Sobre el “Kulfasgate”, los funcionarios y el derecho penal
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Opinión
De biromes y corrupción
La invención de la birome es el típico hito que a los argentinos nos enorgullece. Y tanto estiramos nuestros logros que, casi ochenta años después de la creación de Lászlo Biró, el bolígrafo fue el eje del debate político del fin de semana. Todo comenzó el viernes por la tarde, cuando Cristina Kirchner le pidió a Alberto Fernández que “empiece a usar la lapicera con los que tienen que darle cosas al país”. La alusión fue a la demora de Techint en la construcción del gasoducto Néstor Kirchner, obra a su cargo dirigida a revitalizar Vaca Muerta. La respuesta no tardó en llegar: el Ministerio de Producción difundió un mensaje en off que atribuyó la parálisis del gasoducto como producto de que “los funcionarios de Cristina… no usaron la lapicera como corresponde”, al armar su licitación a la medida de Techint.
Esta disputa excede el caso concreto y refleja dos situaciones más generales del funcionamiento de nuestro país. Por un lado, el pedido de Cristina a Alberto se enmarca en la percepción de que muchos funcionarios públicos buscan evitar firmar (tomar decisiones) por miedo a generar malestares y, principalmente, a ser carne de cañón de acusaciones penales. Estos, en la retórica cristinista, serían los funcionarios que no funcionan. Por otro lado, la contestación en off desde Producción muestra algo que pasó en gran medida desapercibido: ciertos grupos económicos siguen siendo intocables.
Viernes: biromes asustadas
Durante el kirchnerismo, Cristina y sus ministros fueron denunciados 745 veces. En los cuatro años de su gestión, Macri acumuló 145 acusaciones. A diferencia de lo sucedido en otros periodos, las causas avanzaron: entre los casos más resonantes, Cristina Kirchner fue procesada más de 10 veces y hasta se ordenó su detención y el ex vicepresidente Amado Boudou fue condenado y preso. Mauricio Macri fue procesado en 2021 y algunos miembros de la cúpula de su gobierno también enfrentan procesos penales.
Durante el kirchnerismo, Cristina y sus ministros fueron denunciados 745 veces. En los cuatro años de su gestión, Macri acumuló 145 acusaciones.
Además, las persecuciones penales no se limitaron a dirigentes de primera línea (presidentes, ministros), sino que alcanzaron a funcionarios de rangos menores (secretarios, subsecretarios, directores). Para este segundo grupo de personas, la situación es especialmente dramática. Nadie sabe quiénes son los subsecretarios de Estado, menos los directores, menos los empleados. Con los salarios estatales, estas personas no pueden acceder a ningún estudio jurídico de alto rango sin rematar todos sus bienes y nadie los defenderá “por chapa”. Como nadie los conoce, tampoco pueden defenderse públicamente. Las causas judiciales duran años y corroen vidas por la ansiedad que provocan y por algunas de las consecuencias del proceso, aun si terminan en sobreseimientos o absoluciones. Por ejemplo, un procesado por delitos contra la administración pública no puede ejercer cargos públicos, que son muchas veces el único trabajo que tuvieron estas personas.
Entonces, si los ministros y presidentes están asustados, los que tienen abajo están asustadísimos. En una nota ayer, Claudio Scalleta habló de “el temor paralizante de muchos funcionarios de ser perseguidos judicialmente por sus actos de gobierno”. Ya de por sí grave en el caso del presidente, cuando la disfunción del nervio radial atraviesa las capas del Estado el problema pasa a ser gravísimo: aunque no pongan la cara, los que hacen suelen ser los que no vemos, funcionarios y empleados que diseñan y ejecutan políticas públicas. Si tampoco ellos firman, la gestión se detiene.
La arenga de la vicepresidenta a sacarse el miedo y firmar (que leída en conjunto con otros discursos es también un mensaje al funcionariado oficialista en general: “hagamos, porque si no perdemos”) muestra el efecto psicológico de la criminalización de la política. Más allá de los procesamientos, condenas o prisiones preventivas, las causas contra funcionarios públicos parecen haber generado un halo disuasivo en el Estado: la perspectiva de enfrentar un proceso penal refrenaría la gestión gubernamental. En algunos casos, esto puede ser positivo: mejor que los funcionarios piensen dos veces antes de firmar cualquier cosa. En líneas más generales, el detenimiento estatal en un contexto de pobreza extrema, inequidad y catástrofes sanitarias es muy preocupante.
Lo cierto es que el miedo parece estar dejando a las BICs de algunos escritorios estatales con la tinta intacta.
