Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Crisis política en Brasil - Análisis

El ataque al Capitolio fue un fracaso para Trump, el asalto a Brasilia hirió al gobierno del presidente Lula

Visiblemente emocionado, el juez supremo Gilmar Mendes se dice "destruido" al recorrer las instalaciones vandalizadas del Poder Judicial en Brasilia. El magistrado es uno de los 11 integrantes del Supremo Tribunal Federal (STF). Es el ministro decano del Pretorio Excelso, para el cual fue postulado por el presidente Fernando Henrique Cardoso en 2022, un año antes del primer año de las primera presidencia de Lulz Inácio Lula da Silva. Cristales rotos, estatuas destruidas, muebles destrozados o carbonizados configuraban el panorama que se ofrecía a este especialista en Derecho Constitucional. La sede del STFr resulta, en comparación, el más dañado de los edificios públicos  de Brasilia víctimas de la sistemática furia de la movillización derechista del segundo domingo de enero. En los paños de cristales preservados para pintar mensajes, se lee "Fuck You Moraes", dirigido al ministro Alexandre de Moraes, integrante del STF, designado durante las elecciones para presidir el Tribunal Superior Electoral (TSE), acusado por los bolsonaristas de parcialidad a favor de Lula. También, "Nunca más Dictadura", dirigido contra las autoridades del Partido de los Trabajadores (PT) que recuperó el poder en las elecciones presidenciales de octubre.
11 de enero de 2023 08:47 h

1

Las coincidencias entre la toma del Capitolio de Washington en 2021 y el asalto al Congreso de Brasilia en 2023 saltan a la vista. Son espectaculares. Una vez constatadas, una vez percibidos y registrado el avance transnacional de la nueva derecha hemisférica, conviene hacerlas a un lado a la hora de enfrentar y advertir qué riesgos enfrenta el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva. Qué cometido cumplieron las violencias del domingo, qué daños causaron y dejaron a la coalición de izquierda en el poder desde el 1° de enero, con independencia del perjuicio conexo que hayan provocado al ex presidente derechista Jair Bolsonaro.

No es inválido, pero es inocuo el recordar que Washington un laborioso e invernal miércoles 6 de enero y Brasilia un veraniego domingo 8 de enero fueron campos de batalla en la misma contienda global de la Democracia contra la Autocracia, de la Urna contra el Negacionismo, de la Elección contra todo Golpe. Es muy cierto, es también un poco abstracto. Es universalizar a la crisis brasileña, invisibilizar riesgos muy concretos, acrecidos desde el asalto a Brasilia, que acechan a la tercera presidencia de Lula. Es el flamante gobierno democrático el que corre peligro, no esa entidad más inasible que es ‘la Democracia en Brasil’.  

El paralelo político entre Donald Trump y Jair Messias Bolsonaro atrae como un imán. Es tentador avanzar buscar más trumpismos en Bolsonaro. Los rasgos que no se ven, igual suponemos que están. Y así se explica el uno por el otro, completar con la historia conocida de uno lo desconocido en la del otro. Y más que parecida, era idéntica la fresca coyuntura electoral desde la cual  los dos presidentes derechistas contemplaron a sus votantes en acción ofensiva directa y violenta en sede del Poder del Estado. Uno y otro habían aspirado a un segundo mandato consecutivo, uno y otro ganaron más votos que nunca antes en las presidenciales, uno y otro vieron frustrada su reelección por un margen tan estrecho como decisivo. En 2020 y en 2022 fueron derrotados por candidatos  de más edad que ellos, y a su izquierda ideológica. Uno y otro cuestionaron la legitimidad de los procesos electorales que los apartaron del poder, uno y otro evitaron la ceremonia del traspaso del mando a sus sucesores en el Ejecutivo. En los hechos, aquí terminan las similitudes. Y acá conviene abandonarlas. Muy útiles para captar la dirección y el sentido de las dinámicas hemisféricas y occidentales de las nuevas derechas, los rasgos comunes son poco serviciales para dilucidar los procesos nacionales determinados.  Las diferencias, en cambio, son significativas.

