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El aumento de las penas no frena el delito

El crimen de Morena Domínguez, perpetrado en Lanús a cuatro días de las elecciones primarias, causó conmoción nacional y reavivó el debate sobre las políticas públicas contra el delito.

Marcos Aldazabal

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La muerte de Morena, de 11 años, tras ser asaltada cuando caminaba hacia su escuela, reflejó, una vez más, la falta de respuestas de la dirigencia política en materia de seguridad. Todos los partidos políticos suspendieron sus actos de cierre de campaña, a modo de duelo, pero, probablemente, también como forma de no tener que decir mucho sobre un crimen que salpica a todos. El mal manejo municipal es evidente ya en el hecho de que está en funciones un intendente interino, Diego Kravetz, debido a que el intendente electo, Néstor Grindetti, se tomó licencia para presidir un club de fútbol. La reacción de Kravetz ante el hecho consistió en señalar como responsable del delito a un chico de 14 años, pero la participación del menor fue desmentida rápidamente por la fiscal del caso. Al nivel del gobierno provincial el delito también representa un problema, dado que sucedió en jurisdicción de la policía bonaerense. En el plano nacional, está claro que el abandono de zonas carenciadas no puede escindirse de la situación económica del país. Ante la dificultad para dar explicaciones serias, lo que proliferó fueron los pedidos genéricos de justicia, fácilmente traducibles como “castigo a los responsables”.

Este tipo de reacción genérica no es una novedad. Hace tiempo que los principales partidos políticos convergen en discursos de mano dura ante los delitos más frecuentes en barrios carenciados: hurtos y robos (el garantismo penal aparece cuando hay que defender a algún empresario amigo o respaldar la violencia policial). Que la mano dura sea la respuesta, por ejemplo, del bullrichismo, no sorprende: al fin y al cabo, la suya es una plataforma expresamente de derecha. Lo que quizás sí es más llamativo es cómo dirigentes políticos con otras ideologías también se suben al tren punitivista en materia de seguridad.

La desesperación de Larreta por mostrar que su intransigencia con el delito es igual a la de Bullrich quedó clara cuando le dio el primer lugar en la lista de senadores por PBA a un candidato que defiende la pena de muerte. Otro exponente de que puede haber diversidad de enfoques en muchos temas, pero no en seguridad, es Martín Lousteau. El candidato a jefe de gobierno de la UCR se define como liberal de izquierda, pero propone una ciudad 100% vigilada por cámaras de seguridad: extraño el liberal que propone vivir monitoreado por el Estado. También en la CABA, Leandro Santoro propone mejorar la seguridad con “políticas de shock en zonas calientes”.

La derechización del discurso sobre el delito no es una excepción argentina. Hace tiempo que la criminología detectó cómo partidos en competencia comparten discursos de mano dura y cómo, en muchos casos, fue la izquierda la que llenó las cárceles. Blair y Clinton son los ejemplos clásicos. Una explicación posible de este fenómeno sería que la ciudadanía exigiera unanimemente más dureza penal: castigos más largos, más incapacitaciones, prisiones preventivas por motivos de seguridad. Sin embargo, los estudios disponibles desacreditan esa lectura. Cuando la gente participa en escenarios deliberativos en los que se le da información de calidad, suele pensar políticas públicas y leyes menos severas que las existentes. Además, cuando cuentan con la información real de una causa, las personas suelen ser menos críticas de la labor judicial que al leer los medios de comunicación. A esto se suma que la mayoría de las personas entienden que cuando alguien que delinquió tiene un valor asociacional alto (capacidad de reincorporarse a la sociedad) debe buscarse resocializarlo, y no excluirlo. Naturalmente, hay sectores que piden por soluciones de mano dura, pero nada indica que se trate de toda la población.

