Los Bee Gees y eso de andar dejando corazones rotos
Lo dijo por acá Martín Rodríguez en una de sus columnas dominicales: por algo impensado hasta muy poco tiempo antes (y no por falta de imaginación, claro está), 2020 fue el año de la pérdida generalizada: “Algunos más, otros menos, otros rompiendo por abajo lo que no respiraba por arriba. Algo muy igual para una sociedad muy distinta. Pero a la vez algo igual para todos: perder”.
Desarticulados, torpes, arrasados, en un intento de control de daños que todavía es temprano para cuantificar, cada cual pareciera atender su juego en la esquina del ring que le tocó (los labios morados, la toalla sobre los hombros, los párpados como buche de sapo, alguna ceja rota).
En cualquier caso, desde que suene la campana de este 2021, habrá que levantarse del banco y volver con cautela a la acción.
Como cada viernes, entonces, van algunas sogas para sostenernos, aunque sea por un rato, en la aparente tranquilidad después de la paliza.
1. The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart. Una radiografía minuciosa y delicada para una de las bandas más exitosas del pop de todos los tiempos y todos los mundos (la película, justamente, retrata eso: cómo el grupo se va adaptando a las décadas, o mejor, cómo ellos van convirtiéndose en el sonido de cada época gracias a su enorme talento).
En el documental The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart (HBO, 2020) el director Frank Marshall viene a hacer justicia para esta banda de hermanos, que además de construir su propio suceso, resultó de gran influencia para la música que vino después.
Muchas veces despreciados o reducidos solamente –¡como si fuera poco!– a un grupo dedicado a la música disco por la repercusión de la banda de sonido de la película Fiebre de sábado por la noche que supieron conseguir a fuerza de canciones poderosas, faltaba un reconocimiento de este tipo que mostrara todas las facetas de un grupo inclasificable, con canciones tan diversas y profundas como You Should Be Dancing, How Deep Is Your Love, Jive Talkin', How Can You Mend a Broken Heart o Massachusetts, por citar apenas un puñado de mis preferidas.
Para eso, además de un recorrido exhaustivo por la carrera de los hermanos Gibb, con imágenes de archivo impresionantes en su textura y en su cantidad, el documental cuenta también con testimonios de músicos de todos los tiempos.
De Eric Clapton a Noel Gallagher; del líder de Coldplay, Chris Martin, a Justin Timberlake, todos tienen algo para destacar de la magia de los Bee Gees, de la imagen que proyectaron al mundo del pop, de su forma particular de componer canciones.
Otro hallazgo del documental, además de mostrar testimonios que dan cuenta discretamente de algunas internas familiares, problemas de adicciones de los miembros de la banda, muertes repentinas, es una suerte de disección del sonido de algunos de sus hits que van haciendo tanto los Bee Gees como los músicos que los acompañaron en su carrera.
En el medio, un mundo de melenas, de camisas abiertas, de dientes impolutos y trajes brillantes, de barbas, de bronceados permanentes, de falsetes, de hits imbatibles, de cuerpos que no pueden parar de moverse. Y también de corazones rotos que buscan –qué mejor que la música– algún tipo de reparación.
The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart es una producción original de HBO, con dirección de Frank Marshall. Dura 111 minutos que se pasan volando a puro ritmo.
2. Castillos. En esta liana hay un poco de trampa y otro poco de envidia a los pueden tomarse que se tomen unos días de descanso en esta época. Así que vamos con un libro que cuenta la historia de Julián, Elvira y sus dos hijos pequeños –una familia joven y bastante tradicional, no me acuerdo si el libro lo menciona o yo me los imaginé así: podríamos ubicarlos como buenos vecinos del barrio porteño de Colegiales– que decide irse de vacaciones a un pueblo de playa en Uruguay.
Todo es calma, en apariencia, todo es descanso y vida familiar en ojotas, al lado del mar, hasta que eso que parece de lo más vulgar se va enrareciendo con el correr de los días.
El propio relato, escrito en tercera persona aunque muy pegado al punto de vista de Julián, describe esa sensación inquietante que se despliega a medida que aparecen personajes del pueblo muy particulares y situaciones que ponen al protagonista en estado de alerta: “Lo siniestro era que lo cotidiano, armado con tanta perseverancia, por contraste, se les volvía absurdo frente a la vida que se hacía sola”
Castillos (Entropía, 2020) es la primera novela del escritor Santiago Craig (que es autor de varios libros de cuentos, mi preferido es Las tormentas, también de Entropía, de 2017) fue una de las novedades editoriales locales más interesantes del año que se fue, quizá por su escritura llena de epifanías y de descripciones medio alucinadas.
Un asterisco, ya que estamos en el género “vacaciones que se van un poco al tacho”. Estoy leyendo con mucho placer Vida de lago de David James Poissant (Edhasa, 2020).
