11
Hace unos días mi analista me dijo —luego de advertirme que estaba por usar un lenguaje de freudiano anticuado que solo desplegaba en confianza— que las mujeres no tienen sentimiento de culpa. Le dije que eso era totalmente cierto, así que no ahondamos en el tema y pasamos a otra cosa, pero después conversando con mis amigas lo repensé de una manera que anoto aquí porque viene al caso y para acordarme de decírselo la semana que viene: las mujeres sí sentimos culpa, pero no nos paraliza como les sucede a los hombres. Hacemos lo que queremos o lo que tenemos que hacer con la culpa al lado, como una madre que va con su hijo al banco o al supermercado o a cualquier trámite.
Horas antes de la sesión había estado paseando por el barrio al que llamo mi barrio aunque van a ser diez años que ya no vivo ahí con el periodista Julio Leiva, para mostrarle algunos lugares de mi infancia con la excusa de una serie que escribí y se acaba de estrenar. Mientras buscábamos en vano una esquina un poco menos ruidosa que todas las esquinas ruidosas sobre las que yo tenía algo para decir le comenté, con una sonrisa, que es una suerte que el Once sea inmune a la gentrificación: pasan los jefes de gobierno, pasan las inmobiliarias, quedan los carteristas. El barrio ha cambiado pero nunca termina de cambiar, nunca deja de ser un quilombo ni una caja de resonancia de lo que pasa en el país, lo que pasa en el país de verdad, no lo que nos gusta mostrarles a los turistas, esos edificios franceses de la Recoleta que compartimos en Instagram con leyendas como “te amo Buenos Aires”, como si amáramos a Buenos Aires cuando y porque se parece a Europa. Me hace feliz, pero se ve que cuando hablaba con mi analista olvidé contarle que también me hace sentir culpable, aunque sí, es una culpa que no me lleva a hacer ni dejar de hacer nada: es raro entusiasmarse con la permanencia de un barrio en el que ya no vivo, un barrio que uso en todo lo que escribo pero cuyo quilombo ya no tengo que sufrir. Es cómodo reivindicar la autenticidad del Once desde mi Villa Crespo tranquilo al que vuelvo caminando a cualquier hora. Extraño el ruido, por supuesto, y todas las veces que vuelvo al barrio pienso que de verdad debería volver al barrio, y la mitad de esas veces me pasa alguna cosa que me recuerda que no, no es probable que eso pase en un futuro cercano, y que incluso si pasara sería en la mejor de las cuadras, en el más bonito de los PHs reciclados y —sobre todo— con los recursos para tomarme un taxi cada vez que quiero y disfrutar de todas esas cosas que al Once no llegan. Mi mamá, en cambio, que todavía vive en el departamento en el que crecí en el corazón del barrio y tiene el consultorio a pocas cuadras, me cuenta contenta cuando abren una vinería o un sushi decente. El mismo ejemplo —literalmente el mismo: una señora del barrio que se alegra por la apertura de un restaurante de sushi— encuentro en el libro There Goes the Hood: Views of Gentrification from the Ground Up, de Lance Freeman, un especialista afroamericano en planificación urbana que hace un par de años publicó esta investigación sobre los modos en que los habitantes de dos barrios negros gentrificados de Nueva York interpretaban los cambios que habían transformado sus lugares. Pensé que era algo que tenía que ver con la especificidad de América Latina, pero no: aparentemente, la gentrificación es un fenómeno que es mejor y peor de lo que la gente cree para los habitantes de los espacios que se gentrifican. Freeman no hace una reivindicación; señala, de hecho, muchas cosas que empeoran la vida de los habitantes históricos de un lugar cuando ese lugar empieza a ser colonizado por el consumo y la clase media (que no son necesariamente las que la bibliografía previa tiende a enumerar: Freeman afirma, por ejemplo, que la extendidísima idea de que la gentrificación desplaza a los habitantes previos tiene menos datos que la apoyen de lo que se podría esperar), pero también recoge testimonios que demuestran que las personas se alegran de tener mejores supermercados cerca, más presencia policial y servicios de entretenimiento que antes hubieran sido impensables. Lo importante es, claro, el final del subtítulo del libro, “from the Ground Up”, desde abajo: que el punto de vista tomado sea efectivamente el de los habitantes originarios del lugar y no el de la clase media blanca nostálgica que extraña vidas que jamás habitó.
Quizás llevo demasiadas columnas y demasiados años de mi vida pensando en la nostalgia, pero creo que es una exploración sobre nuestra relación emotiva con el tiempo que vale la pena, y que la nostalgia sobre la que anduve meditando estos días es un fenómeno específico, atravesado por la clase y el privilegio. Tal vez no es nostalgia la palabra para pensar en el lamento de otras personas por la desaparición de formas de vida que nunca llevaron ni llevarían: puede que haga falta otra palabra, alguna relacionada con el concepto de museo, la voluntad de preservación. Recuerdo textos sobre multiculturalismo que leía cuando iba a la universidad, que hablaban de antropólogos y filósofos lamentando la pérdida de religiones o costumbres ancestrales que ellos jamás elegirían para sus propias cotidianeidades: la idea de que otras personas —pobres, mujeres, religiosos, indígenas— tienen el deber de preservar sus mundos para el consumo pintoresquista de otras personas. Yo misma pienso con melancolía en la pérdida de cierta forma del judaísmo secular, cosas que veo en las películas de Woody Allen y me divierten, al tiempo que tengo clarísimo que si alguna vez fuera a tener un hijo jamás lo criaría en nada que lo haga sentir siquiera el mínimo atisbo de obligación de creer en algo. Me vienen a la mente también músicas y literaturas que quiero que alguien sosteniendo aunque yo no esté dispuesta a sostenerlas; es como si me estuviera haciendo un estruendo en la cabeza el ruido entre la creencia del deber de la humanidad de sostener algún patrimonio cultural y la certeza de que para que eso sucede tiene que haber personas reales que hagan carne ese deber.
Mi nuevo lugar favorito del Once es Ada, el café de especialidad que abrió en Tucumán y Pasteur. No solamente todo es riquísimo: por cómo está dispuesto en la esquina, es ideal para sentarse con el cuerpo hacia afuera y mirar el barrio pasar. El bar, además, está conectado con el barrio y su vida: no paran ahí solamente los diseñadores hipsters que vienen a comprar telas —que históricamente, de cualquier modo, fueron siempre una parte del barrio también— sino comerciantes y trabajadores que prueban con curiosidad y satisfacción las novedades que allí les sirven, y también las delicias más tradicionales, como los dulces sefardíes de Helueni que a veces hay en el mostrador. El dueño me dijo el otro día que tenía ganas de hacer alguna acción artística coordinada con las persianas que se cierran todos los días a las seis, y el viernes aún más temprano; hay muchas que están cerradas casi siempre, además, como la de la vecina de enfrente que hace ya semanas que no abre porque tiene al marido enfermo. Le pregunté qué hacía falta y me dijo que suponía que no mucho, hablar con los vecinos y los artistas. Le dije que si iban a estar todos de acuerdo seguro se podía hacer así nomás, claramente, pero que quizás podíamos intentar hablar con alguna autoridad, subirle el perfil al asunto, quizás conseguir una guita. Le gustó la idea, le dije que si necesitara un contacto me avisara y me quedé pensando en cuándo me convertí en esa persona con menos ganas de hacer algo clandestino y canchero que de conseguir plata para todos los que juegan, y si está bien, o si está mal, si es la vejez o el cansancio de la precariedad.
TT
0