La arenga de la vicepresidenta a sacarse el miedo y firmar muestra el efecto psicológico de la criminalización de la política
Sábado: biromes irrefrenables
El sábado empezó con el ya clásico sticker de Alberto demacrado y pensando “qué pasó ahora”. Parte de la política leyó el mensaje difundido desde Producción como una operación sucia dentro de la interna gubernamental. Otra alteró “que se haya difundido en off es lo de menos, es una denuncia a funcionarios públicos”. Lo que pocos destacaron fue al beneficiario de la licitación, Techint. Esta omisión muestra el otro lado de la birome.
Como cuenta la nota de Emilia Delfino que publicó ayer elDiarioAR, la multinacional ítalo-argentina fue investigada por delitos vinculados a la obra pública en Italia, Estados Unidos, Brasil y Argentina. Una y otra vez, la empresa y sus principales figuras sortearon las causas penales, aun cuando hubo funcionarios que admitieron haber recibido sobornos de la compañía y directivos que reconocieron haberlos pagado. Las consecuencias, por ahora, fueron solo civiles: multas menores a las ganancias que la empresa habría obtenido por las maniobras ilegales.
El caso de Techint y sus peripecias globales explica que las lapiceras de ciertos grupos empresarios tengan una actividad inversamente proporcional que las de los funcionarios estatales. Está claro que las persecuciones judiciales les pasan muy lejos y que, aun si se prueba que cometieron actos de corrupción, tienen medios de sobra para sortear o enfrentar las consecuencias. Quizás el caso más emblemático fue el de la crisis del 2008 en Estados Unidos: aun cuando se comprobó que el colapso de Wall Street fue, en gran medida, causado por maniobras delictivas de directivos empresarios, solo un ejecutivo de segunda línea fue preso. La mayoría fueron despedidos, pero con indemnizaciones millonarios y sin consecuencias penales.
A esto se suma la imagen cultural del empresariado, muy distinta a la de la política. Ya en 1949, en su libro “El delito de cuello blanco”, Edwin Sutherland marcaba cómo los crímenes corporativos eran usualmente vistos, simplemente, como muestras de peripecia o como avivadas. En el cine y la televisión, el empresario poderoso y sus maquinaciones e intimidaciones son presentadas como pintorescas o hasta heroicas (Suits, El lobo de Wall Street, Succesion). Incluso los propios empresarios que cometen crímenes no suelen considerarse a sí mismos como delincuentes (la evasión como un acto de resistencia ante un Estado opresor). Esto se traduce en la práctica jurídica: en la causa “cuadernos”, por ejemplo, los empresarios arrepentidos son imputados que mutan casi en víctimas y declaran que colaboraban “porque el sistema era así” y no porque ellos también obtenían enormes ganancias. En la mayoría de los casos, ni hace falta hacer esto, ya que no se concibe la delincuencia empresarial. Hoy, por ejemplo, algunos dirigentes de JxC denunciaron a funcionarios de IEASA por el “Kulfasgate”, pero no a Techint y sus directivos.
Naturalmente, también colaboran los entramados de poder, la escasa cobertura mediática, el lobby empresarial, los lazos familiares o de amistad entre empresarios y políticos de todos los signos y, principalmente, la posición de poder de estas empresas, que las pone en una situación de intangibilidad. Si son monopólicas, todo gobierno estará obligado a negociar con ellas y no habrá incentivos a denunciar.
Con un gobierno u otro, las BICs (o, quizás, sean Mont Blanc) corporativas están siempre en uso.
El diario del lunes: biromes en peligro y biromes seguras
El cuadro final muestra a funcionarios que no usan la birome por (justificado) miedo y a empresarios que la seguirán usando por (justificada) tranquilidad ante las potenciales consecuencias legales, aún si su uso es irregular. Desde Bentham, la disuasión es una de las principales funciones que se le asignan al castigo penal: que en un cálculo costo beneficio, el potencial criminal opte por no delinquir ante el peligro de una sanción penal. Los estudios recientes muestran que la disuasión depende de tres factores: la posibilidad de que haya un castigo, la velocidad con que se imponga y el monto de ese castigo. Los tres son importantes, pero los primeros dos lo son aún más: si la pena que prevé el tipo penal es alta, pero sé que las chances de que me castiguen son casi nulas, o que será en veinte años, el efecto de la disuasión será menor. A la frase de CFK del viernes la subyace la sensación de que la disuasión tiene un fuerte efecto en la política actual: ha habido castigos, ha habido prisiones preventivas y hasta ha habido condenas, y esto hace temblar muchas manos. Lo desapercibida que pasó la mención a Techint en el mensaje en off del Ministerio de Producción (los apuntados por potencial corrupción fueron solo funcionarios) muestra que en el mundo empresarial de primera línea la sensación es la inversa: el primer cálculo que haría cualquier empresario es que, si los ejecutivos no van presos, no son objeto de escarnio público y, de última, si los problemas se arreglan con una multa, el beneficio de un delito será siempre más alto que el costo.
MA
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