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CARTA DESDE TEL AVIV

Un entierro, un casamiento y la vida bajo amenaza permanente en Israel

El lugar del ataque en el sur de Tel Aviv, donde Mariano Man había pasado 24 horas antes.

Mariano Man

Israel —

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En Tel Aviv nos habíamos desacostumbrado un poco a las sirenas que advierten a la población civil de Israel de ataques enemigos con misiles y que son la más clara señal que recibe la gente para buscar e ingresar a algún refugio público o espacio protegido privado. 

Es el centro del país y la ciudad más vibrante aunque no sea la capital. Es el punto más sensible, el objetivo más deseado, casi prohibido, para los enemigos que hoy forman parte del “Eje de la Resistencia”.

Disparar contra Tel Aviv es una declaración de guerra sin eufemismos.

En los últimos diez días, sin embargo, hubo algunas alarmas a medida que subía la tensión con la organización terrorista chiíta Hezbollah, los hutíes de Yemen y con sus patrocinadores en Teherán: la Guardia Revolucionaria de Irán.

Hoy, martes a las 19:40, a menos de 24 horas de las celebraciones de Rosh Hashaná –Año Nuevo judío– y a seis días del aniversario de la masacre del 7 de octubre, unos nueve millones de israelíes nos encontramos una vez más en los refugios en lugar de hacerlo en las mesas de fin de año, y esto debido al ataque con 180 proyectiles balísticos disparados desde suelo iraní contra todo tipo de objetivos en Israel, incluidos civiles. 

En los refugios subterráneos nos encontramos los vecinos de los edificios más antiguos –los nuevos tienen su propio cuarto de seguridad– y algún extraño que pasaba por la puerta y tuvo que correr a protegerse. 

Hoy, en esa especie de túnel de hormigón, éramos sólo vecinos. Unas 20 personas de entre seis meses y 86 años.

Por defecto, compartir angustia, pánico o preocupación con los vecinos (y ellos con nosotros) en esas circunstancias es tan incómodo como absurdo. Tan ilógico como ver la semifinal del Mundial con los que viven en el 5° B porque se cortó la luz de una fase del edificio.

Por defecto, compartir angustia, pánico o preocupación con los vecinos (y ellos con nosotros) en esas circunstancias es tan incómodo como absurdo. Tan ilógico como ver la semifinal del Mundial con los que viven en el 5° B porque se cortó la luz de una fase del edificio

Pero en ese escenario impopular hay una ventaja: en los peores momentos es cuando la gente se conoce más y se contiene. Y en eso, la sociedad israelí tiene varios posgrados porque esa reacción primal de reaccionar con humor o con abrazos es parte de un ADN que porta dentro suyo la compleja genética de la tragedia. 

Se podría decir que el refugio es el SUM en tiempos de guerra. 

Hoy, martes a las 19:40, cuando las sirenas empezaron a sonar en Israel, los corazones se aceleraron y el tiempo pareció detenerse. Una vez más –aunque con ciertas peculiaridades–, el sonido agudo atravesó el aire y desintegró la rutina diaria teñida de fiesta.

Saber que quien atacaba era Irán sobrecargó el pulso y los nervios y todos, de inmediato, buscamos a los de nuestras familias para saber que se habían protegido. Es un reflejo que desarrollamos con el tiempo, una reacción casi automática ante la amenaza pero no siempre es posible ejecutarlo porque en los refugios no hay señal inalámbrica.

Hoy, a las 11:03 de la mañana, ya habíamos corrido al refugio. Entrar allí no es solo una cuestión de seguridad física, es un momento de pausa donde la mente se enfrenta a la incertidumbre.

En esos minutos, que a veces parecen horas, el silencio interior contrasta con el estruendo de las explosiones de las intercepciones de los sistemas de defensa de Israel que se escuchan a lo lejos.

Las paredes gruesas no pueden evitar que el ruido de la guerra llegue hasta nosotros, pero son un escudo que nos da una pequeña sensación de protección.

Este atardecer, cuando el 80 por ciento de los vecinos estuvimos juntos bajo tierra, la sensación fue diferente: compartimos miradas que no necesitaban palabras para expresar el cansancio y la aprensión.

En el refugio se sabe lo que el otro siente: es una mezcla de susceptibilidad y espera.

A menudo, los más chicos no entienden del todo lo que está pasando, pero sienten la tensión en el aire. En mi edificio la gente baja al espacio protegido con sus mascotas, que entienden menos que los chicos.

Entonces, alguien busca distraerlos con juegos o conversaciones ligeras, pero es difícil mantener la calma cuando se sabe que a fuera, a unos metros, hay caos y ansias de exterminio.

Aunque ya hemos pasado por esto muchas veces, nunca deja de ser un momento inquietante.

Salir del refugio es otro tipo de experiencia: sabemos que debemos esperar diez minutos desde el sonido de la intercepción pero hoy la andanada de misiles fue tan intensa que el Comando de la Retaguardia (la defensa civil) advirtió que debíamos esperar la señal para hacerlo. A través de la radio o la aplicación oficial.

