El fin del amor en Manhattan
Vi Sex and the City varias veces en la vida; la primera, salteada, como veíamos en las series en los 90, cuando agarraba algún capítulo en el canal de Cosmopolitan; de adolescente ya en la etapa de los DVDs, después en torrents y ahora la estoy viendo en Netflix, junto a mi novio que la está mirando por primera vez (y que tiene de poca a nula información previa sobre el asunto). Para mí es entonces algo así como el tercer encuentro con la serie, pero es el primero teniendo la edad de sus protagonistas; es el primero, también, desde que escribí un libro de ensayos sobre sexo en la ciudad, y también el primero desde que tengo una columna semanal. Yo no vivo en Nueva York y escribir sin dudas no paga lo que pagaba en esa época, así que no uso esa ropa ni llevo ese tren de vida; pero fuera de eso, realmente, para bien o para mal, poca gente debe tener más números que yo en el bingo de ser Carrie Bradshaw.
Así y todo, yo esperaba que la serie se me viera un poco más vieja; incluso que me resultara aburrida, como me pasa con muchas cosas que recuerdo con cariño pero ya no me causan gracia veinte años después, o si me causan gracia es por buena voluntad, pero no me resuenan, ni me hablan de mi vida y mi mundo; nada más lejos de lo que sucedió. Los primeros minutos de Sex and the City cuentan la historia de una periodista británica que emigra a Nueva York y conoce a un tipo que trabaja en inversiones en la apertura de una muestra en una galería de arte: se enamoran perdidamente, conocen a los mutuos amigos e incluso empiezan a ver casas para mudarse juntos. La noche en que él iba a presentarle a sus padres ella está trabajando y él la llama: que su madre se siente mal, que lo dejan para otro día, otro día que finalmente nunca llega. Él la va dejando de llamar, ella se da cuenta y le pide explicaciones, pero es evidente que el tipo no piensa volver a verla. “No entiendo”, le cuenta ella llorando a Carrie, “en Londres, mirar casas juntos hubiera significado algo”. Pobre, dice Carrie en off: “nadie le avisó a esta chica del fin del amor en Manhattan”. Lo único de todo esto que queda viejo es lo de poder comprarse una casa; lo demás, sencillamente, es la historia de lo que hoy llamamos ghosteo, eso que la gente de cincuenta te dice que en su época no existía.
Mi novio, entonces, que ve la serie por primera vez y tampoco tiene mucha idea del impacto cultural que tuvo Sex and the City en la generación de chicas que la vieron, me pregunta si las cosas fueron siempre así o si efectivamente hoy una serie de los 90 nos resuena más de lo que nos hubiera resonado en 2008 no solo porque ahora tengamos los treinta y pico que tienen los personajes, sino sobre todo porque hay un regreso de ciertos valores éticos y estéticos. Creo que tiene algo de razón; lo pensé, sobre todo, porque más o menos por los mismos días en que subieron Sex and the City a Netflix se cumplieron doce años del primer episodio de Girls, la serie de Lena Dunhan en HBO que también seguía la vida de cuatro solteras, pero ya en una Nueva York más woke y post crack financiero de 2008; post Giuliani y post gentrificación también, una Nueva York en la que por primera vez en décadas, probablemente, los hijos estaban ganando menos que los padres y consumiendo los recursos familiares en lugar de multiplicarlos. El dinero me pareció siempre la diferencia más central entre una serie y la otra, pero ahora que veo Sex and the City me doy cuenta de que es más una cuestión de acentos: anoche, sin ir más lejos, vi un capítulo en el que a Carrie le cortan la tarjeta y decide quedarse en casa el viernes a la noche porque no le dan los fondos para andar comiendo afuera hasta que una amiga medio escort la llama y le dice que le va a invitar todo, que no se preocupe (lo de tener amigas medio escort, también: mucho más probable ahora que en 2010). Sex and the City hablaba de un mundo más próspero, es cierto; pero también de un mundo donde se tematizaban ciertas cosas y no otras, un mundo en el que ser un artista medio empobrecido no tenía ningún glamour porque lo único que tenía glamour era el glamour; pienso que tanto allá en los años de Obama como aquí en los del kirchnerismo fue distinta nuestra relación simbólica con el derroche y con la frivolidad, y que probablemente eso también se vea en nuestras relaciones sexoafectivas. Se podían producir las mismas atrocidades, las mismas banalidades, las mismas desconexiones y los mismos egoísmos, pero nadie estaba orgulloso de eso; al menos había que actuar otra cosa. También había otra relación con la sinceridad, sobre todo en lo que respecta a las desigualdades. Seguramente había tantos mantenidos en Nueva York en 1990 como en 2010 (o un número suficientemente parecido, sobre todo entre artistas y creative types), pero parte del ethos millennial tiene que ver con ponerlo sobre la mesa: en el primer capítulo de Sex and the City hay un ghosteo, entonces, y un sinceramiento sobre las mil desventuras que tienen que atravesar las mujeres en Manhattan; el primer capítulo de Girls, en cambio, muestra a los padres de la protagonista Hannah Horvath diciendo que se cansaron de pasarle plata para que juegue a ser escritora y va a tener que encontrarse un trabajo de verdad. El sinceramiento, en Girls, es más sobre la buena suerte que sobre la mala, y ahí radican en parte su grandeza, su inteligencia y su sutileza para pintar una época y una subjetividad.
Pienso otra cosa, también, y es que el tercer cambio principal de Sex and the City a Girls, además del empobrecimiento del mundo y la autoconciencia del privilegio, es el tono. Girls jamás es solemne, pero sus personajes a veces sí lo son: Girls habla de la famosa generación de cristal (la mía), las que nos tomamos cada desencuentro amoroso como una desgracia transatlántica, las que queremos tener tres novios por semana y llorarlos como las chicas de las novelas lloran a maridos muertos después de cuatro décadas de matrimonio. Sex and the City empieza con una historia de ghosteo, y una chica llorando por eso (a la que no se trata de tonta ni de loca), es cierto; pero la serie se ríe de eso, y todo indica que la chica ghosteada se estará riendo pronto también. Supongo que mientras intentamos aprender a ser mejores y no repetir los noventa podríamos al menos tomar de ellos la lección de la liviandad, y repetirlos más como farsa y con menos hambre de tragedia.
TT/DTC
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