Las huestes trumpistas tomaron el Congreso de Washington el miércoles de la certificación presidencial de Joe Biden

El 6 de enero de 2021, faltaban dos semanas para que Donald Trump abandonara la Casa Blanca. La invasión del Capitolio ocurrió en su presidencia. Las columnas de manifestantes que después de asistir a un mitin presidido por el presidente republicano enfilaron hacia el Congreso, lo hacían con un fin preciso, según Trump. Marchaban a protestar, a dar testimonio opositor, en correlato al ritual solemne que las dos Cámaras celebraban en conjunto. Ese miércoles, el vicepresidente Mike Pence presidía el proceso constitucional de certificación legislativa del resultado de la elección presidencial del 6 de noviembre. Los trumpistas radicales, según dice haber entendido el ex presidente, serían el signo presente del repudio del pueblo a una elección ilegítima. A la élite de Washington, el pueblo diría no, mostraría que rechazaba por completo el triunfo del demócrata Joe Biden y denunciaría el robo de un segundo mandato sufrido por el vencedor auténtico. Tal el propósito estratégico reconstruido por Trump y otros republicanos.

La estrategia de una bien organizada y contundente protesta social, si en efecto alguna vez había existido, había sido sustituida por otra al pie del Capitolio. Las columnas de ultras irrumpieron con armas de fuego en el Congreso, interrumpieron la certificación, amenazaron al presidente del Senado y a la presidenta de la Cámara Baja, se pasearon por todos los ambientes, posaron para sus selfies, se sentaron en poltronas y despachos. El poder era del pueblo americano profundo interior (identificado con ellos mismos) no de las élites de la Capital (identificadas con los representantes elegidos por el pueblo y los senadores elegidos por los estados). Si un milagro hubiera coronado la invasión, los congresistas conmovidos, emocionados ante el contacto con América, habrían decidido descertificar al impostor, al vencedor fraudulento e impopular Biden. Y certificar al triunfador genuino, querido por el pueblo y traicionado por el Establishment que le había escamoteado su reelección. Es decir, el presidente Trump. Que ya estaba mirando divertido todas estas peripecias  acomodado frente a la tevé en un calefaccionado ambiente de la Casa Blanca.

¿Qué buscaban en Brasilia los golpistas del domingo cuando irrumpieron en las sedes vacías de los tres Poderes del Estado?

Los militantes derechistas llegados en masa, por millares, en decenas de ómnibus, el domingo 8 de enero a Brasilia resultan desconcertantes para quienes ven caer el paralelismo con el ataque al Congreso. En Brasil, el presidente es Lula, que asumió una semana antes; el ex presidente Bolsonaro está en Orlando, Florida, cerca de Disney World, posando paciente y sonriente en las selfies de jóvenes simpatizantes en bikini verdeamarelha.

Las acciones en Brasilia se entienden mejor si antes se constata una diferencia encerrada dentro de una semejanza de Trump y Bolsonaro. El negacionismo electoral de Trump aplica al resultado de la elección. Al conteo de los votos, al escrutinio y determinación de votos válidos e inválidos, pero también a cambios ‘desleales’ a última hora de legislación estadual electoral, sin que la Corte Suprema le permitiera a su campaña litigar en sede federal esas mutaciones fraguadas en perjuicio republicano.  Biden es un ganador tramposo, por el fraude en el recuento final sin auditoría republicana y por la exclusión republicana en el reajuste consensuado de nueva legislación. Como dijo el presidente argentino Mauricio Macri, “con tal de ganarme la oposición es capaz de todo, incluso de fraude”. Según su amigo Trump, los demócratas fueron capaces de estafar. Trump, hombre de Ley y Orden, es el paladín de la Pureza del Sufragio. Confía en la legislación electoral, desconfía de los demócratas.

