la obra sea conveniente socialmente aun cuando no pueda solventarse si la tuvieran que pagar exclusivamente sus beneficiarios principales.

Y también hay casos en los cuales no es posible identificar a los beneficiarios; por ejemplo, la construcción o mejora de un edificio para la Prefectura Naval. Allí la solución de mercado no es posible, ya que son “bienes públicos”: una vez provistos, no es factible ni conveniente cobrar un precio a los beneficiarios; por ejemplo, defensa nacional, legislación, seguridad interior, etc. 

Lo que se ha planteado es que estas obras las construyan y mantengan empresas privadas, a partir de contratos de “leasing” a largo plazo, que implicaría que el Estado se comprometa a pagos periódicos en concepto de “alquiler” de la obra. Pero eso es equivalente a obras públicas construidas con financiamiento y, teniendo en cuenta la situación actual, sería un financiamiento muy caro. En teoría, la empresa privada tendría una garantía, que sería la propiedad de la obra, pero en general dicha obra (por ejemplo, una cárcel) no puede utilizarse para otra cosa que para el fin para el cual fue diseñada, no es algo que tenga un precio de mercado. Y, en la medida en que sean obras necesarias, no deberían dejar de hacerse. 

Si la intervención estatal se justificara solo por razones de redistribución de ingresos alguien que afirma, como Milei, que la justicia social es un robo podría decir: si los beneficiarios quieren una obra y tienen dinero para pagarla, que la provea el sistema de mercado; y, si no, que no se haga. Es una posición ideológica, que expresó en la campaña electoral. 

Por otra parte, Milei dijo que una empresa debería poder contaminar un río todo lo que quiera, total el agua sobra; por lo cual, es posible que no considere que una externalidad sea justificación para que el Estado intervenga en materia de obra pública.

El esquema de facilitar que el sector privado lleve a cabo obras de infraestructura y cobre por ellas es razonable cuando no hay de por medio externalidades negativas y hay capacidad y voluntad de pago por ellas. Pero es necesario advertir que, cuando el recupero es de largo plazo, quienes las financien deberán tener seguridad de que van a recuperar su inversión; de lo contrario, el financiamiento privado puede ser muy caro o inexistente. Y, en ese caso, si las obras son socialmente convenientes, puede que lo más eficiente sea que el Estado esté a cargo del financiamiento.

Milei y su proyecto de túnel ferroviario para cruzar la cordillera de los Andes 

Conocí a Javier Milei cuando presentó, en representación de Corporación América (Eurnekian), un proyecto de un túnel ferroviario por debajo de la cordillera de Los Andes, a la altura del Cristo Redentor, que transportaría camiones, estaría operativo todo el año, y ayudaría a descongestionar el paso entre Argentina y Chile. Sin realizar el análisis económico, me pareció un proyecto interesante. Pero se requerían garantías estatales de Argentina y Chile, que incluían el valor de la tarifa a cobrar; en un contexto de alto riesgo país, el proyecto no prosperó. Es ejemplo de obras que podría hacer el sector privado, pero sólo en un marco que brinde certezas. Mientras tanto, las empresas privadas no invertirán en el país cuando su cobro dependa de decisiones del gobierno; y, si lo hacen, facturarán muy caro el riesgo que asuman. 

Las experiencias internacionales de crecimiento alto y estable suelen contar con la presencia de un Estado comprometido con el crecimiento, aportando como mínimo un decidido sostén a la investigación básica (clave para el desarrollo tecnológico), al sistema educativo (para fortalecer el capital humano) e infraestructura básica, necesaria para que la producción privada sea competitiva. Y, por supuesto, una condición necesaria, presente en todos los casos: la estabilidad macroeconómica. 

FE/DTC

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