Si la guerra de Gaza no termina en octubre, Joe Biden pierde las elecciones el 5 de noviembre
De quién gane las elecciones presidenciales de EEUU depende cómo y si seguirán la guerra en Gaza y Ucrania. Y de la guerra depende quién será el ganador del martes 5 de noviembre. Cuál de los dos rivales se quedará de por vida sin segundo mandato en la Casa Blanca.
Ciego en Gaza
Algo es seguro: si en octubre no ha terminado la guerra del Estado de Israel contra Hamás en la Franja de Gaza, Joe Biden perdió su reelección presidencial. Por desafección de votantes demócratas que repudian el afecto, que a sus ojos nada consigue dañar lo suficiente, entre el octogenario inquilino de la Casa Blanca y el premier israelí que por 16 años ha gobernado en Tel Aviv y Jerusalén. Los votos que le permitirían reducir y acaso superar esa brecha que lo separa de un Donald Trump ya en ventaja. El ligero pero nítido favoritismo que las encuestas de intención de voto dan al ex presidente republicano no ha sufrido variantes desde que su precandidatura fue oficializada en las primarias en las que ya ha vencido a sus contrincantes que le disputaban la candidatura presidencial partidaria.
¿Alguien ha visto un voto (judío)?
El jueves, Joe Biden habló durante 30 minutos con el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. El tono fue tenso, informaron fuentes de la Casa Blanca. La muerte en Gaza de siete personas de la ONG World Central Kitchen, de resultas de bombas que cayeron sobre un convoy de esta ONG creada por el chef español José Andrés -que reparte comida en sitios donde falta a víctimas de guerras y catástrofes naturales-, eran el motivo y la justificación de la nueva severidad exhibida.
Cuando en 1996 Bill Clinton salió de su primer encuentro con Benjamin Netanyahu, el presidente norteamericano comentó al staff de la Casa Blanca sobre el entonces flamante siempre arrogante jefe de gobierno israelí: Who’s the fucking superpower here?
Las mismas vocerías de la Casa Blanca que hacían saber cuán vigoroso había sido por teléfono el Presidente también informaba, en simultáneo, por las mismas bocas del envío de 2 mil bombas adicionales a Israel. El mismo jueves 4, el secretario de Estado Antony Blinken -que es de familia judía y que como norteamericano y como judío, dijo, es que se había hecho presente en Jerusalén inmediatamente después de la masacre lograda por Hamás en suelo israelí el sábado 7 de octubre-, anunció que ahora “si no vemos los cambios que queremos, habrá cambios en nuestra política” con Israel.
El bombardeo del convoy humanitario ha regalado una oportunidad feliz a la administración demócrata. Le permite al gobierno de EEUU condenar el desarrollo de la guerra de Israel contra Hamás con una virulencia verbal nunca antes oída desde octubre. Como el convoy humanitario bombardeado ni es infraestructura palestina ni es de una organización filo-palestina sino global, no hay en esa condena ni ofensa ni lesión al reconocimiento de Washington del derecho de Tel Aviv a la legítima defensa. El gobierno israelí no se declaró ni ofendido ni lesionado, inició una investigación, reconoció el error y las fallas, degradó y castigó a los oficiales responsables. Un procedimiento de rutina se volvía una apoteosis diplomática.
Seis meses después, estos procederes de la Casa Blanca en campaña enturbian la limpidez de la inmediata solidaridad norteamericana con Israel que siguió al 7 de octubre. El manifiesto cálculo electoral para retener el voto el Partido Demócrata ve escapársele. Según un sondeo de Gallup del 27 de marzo, sólo el 19% de votantes demócratas y sólo 29% de independientes apoyan el curso de la guerra de las IDF (Israel Defense Forces) contra Hamás.
Los analistas pro-demócratas alzan cada vez más la voz. Explican. Y aconsejan. Que en un sistema de colegio electoral y elección presidencial indirecta, los estados de California y de Nueva York, los que tienen más electores, y los que concentran el ‘voto judío’, ya son demócratas. Ya están ganados. No se van a perder diga lo que diga el candidato Biden sobre Israel. Y que Florida, el tercer estado donde el ‘voto judío’ cuenta, no se va a ganar. Ya está perdido a Trump: nada que diga o evite decir Biden lo va a torcer.