El autor ya había deslumbrado con su volumen de cuentos El cielo de los animales (Edhasa, 2015) y ahora acaba de publicar esta novela que cuenta una suerte de último verano de una pareja estadounidense que, en plan de jubilarse, decide reunir a sus hijos y a sus parejas para darles un anuncio inesperado: van a vender la casa que tenían frente a un lago donde solían pasar las vacaciones en familia.
Un accidente impactante (no spoileo) cambia los planes de todos y a la vez empieza a revelar que cada uno de ellos está atravesando una especie de derrumbe personal. Una buena opción de lectura para estos días de atención dispersa entre fiestas: son capítulos cortos que enganchan desde el principio por una prosa llena de observaciones sagaces y diálogos filosos.
3. Me voy a comer el mundo. Fue una boya durante los días de encierro más duro por la pandemia: todas las noches, cerca de las 22, en el canal El Gourmet pasaban alguno de los capítulos viejos del programa que conduce la española Verónica Zumalacárregui, con ella mostrando la gastronomía de distintas ciudades del planeta.
Me voy a comer el mundo es un ciclo decididamente ameno, con recorridos por las calles, los mercados, los restaurantes y las cocinas particulares de distintos países en el que la conductora siempre tiene un guía local que le enseña las particularidades de la comida de cada lugar. Ella pregunta, prueba, pone caras de asco cuando algo no le gusta, les abre la heladera a los huéspedes para ver qué alimentos particulares conservan adentro.
El efecto que se producía durante la cuarentena total, a fuerza de repetición de esas caminatas –de Grecia a Estambul, de Montevideo a la Costa Amalfitana en Italia– era el de la ñata contra el vidrio aspiracional, de eso que podíamos mirar pero no hacer (ni viajar, ni ir a casas de otros, ni estar entre multitudes).
Con el paso de los meses, la propia conductora debió recluirse en Madrid y decidió grabar capítulos especiales en los que se conectaba mediante videollamada con los guías que la habían recibido en su momento en sus ciudades, ellos mismos ahora también confinados. No fueron tan interesantes esos capítulos en los que, como les ocurre hasta hoy a varios en sus vidas cotidianas, se multiplicaban las pantallas, los espacios cerrados, los monosílabos por temor a la inestabilidad en las conexiones.
Por suerte el canal anunció que desde el 6 de enero se podrá ver una serie de nuevos episodios que la periodista y viajera grabó recientemente en la región francesa de Provenza.
Entre otras cosas, anuncian que visitará Avignon, donde va a probar ostras y vinos. También la esperan sopas, pestos y un ratatouille que los espectadores, ilusionados con esa especie de ventana al mundo temporal, podrán disfrutar desde sus casas.
Me voy a comer el mundo: Provenza se podrá ver desde el 6 de enero por la pantalla de El Gourmet.
4. Sound of Metal. “Hacia las colinas / de la oscuridad / mi carroza mueve / sus ruedas de metal”, canta Pappo con Riff en 1981. Algo de ese trayecto de la canción Ruedas de metal que le da nombre al disco debut de la banda –ese ir hacia lo incierto o hacia lo más o menos inesperado que caracteriza a cualquier héroe– es lo que le ocurre a Ruben (Riz Ahmed), el baterista de rock que protagoniza la película Sound of Metal que acaba de estrenarse por Amazon Prime.
Porque al comienzo todo es ruido: en las primeras tomas lo vemos como hipnotizado por su tarea, con la mirada perdida, desplegando todo lo que sabe con su batería ante un público fiel y monótono, en un terreno conocido. Eso que pasará una y varias noches mientras dure la gira que está haciendo con su novia Lou (Olivia Cooke), cantante de la banda, con quien comparte una casa rodante que los transporta por las rutas de los Estados Unidos.
Pero siempre hay un pero, un “hasta que”, un abismo. En el caso de Ruben, ese momento aparece cuando se da cuenta de que dejó de escuchar. Así, sin más: no puede oír lo que le explica su novia, lo que le aconseja un farmacéutico, lo que le dicen por teléfono. Su vida es otra para siempre.
Desde ahí la historia les propone a los espectadores transitar junto con el protagonista ese desierto sonoro que es la pérdida de audición abrupta (el director Darius Marder se encarga de anotarlo con elegancia: en cada toma, los sonidos se aproximan a eso difuso que llega a los oídos de Ruben para meternos a todos en clima).
Después llegarán las decisiones que tiene que tomar en medio de la desesperación, el descubrimiento y un volver a empezar devastador y también cautivante.
Riz Ahmed, que ya había hecho un papel notable en la serie The Night Of (otra liana muy a mano para quienes no la vieron: está en la plataforma de HBO), se destaca acá por mostrar, con pocos gestos, un tipo de angustia muy particular. Esa que provoca la fragilidad de un cuerpo –en este caso, el propio– que muta.
Sound of Metal, dirigida por Darius Marder, con Riz Ahmed y Olivia Cooke, está disponible en la plataforma de Amazon Prime.
¡Hasta la próxima!
AL
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