Agua, fuego
Van a leer, si tienen ganas, dos historias. Una, que ya conocen, es una abreviación glosada, quizás comentada, si me dan ganas por el camino, del lesbicidio de la calle Olavarría de Barracas.
La palabra “lesbicidio” estuvo en discusión en estos días. La disputa fue ridícula porque tuvo lugar para dirimir si la palabra figuraba o no figuraba en el diccionario de la Real Academia Española (RAE), institución carcamanesca que patrulla con drones el idioma con el que nos han honrado Jorge Luis Borges y Marcelo Bonelli.
Fue un error, de los que se cometen habitualmente durante las cansadoras luchas del lenguaje que necesitan la anuencia de la Autoridad. ¿Qué habría ocurrido si “lesbicidio” no se hubiera hallado en el diccionario de la RAE? ¿Por no existir la palabra no habría existido el hecho de la calle Olavarría?
Si vamos a entrar en la variante que impuso el “Chiquito” Feinmann, quien cada vez que utiliza una palabra un poco menos trillada que aquellas 20 o 30 con las que le machaca los sesos al espectador cautivo de LN+, no se va a poder hablar de nada nunca más en la vida. Sí se va a poder, en cambio, hablar como enciclopedias, como diccionarios para no decir nada a cambio de decirlo “correctamente”.
En las discusiones nacionales a través de personas con traje delante de las cámaras, hubo alguien llamado Mariano Grondona, que les daba a sus parlamentos televisivos de hace varias décadas un brillo de cuero, como si lamiera una bota, recurriendo a los diccionarios etimológicos. A cada palabra que pronunciaba, le seguía como una estela de grasa una descripción de la raíz y la desinencia que la habrían ensamblado en las factorías de la antigua Roma o la antigua Atenas.
La restauración iba acompañada de ejemplos blancos sobre lo genial que eren los sistemas políticos hace dos mil años, más un set de promo con citas de Platón, Sócrates, Pitágoras, Sófocles, Cicerón, Séneca, Aristóteles Onassis y Eros Ramazzotti. Una verdadera máquina de extrapolar cualquier cosa que se moviera, con el objetivo de acomodarse en el trono del Prestigio.
Para recrear un grondonismo de esta era, llevando la vulgarización del lenguaje a niveles peligrosos, imaginemos este infierno: alguien lee el significado que le da el diccionario a cada palabra que pronuncia. Por ejemplo: “Imaginemos (según la RAE: ”acto de suponer algo a partir de ciertos indicios...“) este (según la RAE: ”pronombre demostrativo que solía escribirse con tilde...“) infierno (según la RAE: ”en la doctrina tradicional cristiana“). Recontra digamos y recontra mil o sea... estaríamos entrando al enloquecimiento del sentido por el tubo de la represión.
Si no hubiese existido la palabra “lesbicidio” habría que haberla inventado en el momento en el que Fernando Barrientos incendió a cuatro mujeres matando a tres en agonías indescriptibles, para luego intentar sin suerte cortarse el cuello con una sierra.
Esto que cuento, lo estoy contrabandeando del artículo que escribió Mar Centenera para El País de España, y que hiela la sangre. El título, en una desesperada expresión de un deseo social que debería estar, pero falta, dice que el hecho “conmociona a la Argentina”. Lamentablemente, no es cierto. No hay ninguna conmoción. Y si nos pusiéramos a investigar, en las profundidades en las que hibernan los sentimientos nacionales encontraríamos indiferencia (en el mejor de los casos).
En la escena anterior a la molotov que ardió en el panal de la calle Olavarría (sigo extrayendo datos del artículo de Centenera) tenemos a dos parejas de mujeres, hacinadas en una habitación sin baño a cambio de $50.000 mensuales. En realidad, teníamos. Patricia Cobbas, Mercedes Figueroa y Andrea Amarante, murieron. Sobrevivió Sofía Castro Riglos. Las nombro porque, de lo contrario, parece que el daño no estuviera hecho del todo.
Los $50.000 mensuales, $12,5 mil por cabeza, son datos que no deberían pasar desapercibidos por su modo de manifestar un estado material de las cosas; tampoco que Barrientos era vecino de habitación de sus víctimas, con las que de alguna manera convivía de dos formas: por contigüidad, y por pertenecer a un universo económico común. Y si sirve de algo contar de dónde sale lo que se escribe cuando (aparentemente) se lo detecta, creo que en este caso estas últimas oraciones obedecen al hecho de que hace un instante acabo de escuchar en el transporte público que una chica le grita a otra de su misma condición social: “¡boliviana!”, a modo de insulto, amenaza y discriminación transversal.
Hasta acá hemos tenido un parraferío sobre lo conocido al que podemos e incluso debemos colocar en correspondencia con el elemento fuego. A partir de acá, seguirán los correspondientes al elemento agua, que versará sobre hechos desconocidos para ustedes.
En el año 1981 o 1982, una pareja de chicas se besan en la Plaza Eusebio Marcilla, frente al Club Junín, en la ciudad de Junín (y, sí: no va a ser el Club Junín de Pergamino). Lo hacen en un banco de plaza de tablas de madera y soportes de cemento pintados a la cal. Son las 7 de la tarde o las 8 de la noche. Estamos en un día de verano. El aire es puro. En las primeras oscuridades despuntan las extinguidas luciérnagas. El núcleo de la armonía del universo se presenta allí para decir que la pampa argentina es al Paraíso de la calma.
Unos adolescentes salen en grupo del club. Es una estampida, una fuga nuclear. Acaban de nadar y jugar al básquet, al truco, al fútbol, al tenis, a la pelota a paleta. Inconformistas con la combustión de sus humanidades deportivas, patean una pelota, se hacen bullying, gritan y ríen inmortales. ¿Las chicas? Están ahí, abrazadas y a la defensiva. ¿Molestan? No. ¿Hablan? Tampoco. Están en un proceso de “trágame tierra”. Sin embargo, uno de los chicos las insulta enardecido. Lo hace porque no le va a pasar nada. Así de gratuito es el acto. ¿Qué les dice? Han pasado muchos años, y nadie lo recuerda. Quizás les dijo “putas” o “tortilleras”; o peor: “putas tortilleras”.
Enfrente, el hombre encargado de mantenimiento del club al que vamos a llamar Peña (porque era Peña), está baldeando la vereda. Entonces, carga un balde, cruza la calle y baldea a las chicas. Cualquiera en Junín sabe que ese es el procedimiento que se utiliza, yo diría en vano, para despegar a los perros abotonados. Es, en todo caso, un método destinado a la separación. Si estuviese destinado a impedir la unión habría que baldear antes, ¿no?
Los chicos celebran la ocurrencia abortiva de Peña como si fuese un gol. Las chicas se van. Yo, que estuve ahí, también festejé. Por fuera. Por dentro, no. Por dentro no entendía la escena, y sigo sin entenderla, y la recuerdo ahora bajo el incendio de la calle Olavarría. ¿De qué cuevas de la mente surgió la fuerza para imaginar, ejecutar y celebrar esa humillación “espontánea”?
Lo cierto es que, de pronto, en el banco donde las chicas se habían estado besando unos minutos antes, ya no había nadie, y nosotros tuvimos más “espacio vital” para seguir con nuestra felicidad.
JJB/MF
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