El arte de la obsesión
El talón de la pierna izquierda, situado detrás de la derecha inmóvil, sube y baja rítmicamente. El brazo derecho se eleva lentamente y luego desciende. Luego el izquierdo repite el movimiento. Después el vientre se suma a la pulsación del talón izquierdo y unos instantes después ambos brazos, lentamente, se superponen a ese latido. La expresión de la cara es hierática. Así comienza una de las escenas de baile más famosas de la cinematografía, aquella en que todos los personajes que habían participado de la película miraban a Jorge Donn bailar el Boléro de Maurice Ravel, (mal) intervenido por Francis Lai. El film, Los unos y los otros, es de 1982 y fue dirigido –como casi siempre al borde de la cursilería– por Claude Lelouch.
La coreografía, de Maurice Béjart, había sido compuesta especialmente para la bailarina Duska (Dusanka) Sifnios, que había ingresado a la compañía Ballet del Siglo XX en 1960 y estrenó la obra en enero de 1961.
La música, compuesta por Maurice Ravel en 1928, se convirtió rápidamente en un hit, para sorpresa de su autor. Inspirada “en la idea de una fábrica”, pensada “como un experimento en una dirección muy especial y limitada” y definida por él como “tejido orquestal sin música”, el Boléro es, eventualmente, la obra más extraña que pueda imaginarse. Y su sorprendente modernidad viene a cuento de una grabación que acaba de publicarse, dirigida por uno de los grandes conductores del momento, François-Xavier Roth, al frente de la orquesta Les Siècles, que él fundó. Allí, la velocidad es la que Ravel deseaba, las dimensiones de la orquesta se asemejan a las del estreno y los instrumentos (incluyendo violines, violas, cellos y contrabajos con cuerdas de tripa y antiguos bronces franceses de finales del siglo XIX) son los que el compositor tenía en mente al escribir este obra en que, en sus propias palabras, no hay otra cosa que la orquesta. Los tres solos de saxo –tenor, soprano y sopranino– nunca se escucharon así, en todo caso, y esta lectura restituye, además, las castañuelas y tambores de la versión original.
“No debe sospecharse que apunta a lograr algo diferente o algo más de lo que realmente logra”, le dijo Ravel a Michel-Dimitri Calvocoressi. “Compuse el Boléro para orquesta a pedido de Madame Ida Rubinstein. Es una danza en un tempo muy moderato y absolutamente uniforme en cuanto a la melodía, armonía y ritmo, el cual es marcado incesantemente por el tambor”, escribió el compositor en una escueta autobiografía. “El único elemento de variedad lo aporta el crescendo orquestal”. Y para ponerlo en escena de una manera aun más clara utiliza el recurso de la modulación –pasar de una escala y centro tonal a otro–, esencial a la idea de desarrollo y de riqueza musical durante casi dos siglos, casi como un chiste, yendo de Do Mayor a Mi Mayor unos veinte segundos antes del final: un acorde disonante y una especie de derrumbe .
Una de las dos obsesiones de Maurice Ravel en relación con esta composición tenía que ver con la velocidad. Toscanini, el primero que la dirigió como obra de concierto, al poco tiempo de sus estreno como pieza de ballet, la había despachado en menos de 14 minutos, lo que le parecía “un tempo ridículo”. Él hablaba de unos 17 minutos pero en 1930 realizó una grabación y su tiempo fueron 15.50. Piero Coppola, que registró el Boléro con su supervisión, lo hizo en 15:40. En la partitura hay una indicación metronómica tachada, “negra=76” (o sea 76 pulsos en un minuto) y reemplazada por “negra=62”, que es la indicación escrupulosamente respetada por Roth y que hace que la pieza dure 15 minutos con 16 segundos. El otro malentendido que Ravel se ocupó de tratar de disipar era el de su supuesta españolidad: “No debe ser pintoresca y no hay ninguna intención de que se convierta en una postal turística”. Y aclaraba, por si hiciera falta: “Salvo el ritmo, y cierta idea de monotonía, que tiene que ver con las melodías árabe-andaluzas, aquí no hay nada de boléro”.
La bailarina Ida Rubinstein era una rica empresaria que competía, al frente de la compañía que llevaba su nombre, con los famosos Ballet Russes de Sergei Diaghilev, del que había formado parte en la juventud. La coreografía del Boléro le fue encargada a Bronislava Nijinska y Rubinstein, que en 1928 tenía 42 años, decidió volver a bailar en público. El escritor cubano Alejo Carpentier, que en ese entonces, a los 24 años, vivía en París, asistió al estreno. “Cometió el error de creer que su talento de mímica le permitiría abordar nuevamente la danza —fue danzarina hace muchos años—, sin peligros”, escribió.
Hubo, en rigor, muchas nuevas coreografías del Boléro y muchas de ellas –incluyendo la de Béjart– tomaron la idea original de una bailarina –o bailarín– sobre una mesa. Fue una de las pocas obras que Ravel escribió especialmente para orquesta –la mayoría fueron orquestaciones de piezas compuestas originalmente para piano– y una de sus últimas creaciones. No se sabe casi nada de su vida privada y es muy poco lo que se sabe de su muerte y, sobre todo, del motivo por el que después del Boléro apenas creó tres obras, los dos conciertos para piano (el Concierto en Sol y el Concierto para la mano izquierda, ambos de 1929) y el Quijote y Dulcinea de 1933. El año anterior había sufrido un fuerte golpe en la cabeza a causa de un accidente mientras viajaba en taxi. Algunos de sus amigos dijeron que tenía momentos de ausencia desde antes. Hubo médicos que diagnosticaron un tumor preexistente y otros que hablaron de deterioro mental, a secas. En 1937, a los 62 años, fue operado y, después de una breve mejoría, murió. El Bolèro, por su parte, tuvo extrañas sobrevidas: en 1939 fue grabado por la orquesta de Benny Goodman; en 1962 Gilbert Becaud lo utilizó como telón de fondo de la canción “Et manteinant”; en 1970 su ritmo insistente fue parte del tema “Lizard”, de King Crimson –y habría que pensar que mucha de la obra de Robert Fripp le está en deuda–.
DF
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