La impostación política de Bolsonaro y de buena parte del electorado de derecha que rechaza el resultado de las elecciones es a la vez más difusa,  más amplia y más firme. En el conglomerado heterogéneo que resulta de reunir leyes electorales, sistemas de votación, proceso electoral y recuentos y escrutinios, hay manchas y suciedades que van deslegitimando cada elemento. Nada se salva de la sospecha. Porque fue creado por las élites antipopulares (laicas, ilustradas, pedófilas, demoníacas, sexualizadoras-precoces-de-la-infancia, antifamiliares, diplomadas) para preservar sus intereses. Aquí entra el primero encendido, después pálido, finalmente dormido ataque de Bolsonaro contra las urnas electrónicas. En las manifestaciones bolsonaristas, la pancarta que enarbolaba una mujer jubilada traducía ese sentido “Por una auditoría electoral donde podamos auditar todos”. Solamente científicos y técnicos pueden auditar un sistema de votación electrónico, el pueblo no puede contradecir, sólo asentir sin dar razón.  

Según nos dice el filósofo brasileño Rodrigo Nunes, profesor en la Pontificia Universidad Católica de Río y en la británica de Essex, autor del reciente Do transe à vertigem: Ensaios sobre bolsonarismo e um mundo em Transição (2022), muchas veces las acciones directas, con masas críticas en la calle o la plaza, con el grado de fuerza violenta que asegura su número, no son estratégicas, sino expresivas. Mejor creemos defender los blancos estratégicos, mejor se escabulle la movilización, que apunta a otras cosas.

Según Nunes, desde el balotaje presidencial del último domingo de octubre, aunque en cuenta regresiva hasta el segundo domingo de enero, los acampes derechistas en las inmediaciones de cuarteles y destacamentos de las FFAA habían perseguido un fin estratégico. Es decir, la producción de un cambio en el mundo, con ventaja ganada por efecto de la planificación (como en una guerra cruzar un río, ocupar una playa, ganar una elevación). Antes que un golpe que derribara al gobierno establecido para entregar el poder a una Junta dictatorial, querían activar una vigilancia militar alerta sobre la vida política.  Contaron con la suficiente connivencia como para no ser expulsados  -como habría ocurrido con un campamento izquierdista o anárquico-, pero poco más. Tampoco ganaban apoyos entre los partidos políticos pro-bolsonaristas con representación en el Congreso, que sólo veían perjuicios en acercarse a los ultras.

Así, el objetivo del domingo no era ya estratégico. No iban a levantar a las FFAA donde no estaban, ni a protagonizar un Golpe para el que les faltaba fuerza. Era un objetivo expresivo: formular una intervención, dejar instalado un nuevo punto de partida conceptual, sin vuelta atrás después de su enunciación (Para todo grupo conspirativo, previo al ‘Hacerse del poder’ está el ‘Tener razón’).

Fue muchas veces señalada la decisión ‘mimética’ del ‘Trump tropical’ de facilitar la tenencia de armas de fuego. Sin armas llegaron los miles de activistas que desembarcaron en decenas de ómnibus el domingo. Con palos, con piedras. Utensilios con los que rompieron todos los vidrios de todos los pisos del palacio presidencial de Planalto, de las dos Cámaras del Congreso, del Supremo Tribunal Federal (STF). Fueron arrancados los cables, inutilizadas las comunicaciones, rotas las sillas, desfondados los sillones, arrancadas las tapicerías, destrozados los archivos, quebradas las pantallas, acuchillados los lienzos artísticos. No faltaron saqueos patrimoniales, ni abundaron.

Al final de la tarde, las Fuerzas de Seguridad empezaron a detenerlos o apresarlos; a la noche un millar y medio poblaba los calabozos. La finalidad expresiva estaba cumplida. A todo el mundo habían enunciado: “El nuevo gobierno brasileño es tan inepto que es incapaz de impedir que una turba con palos y piedras, en una horas vespertinas dominicales, penetre en la sede de cada uno de los tres Poderes del Estado en la capital Brasilia, y completen sin hallar obstáculo una vandalización completa de sus instalaciones y una interrupción de su funcionalidad”. Sin duda, la democracia brasileña no sale bien parada. Pero el daño mayor, la lesión más hiriente, la sufrió el gobierno democrático de Lula en el poder. Para que su ambicioso plan social pueda ponerse en marcha, habrá la dilación que le impondrán la investigación de los hechos, el castigo de los culpables, la reconstrucción, y lograr que el público y el mundo consideren una anécdota menor su imprevisión del domingo. Entretanto, de los invasores del domingo se recuerda su libre albedrío, digno de admiración o pasmo: si no hicieron más de lo que hicieron –que en definitiva no fue muchísimo, siendo muy coherente-, fue porque no quisieron.