Cuando llegó el momento, los primeros pasos afuera estuvieron cargados de duda. ¿Habrá habido daños? ¿Terminó realmente el peligro? Todos nos miramos, buscando respuestas en los rostros de los demás, pero lo único seguro es que cada vez que volvemos a lo nuestro, lo hacemos sabiendo que en cualquier momento todo puede reunirnos otra vez.

Los últimos diez días fueron una montaña rusa emocional, un torbellino de momentos de duelo, reflexión y amenazas, que me dejaron sin respiro.

Todo empezó el domingo 22 de septiembre, cuando me avisaron que mi tía Beca, el pegamento de mi familia materna, falleció. Su partida trajo dolor porque ella era esa persona que mantenía unidos a los demás, una especie de faro al que todos acudíamos en momentos de caos o simple cotidianidad.

Esa misma noche, yo mismo ayudé a cargar la camilla con su cuerpo rumbo a su última morada. 

Dos días después, el martes 24, busqué un respiro asistiendo a una charla de Marcelo Birmajer en el Instituto Cervantes de Tel Aviv. Después de la conferencia, salimos a un bar al que frecuento desde hace poco menos de un año, tratando de aprovechar cierta atmósfera relajada.

Fue una noche que, a pesar de las sombras, me recordó la importancia de seguir buscando momentos de calma.

El miércoles 25, a las 6:30, volvieron las sirenas para avisarnos de un ataque misilístico desde Yemen. Otra vez el recordatorio de que la vida es caprichosa y no le importan las cosas ocurran a nuestro alrededor.

Los cohetes de ese amanecer nos refrescaron los de las 6:29 AM del 7 de octubre, que nos despertaron de un largo sueño sólo para sumergirnos de prepo en nuestras peores pesadillas. 

El jueves 26 a la noche no salí porque no encontraba mi billetera con todo lo que tenía adentro. Mientras no terminaba de salir del fango de la posible pérdida –sin darme cuenta la mandé al lavarropas y al secarropas– llegó el nuevo día y a las 00:42 del viernes 27 otro ulular nos estremeció.

Aletargado, les avisé a los míos que teníamos que bajar al refugio al tiempo de que me llegaban noticias de ataques desde el Líbano.

Otra vez tuvimos que lidiar con lo que nos devuelve bruscamente a esa realidad constante de vivir bajo amenaza. Esa noche costó dormir.

A las 12 de ese viernes, viajamos unos 25 kilómetros al sur de Tel Aviv para asistir al casamiento de Ran, el hijo de unos amigos.

El muchacho, que resultó herido de levedad en Gaza hace unos seis meses, no sólo festejó la unión con su amada sino una nueva vida.

En medio de la celebración, resonaba la noticia de la eliminación de Hasán Nasralá, el líder de Hezbollah y aquel que más de una vez nos hizo recordar sus intenciones de aniquilar a los judíos. Igual que Hamas, igual que Irán.

El lunes 30 al anochecer me despedí de Birmajer. En retrospectiva, ese fue un momento inquietante.

Apenas 24 horas después, dos terroristas palestinos infiltrados atacaron brutalmente en el sur de Tel Aviv. Mataron a siete civiles israelíes e hirieron a otros nueve.

Apenas 24 horas antes, habíamos pasado por el mismo lugar.

El horror se siente aún más cercano cuando uno se da cuenta de que pudo haber estado ahí. Esa sensación de estar siempre al borde, de que el peligro es una sombra constante, se hizo palpable cuando me enteré dónde había sido el atentado.

Fueron diez días difíciles en los que cada paso fuera de casa, mío o de los míos, cada decisión de moverme por la ciudad, estuvo teñido por el “¿y si?”. ¿Y si hubiera llamado a mi tía? ¿Y si nos pasaba algo? ¿Y si los secuestrados no vuelven?

Las amenazas, los funerales, los atentados... parece que todo se amontona mientras las cicatrices profundas son ya inocultables

Las amenazas, los funerales, los atentados... parece que todo se amontona mientras las cicatrices profundas son ya inocultables.

Y encima ya casi es Año Nuevo. Y ya casi es 7 de octubre. Y faltan dos meses para que mi hija se enrole en la Marina. Y ya me cuesta dormir.

Se vienen los días más desafiantes para Israel desde el nacimiento del Estado judío moderno en 1948. El reconocimiento de que uno está viviendo la dramática historia del siglo XXI es todavía prematuro.

Todos necesitamos un símbolo para ponerle fin a una guerra, a una etapa. Hoy, a menos de 24 horas de Rosh Hashaná, los que vivimos aquí dejaremos sillas vacías en nuestras mesas, o en nuestros refugios, esperando a que vuelvan a ser ocupadas por los que fueron arrancados de sus casas hace un año para ser ultrajados en las catacumbas de Gaza.

Es lo menos que podemos hacer mientras exigimos su regreso. Que nos devuelvan algo de lo que nos quitaron.

MM/MG

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