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Al final, no era tan así

Los zurdos, entre el fantasma de la ultraderecha y la cuota del monotributo

Pedro Sánchez, durante un acto de campaña a las elecciones europeas del PSOE, en la ciudad de Gijón.

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Es casi seguro que las fuerzas de derecha se impongan sobre las llamadas progresistas. La duda es sobre los partidos radicales, del Conservadores y Reformistas Europeos de Giorgia Meloni en Italia al Reagrupación Nacional de Marine Le Pen en Francia, pasando por Vox en España o el Partido de la Libertad del holandés Geert Wilders, que acaba de lograr formar gobierno en Países Bajos; los considerados de “ultraderecha”.

Sobre la nueva Comisión recaerán asuntos urgentes como la guerra con Rusia en Ucrania, y otros menos urgentes pero de carácter estratégico como el cambio climático, el desarrollo de la I.A y el devenir económico del grupo ante la amenaza tecnológica de las superpotencias, Estados Unidos y China.

En España, la campaña volvió a centrarse en “la ultraderecha”, sobre todo desde que Milei pasó por Madrid, se abrazó al líder de Vox, Santiago Abascal, y dejó una muestra del nivel de caos que puede armar con solo un par de horas en la capital española. Para aprovecharlo, los gurúes comunicadores del PSOE, lanzaron una campaña con las palabras “zurdos” y “zurdas”, y el mensaje de “este domingo vota con la zurda por el PSOE”, en clara referencia a Milei y su uso habitual de la palabra zurdo como un adjetivo peyorativo.

No es la primera vez que se apela al fantasma de la ultraderecha en España. Podemos lo hizo en Madrid durante la última elección en que Pablo Iglesias puso el cuerpo en la campaña, y el resultado fue tan magro que ni siquiera entraron a la Asamblea local. El PSOE también lo usó, aunque con mejor suerte, en las elecciones generales. Los que lanzaron la campaña “zurdo” creen que todavía hay margen para poner al elector ante esa disyuntiva: “democracia” o “ultraderecha”. Quizás piensen que al plantearla a nivel europeo, tienen todavía alguna chance.

Sin embargo, no es lo que piensa Isabel, una mujer española de cincuenta años, de familia tradicional de izquierdas. “No voy a votar, me cansé”, responde a la pregunta sobre si votará el domingo. “Esta democracia que tenemos…, es que no sirve”, afirma. “Mi abuelo fue un sindicalista muy importante, le han hecho un monumento en su pueblo”, explica para que no piensen que está despolitizada o que podría votar a la novedad, la ultraderecha. “Pero no puede ser, ¿qué ha hecho el gobierno por los monotributistas? Nada, seguimos pagando más que en cualquier otro país de Europa”.

Para Isabel, que trabajó en una tienda de muebles durante muchos años, y hace un par renunció para montar su propia empresa de decoración, el miedo a la ultraderecha es menor al que le produce la cuota del monotributo cada vez que llega a principios de mes. Lo mismo sucedió unos meses atrás en Países Bajos, cuando Wilders logró que los jóvenes se tragaran los temores de votar a un radical antiinmigrantes, con tal de que cumpliera su promesa de bajar los alquileres y mejorar los salarios.

En Estados Unidos no es distinto

Esta semana, el Financial Times publicó un excelente y completo artículo sobre el posible comportamiento de los votantes en el estado de Michigan. Cuenta con varias entrevistas y análisis de distintos expertos que explican por qué algunos votantes tradicionales del partido demócrata podrían dejar de hacerlo en las elecciones presidenciales de noviembre. La respuesta que mejor se acerca a entender el fenómeno es la económica.

La ciudad de Detroit, antes capital mundial de la industria automotriz, está transformándose de una urbe industrial con salarios muy bien pagos a una dedicada a los servicios (restaurantes, entretenimiento y compras) con salarios mediocres, y sin una cultura de comunidad laboral que en el pasado se sentía orgullosa de pertenecer al sector automotriz. Ahora, por el contrario, muchas personas no se ven así mismas detrás de un mostrador o sirviendo bebidas, y menos si lo hacen por un salario que no les permite desarrollarse. La queja de los dueños de los negocios por la falta de personal es recurrente.

En ese contexto, el estado de Michigan muestra el desarrollo de una economía cada vez más desigual. Los ricos cada vez son más ricos, mientras la clase media pierde poder de compra, y la baja apenas puede darse el lujo de salir a comer afuera o pedir pizza por delivery para la familia. Un comisionado de Oakland, que aún cree que Biden podrá ganar, explica el malestar que sufre la clase media de forma muy elocuente. “En una economía impulsada por consumidores ricos, algunos votantes sienten que el sistema mismo ha sido distorsionado en su contra por décadas de políticas que comenzaron con el ex presidente estadounidense Ronald Reagan. Se hizo una promesa a los estadounidenses de que si siguen las reglas y trabajan toda su vida y no se meten en problemas, tendrán la oportunidad de una jubilación segura”.

Lo que está sucediendo es justo lo contrario. La gente trabaja pero no gana lo suficiente para tener una vida digna. En Michigan, pero también en Madrid o en Países Bajos.

El miedo debe hacerse sentir en el cuerpo

Es difícil que la gente entienda el costo asociado a un discurso político. En Argentina, muchos votantes de Milei eligieron a un político que prometía ajustarlos, echarlos de sus trabajos, subirles el precio de los servicios, y tratarlos como productos descartables. De lo supuestamente bueno que tenía para ofrecerles, dijo que llegaría en 15 o en 45 años, que “sus hijos van a vivir maravillosamente bien”.

Muchos de ellos fueron advertidos en numerosas ocasiones, pero primó la necesidad de vivirlo en carne propia, probar con el cuerpo si era verdad o no lo que decía (Milei), lo que decían (los opositores) de él. Es como si fuera una parte constitutiva de la compra (de la elección del producto partidario): vivir lo que prometieron o ver qué gusto tienen sus promesas.

En España y Europa en general, pasa algo parecido a lo que sucedió en Argentina. La gente está insatisfecha con la política, con los partidos de derecha, y también los de izquierda. Nadie parece poder darle respuesta a sus demandas; y no solo a aquellas exacerbadas por la fiebre del consumo, sino otras más elementales y cercanas como gozar de los mismos beneficios de sus padres: una casa, un trabajo buen pago, la idea real de progreso.

En ese marco, muchos están dispuestos a votar a la ultraderecha, a vivir con el cuerpo el costo de sus políticas. Otros, como Isabel, que son más conscientes del costo, prefieren abstenerse. “Si el número de la abstención es verdaderamente alto, quizás la izquierda se de cuenta de que tiene que hacer más por sus votantes”.

DM

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