Saliendo por la entrada

Es tentador retomar la comparación abandonada, estrechar el paralelo entre lo ocurrido en Washington y dos años después en Brasilia. Si en la mayor democracia del planeta pudo haber tales sediciosos, pintorescos como personajes de cómic, impulsivos y violentos, ingresando en el Capitolio, ¿cómo no habría en Brasil vándalos de los tres Poderes, pintorescos como salidos de Gran Hermano? Si en la capital de la mayor potencia militar del mismo planeta la multitud revoltosa pudo irrumpir, entrar y ocupar la sede del Poder Legislativo, ¿mejor inteligencia habría en Sudamérica?

El consuelo es falaz. Porque al Presidente norteamericano divertía el mal rato que sufría el Congreso cautivo por sus bizarros partidarios armados, tatuados, de torso desnudo en invierno, con escafandras de oso embalsamado o luengas barbas hipster. Al tanto de todo, pudiendo intervenir, dejaba a las Fuerzas de Seguridad una iniciativa sin apresurar su ritmo. A diferencia de la arquitectura pública vacía del domingo estival en Brasilia, en Washington la actividad era total, como la asistencia del personal administrativo.

Además de la leniencia del guía espiritual de los victimarios en la Casa Blanca, parecen haber contado con la calculadora complicidad de la líder de las víctimas. La presidenta de la Cámara de Representantes, donde los demócratas gozaban de una ínfima mayoría ganada en 2018, había ordenado a las fuerzas de Seguridad del Congreso replegarse para defenderse. Gracias al accionar policial pasivo y a la actividad de las cámaras de seguridad se podría armar un dramático relato audiovisual. Indispensable para que Nancy Pelosi pudiera tener sus pruebas preconstituidas y hacer de Trump el único presidente norteamericano dos veces sometido a impeachment.

En cambio, Lula no sólo no anticipó o detuvo el avance de los acontecimientos, sino que se enteró tan pronto como cuando fue tarde. El Capitolio recibió de inmediato  solidaridad a la democracia de Europa y Latinoamérica y apoyo al gobierno constituido de China y Rusia.  Pekín no se privó de equiparar a la multitud de Washington del 6 de enero con las multitudes que el año anterior habían asaltado la Legislatura de Hong Kong, y fueron felicitadas por el Congreso norteamericano.

Lula vive esta segunda semana de su última presidencia en un baño de solidaridades internacionales, estaduales, interpartidarias, interpoderes, intergeneracionales, pluri confesionales, globales, regionales y locales. El más desprestigiado de los tres Poderes es el Congreso. Y del desprestigio más antiguo, anterior al gobierno de Dilma Rousseff. Ese desprestigio, sin embargo, no lo retrae de su superioridad: el Poder Legislativo es el más poderoso y rico de los tres Poderes del Estado brasileño.

En el corto plazo, Bolsonaro en nada sale favorecido. Trump fue sometido a su segundo impeachment, pero resultó absuelto. Retuvo el liderazgo partidario republicano hasta los reveses de la elección de medio término en noviembre, y no puede decirse que haya perdido absolutamente su ascendiente.

El gobierno de Lula va a tener que perseguir, apresar, castigar y encarcelar adversarios. Anunció que lo hará. Esta actividad va a traer, como va de suyo, turbulencias y división política. El tercer mandato del primer presidente obrero de Brasil deberá encauzar algunas de sus primeras, mejores energías en un esfuerzo de policía, un esfuerzo para cohibir.

AGB

Etiquetas
stats