En cambio, alertan y recomiendan las mismas voces, Biden está perdiendo Michigan, demócrata -es el estado de Detroit y la industria automotriz- donde la emigración palestina y del mundo árabe es numerosa. Esa poderosa minoría decisiva está propugnando la abstención el 5 de noviembre. Todavía un esfuerzo más, compañero, le piden a Biden. Más distancia y rompimiento con Israel, si queremos la presidencia, es la lección. Hablar de genocidio, le piden. Usar para Netanyahu los mismos calificativos que para Vladimir Putin: violación sistemática de los DDHH, criminal de guerra, delitos de lesa humanidad.
¿Quién es el más poronga?
Cuando Bill Clinton salió de su primer encuentro con Benjamin Netanyahu, el presidente norteamericano preguntó a su staff sobre el entonces flamante, desde entonces arrogante, jefe de gobierno israelí: Who’s the fucking superpower here? La interrogante de 1996 se ha viralizado esta semana.
Que en 2024 Bill y aun su esposa Hillary, dos veces derrotada como aspirante presidencial, primero como precandidata por Barack Obama en las primarias demócratas de 2008, y después en 2016 como candidata partidaria por Donald Trump, vivan una dorada jubilación mientras que Bibi sigue siendo el enérgico jefe de gobierno en su país añade a posteriori, sobretonos irónicos a la bravata irónica del seductor de Monica Lewinsky. Un cuarto de siglo atrás, imprevisibles, y hoy inesperados. Sin duda, no queridos por quienes la viralizan con el fin de que el monogámico católico Joe Biden se virilice.
A lo largo de tres décadas después, en los presidencialistas EEUU demócratas y republicanos se han alternado en el Ejecutivo. En el parlamentario Estado de Israel, desde 1977 la derecha ha integrado cada nuevo gobierno. El Likud es el mayor partido de derecha nacionalista y populista y su resiliente líder indiscutido es Netanyahu. Como el partido peronista o como LLA en la Argentina, como el Frente Nacional en Francia, como el nacionalismo del oficialismo en Hungría y Turquía, como el actual Partido Republicano en EEUU, el Likud es un partido de clase: la clase de abajo de las clases medias conforma el grueso de su electorado. De hecho, en su última campaña, en 2022, la fotogenia electoral de Netanhayu incluía en panoplia retratos de Orban, de Erdogan, de Trump, y de nadie más.
La ironía de la situación es de aquellas que la historia literaria ha llamado sofoclea: los protagonistas desconocen algo que el público del drama sabe. En el clímax de Edipo Rey, la tragedia de Sófocles, sólo el rey de Tebas ignora que ha matado a su padre y se ha acostado con su madre. En una escena antológica y antologizada de la serie Okupas, Walter (Ariel Stalteri) blande un revólver y pregunta “¿Quién es el más poronga en este conventillo de mierda?”. No sabe que esa arma robada, con el percutor limado, no sirve para matar.
Paz en la guerra
En octubre, Bibi seguirá en el gobierno. Acaso no, si unas elecciones adelantadas en Israel le dieran en septiembre la victoria al centro-derechista Benny Gantz, opositor pero actual integrante del gabinete israelí, que las pide para esa fecha. Pero la guerra seguirá.
Para la abrumadora mayoría de una opinión pública israelí que no padece desfallecimientos en su determinación, las prioridades de la conducción del Estado son el triunfo militar sobre Hamás y la liberación con vida de los 139 rehenes mantenidos cautivos en Gaza por la organización armada islamista palestina.
Y si no hay guerra, tampoco habrá paz. Sólo la posguerra atroz que seguirá a las muertes que ya alcanzan las tres decenas de miles. Según un Informe de la ONU, habrá que esperar a 2092 para que el PBI de la Franja de Gaza recupere su nivel de 2022. Lo que calla el Informe, y hay que admitir que no tenía por qué incursionar en el asunto, una verdad no menos dolorosa: que si los rehenes fueran liberados de inmediato, el año que viene Gaza no sería Jerusalén, pero podría ser Singapur. Seamos realistas, pidamos lo imposible, sigue siendo la divisa de una Realpolitik que, a fuer de ser desatendida desde mayo del 68, no se ha desgastado por el uso.
AGB
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