Otra explicación del enfoque punitivo hacia el delito por parte de la dirigencia política podría tener que ver con que, más allá de lo que piense la ciudadanía, aumentar el castigo penal funciona como respuesta al delito. Sin embargo, esto no es así. Los estudios empíricos sobre el tema reflejan que aumentar las penas no genera un impacto disuasivo relevante sobre el crimen. Además, el aumento de las tasas de prisionización que se experimentó a nivel mundial a partir de 1970 y que dejó atrás políticas de rehabilitación e inclusión no llevó a una baja del delito, sino más bien lo contrario. En este sentido, un paso por la cárcel excluye a una persona del sistema y le hace difícil reintegrarse a la sociedad al recuperar la libertad, lo que ya de por sí fomenta el delito, al tiempo que facilita la generación de vínculos criminales.

Pero si no es la presión ciudadana y ni la eficiencia de la mano dura, ¿qué fomenta la unificación del discurso político en el punitivismo penal? Una posibilidad es una mala lectura de la realidad. Esto se daría, por ejemplo, si la dirigencia política supusiera que todos pedimos más penas cuando no es así. Algo de esto puede haber, pero tiendo a pensar en que el punitivismo es consecuente con el debilitamiento del Estado, fenómeno que es evidente en la Argentina de hoy. La incapacidad del Estado para abordar muchas temáticas que en algún momento reguló con éxito es evidente. Por ejemplo, hace años que queda clara la incapacidad estatal, más allá de los gobiernos, para controlar la inflación o para redistribuir la riqueza.

En el plano educativo, la educación pública sigue siendo enorme, pero la educación privada, en todos los niveles, se ha convertido en una opción que consideran cada vez más sectores. Lo mismo sucede con la salud, donde la diferencia entre contar con una prepaga y no hacerlo es muy notoria. En este contexto, la seguridad es, quizás, el espacio en el que el Estado aun conserva un dominio más claro: a pesar de la proliferación de mecanismos de seguridad privada, como los barrios cerrados, todavía el Estado es el único que puede imponer un castigo penal y el único apto para brindar seguridad a gran escala. Solo en seguridad el Estado puede justificar con contundencia su existencia y decir “acá estoy yo y te voy a brindar un servicio que no puede brindarte otro”.

Esto, de todos modos, podría explicar por qué la seguridad suele ser un eje constante del discurso público, pero no por qué ese discurso es, a su vez, punitivo: lógicamente, podría enfocarse la seguridad desde otras miradas. Sin embargo, la explicación a la convergencia punitiva es parte del mismo problema: dar respuestas al delito alternativas a la mano dura y de probado éxito requiere una estructura estatal hoy no disponible. A nivel global, lo que más correlación tiene con la baja del delito es la inclusión económica y social: en sociedades con igualdad de oportunidades el crimen es mucho más infrecuente.

Cuando existe redistribución, fomento de la participación política genuina, educación y salud de calidad, planes de desempleo y herramientas similares el delito no es un problema

Cuando existe redistribución, fomento de la participación política genuina, educación y salud de calidad, planes de desempleo y herramientas similares el delito no es un problema. En cuanto a lo que hace específicamente a la seguridad (porque delito siempre hay) lo más eficiente son sistemas que priorizan una alta detección del delito y condenas cortas dictadas con rapidez: lo que disuade no es el miedo a una pena alta, sino el miedo a que te agarren (el caso argentino refleja bien por qué: podemos subir las penas todo lo que queramos, pero es difícil disuadir cuando menos del 1% de los delitos investigados judicialmente, que, a su vez, son muchos menos que los cometidos, terminan en condena). Esto se logra con policías y jueces provistos de recursos y altamente capacitados. Pero, claro, proponer que no haya más crímenes como el de Morena bajando la inflación, redistribuyendo y creando una justicia eficiente sería casi lo mismo como decir “voy a prevenir el delito arreglando el país”. Eso no está en el menú. Lo que por ahora pueden ofrecernos es caerle a los pocos que agarremos con todo el peso posible. Con esto, tal vez todavía nos convenzamos de que el Estado nos cuida y podamos dormir tranquilos un ratito más.

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